La fabulosa historia de los pelayos (19 page)

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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

—Venga, amigo. Yo te invito a una cerveza y así hablamos de buenos negocios.

Me sorprendió su manejo del español, a pesar de que seguíamos necesitando el inglés como idioma comodín para entender la mayor parte de la conversación. Sin salir de aquella zona, enseguida alcanzamos un bar bastante lleno, donde se podía apreciar gente de todas las características menos rubias con ojos azules. En cuanto pedimos unas buenas Heineken, empezamos a preguntarnos por nuestro pasado.

—¿Y tú de dónde eres exactamente? —le pregunté de forma instintiva.

—Soy albanés, pero no de lo que se conoce como el país de Albania, sino de la región serbia de Kosovo.

—Pues nunca había escuchado nombrar ese sitio. ¿Y es bonito tu país?

—Pues claro. Es el país más bonito del mundo, lo que pasa es que los serbios no nos dejan relacionarnos con nuestros hermanos del otro lado de la frontera y en mi tierra es muy incómoda la vida.

En realidad ni siquiera tenía demasiado claro dónde se encontraba Serbia; lo que de verdad me preocupaba era acertar con la estrategia correcta que me permitiese salir indemne de aquella situación con las mínimas preguntas posibles.

—Vosotros jugáis muy bien a la ruleta. Se ve que sois gente inteligente y que manejáis muy bien el dinero en cada apuesta —atacó directamente Zinovisge.

—Bueno, se hace lo que se puede para no perder demasiado —contesté intentando echar balones fuera—. La verdad es que ahora estamos pasando una mala racha.

—Pero eso es sólo mala suerte. Estoy seguro de que pronto ganaréis. Yo quiero hablar contigo para hacernos socios y juntos ganarle mucho dinero al casino.

Aproveché un empujón que me dio un rastafari que pasaba junto a mí derramando un poco de cerveza, e intenté cambiar el rumbo de la conversación hacia algún otro asunto más trivial. En escasos segundos Zinovisge recuperó la senda marcada por su anterior intervención y, advirtiendo mi desidia ante su propuesta, se lanzó en plancha.

—Mira, amigo. La idea es que vosotros ahora disponéis de capital para realizar un ataque frontal al casino y lo importante es que yo también voy a tener mucho dinero porque estoy esperando una buena cantidad que me van a traer Sito Miñanco y su gente cuando desembarquen aquí.

Ante mi cara de perplejidad no tardó ni un segundo en rematar la explicación.

—Claro, yo soy el enlace de Sito entre mi tierra y esta ciudad. ¿Nunca has oído hablar de la conexión de los Balcanes? Si no fuera así, ¿por qué crees que hablo español?

De pronto comprendí que estaba teniendo la gran suerte de vivir una experiencia que difícilmente podría repetir en ningún otro momento de mi vida. Estaba tomando unas cervezas en un bar muy poco recomendable, rodeado de hombres y sobre todo de mujeres que trabajaban en un barrio bastante recomendable pero con marcado sabor portuario, y me hallaba frente a alguien que había conseguido urdir una de las mentiras más literarias que nunca había tenido ocasión de escuchar en mi ineficaz y aburrida vida de estudiante de filosofía. No tardé ni un momento en destrozar mi anterior estrategia y me lancé a preguntarle sobre su proposición con una forzada mueca de interés por mi parte.

—¿Cuál es concretamente tu propuesta? —le solté con un aire que pretendía ser de ejecutivo agresivo.

—Mira, vosotros me dejáis algo de dinero para poder jugar a mi sistema mientras vosotros seguís con el vuestro. El casino no podrá combatir si le abrimos dos frentes de batalla.

—Pero ¿qué tiene que ver Sito Miñanco con todo esto?

—Él me debe mucho dinero y cuando venga aquí a pagármelo, entonces yo os devuelvo lo que me hayáis dejado más un porcentaje a convenir, y le convencemos de que entre en el negocio para poder atacar más casinos en el resto del mundo con su dinero. Él tiene mucho.

Me sentía cada vez más alucinado, y Zinovisge intentaba escrutar cada matiz de mis reacciones para agarrarse a todo lo que advirtiera que me interesaba.

—¿Y cuánto dinero estás pensando en invertir en este negocio? —le pregunté.

—Para empezar quizá me podríais dejar unos treinta mil florines —casi dos millones de pesetas—, que por supuesto os devolvería enseguida. Miñanco es mi garantía.

—Hombre, la verdad es que al menos existe un buen garante —respondí a su oferta con cierto aire de estar pensándomelo.

Debíamos de llevar un buen rato en aquel bar, porque vi al otro lado de la puerta pasar a Joselyn acompañada de una amiga lituana llamada Migi. Debían de haber acabado su jornada. Las saludé con la mano, ella me tiró un beso y enseguida desaparecieron en dirección hacia la estación central.

—Eso está bien, amigo. Se nota que tienes buen gusto —comentó Zinovisge en un nuevo esfuerzo por caerme bien.

—Bueno, Zinovisge. Seamos serios y concretemos —le dije con seguridad en mí mismo—. Lógicamente tengo que hablar con el resto del grupo para ver si estamos interesados en tu propuesta que, aunque bastante atractiva, es algo especial, como podrás imaginar.

Advertí que él notaba que todo no estaba hecho, por lo que me invitó a que nos reuniésemos con Balón, sobre el que creía tener alguna influencia y así poder apoyarse en otro elemento de la flotilla que él consideraba clave en la decisión final. Decliné amablemente la invitación, asegurando que era mi padre el que de verdad tenía que sopesar dicha decisión, y así poder ganar algo de tiempo para ver si acababa olvidándose de aquella majadería. ¡Vamos, que para semejante lío estábamos nosotros!

Como por fin se dio cuenta de que no iba a ser allí donde concretara sus pretensiones, empezamos a enfilar el término de la conversación con una firme promesa de seguir viéndonos en lugares tan interesantes como aquel local y seguir disfrutando mutuamente de nuestra compañía.

Al poco de abandonar aquel bar me arrepentí de no haber elegido la profesión de escritor, pues era un fastidio no poder plasmar en un bonito texto, muy a lo Raymond Chandler, aquella inolvidable jornada. Cierto es que sí soy compositor y por lo tanto creador de canciones, pero no podía engañarme a mí mismo, ya que de sobra sé que no soy demasiado buen letrista, y una historia así sólo podría llevarla a buen puerto un Brassens o un Krahe. Por eso decidí no frustrarme y opté por regodearme en la idea de mi actual oficio de jugador profesional y, sobre todo, en el dinero que seguramente ganaría aquella noche en el casino de Amsterdam, situación que tampoco era mala cosa.

Las cosas acaban llegando y, en muy poco tiempo, lo que eran dos ruletas cambiadas pasaron de golpe y porrazo a ser todas. La noticia llegó una tarde de fines de marzo y entonces sí que cundió la alarma. Era evidente que ninguna de nuestras estrategias les había impresionado positivamente y ahora nos encontrábamos en situación parecida a la que teníamos en Madrid o en cualquier otro casino español. No obstante, la verdad es que nunca fue exactamente igual, ya que tanto el reglamento holandés como la intención de cumplirlo eran bien distintos en ese país. No sólo no nos echaban del casino aprovechando que éramos extranjeros y que obviamente no era fácil defendernos en tierras extrañas, sino que nunca lo intentaron argumentando cualquier mentira.

En cambio, unos meses más tarde a Balón se le ocurrió la brillante idea de beber un vaso de agua cuando estaba sentado a una mesa de black jack tomando números de ruleta, y como el reglamento decía bien claro que no se podía comer ni beber en las mesas de juego, aplicaron estrictamente dicho reglamento y expulsaron a Balón por el tiempo que fuese preceptivo. En este caso no se pudo protestar ni denunciar nada, porque ellos siempre se situaron firmemente en lo que dictaban las leyes y el compromiso con ellas.

Pero volviendo al primer momento en que se produjo un cambio general de ruletas, al principio nuestra reacción fue de asombro, ya que cambiar catorce máquinas por otras al mismo tiempo era algo que no habíamos visto ni creíamos que volveríamos a ver. La explicación la encontramos en que al ser Holland Casinos una red de varios locales de juego en un territorio no mucho más grande que Extremadura era muy fácil para ellos dar una orden centralizada que obligase en un mismo día al trasvase de dichas máquinas entre los distintos casinos del país, con lo que no sólo pudimos ver aquel tremendo cambio, sino que nos dimos cuenta de que eso podría llegar a ser la tónica general del comportamiento del casino de Amsterdam cada vez que se le antojara.

Antes de encontrarnos en una situación kafkiana de una nueva toma de números que fuese sistemáticamente anulada cada vez que el casino lo decidiese, pensamos que una vez más debíamos volver a hacer lo mismo que en Madrid y hablar con el director de juego del local a ver si en esta ocasión podíamos tener más suerte. Pedimos audiencia y, de forma amable y muy dinámica, se nos aseguró que enseguida podríamos hablar con Thomas Klenz, nombre del ejecutivo que iba a ser nuestro interlocutor. Con una celeridad encomiable, apareció el susodicho acompañado de uno de sus subdirectores; por ser este último hijo de unos emigrantes catalanes que huyeron de la guerra civil, el señor Klenz creía que podía aportar alguna cosa a la reunión. Su nombre era Barabino Mingot.

Thomas era un individuo ágil y alegre, que valoraba en mucho su imagen. Era de esa clase de personas muy bien despeinadas, que siempre que pueden te molestan con un buen ejemplo. Al parecer había llegado bastante lejos en esa empresa debido a su carácter inconformista, a su tesón en no permitirse decir nada que fuese incorrecto y especialmente al hecho de que fuese bastante amanerado, por lo que daba el perfecto perfil para cubrir la cuota de personas no heterosexuales que, por ley, deben integrarse en la realidad laboral de aquel país. Barabino era bastante más básico en su manera de exponerse, se le notaba necesitado de llamar la atención de su jefe, por lo que siempre que podía añadía a lo dicho por él algo de información, aunque ésta no fuese del todo cierta.

—Buenos días. ¿Usted se llama…? —preguntó Guillermo.

—Muy buenos días. Klenz, me llamo Thomas Klenz, y él es el señor Mingot, que es de origen español y quizá les pueda ser de ayuda.

—Estupendo. Verán, queríamos tener unas palabras con ustedes para comentar algunos aspectos sobre su negocio —comentó mi padre.

—Por supuesto. Estamos encantados de atenderles. Les podemos invitar a tomar un café o lo que les plazca en la cafetería —nos propuso Thomas, señalando con la mano el bar situado en aquella planta del casino.

Hacia allí nos encaminamos mi padre, Guillermo, Thomas, Barabino y yo mismo, y nos sentamos a una mesa retirada de las demás, con el fin de poder hablar con algo de intimidad. Conseguimos pasar el trámite de las peticiones a la camarera y nos metimos de lleno en el asunto que nos interesaba.

—El caso es que nosotros llevamos jugando en su casino unos cuatro meses y hasta ahora no teníamos queja de nada, pero en los últimos días vemos con alarma que las ruletas en las que jugábamos ya no son las mismas —empezó a decir mi padre.

—Puede que sea así, pero es que nosotros periódicamente hacemos una revisión del material para que todo esté a punto y poder ofrecer el mejor servicio. Todo negocio es como las estaciones del calendario, tienen que venir unas para poner en orden a las otras. ¿No es así, señor Mingot? —preguntó Thomas sin apenas mirar a Barabino.

—Sí, claro. Hasta cierto punto es así —convino con cierto automatismo el señor Mingot—. Además, las otras mesas tienen sus números de serie tan vigentes como las anteriores, y encima algunas son de fabricación inglesa.

Enseguida pudimos apreciar que aquella conversación no iba a ser agresiva ni por supuesto desagradable, pero probablemente tampoco demasiado efectiva si pretendíamos ir por el camino de la legalidad, ya que como bien es sabido, de eso los holandeses saben muchísimo. Por supuesto, nos habíamos preparado a fondo esta charla y teníamos la idea de atacarles en lo que pensábamos debía de ser su línea de flotación: el espíritu funcionarial de los trabajadores de la cadena estatal.

—¿No creen que es absurdo que un casino como éste pueda llegar a incomodar a muchos de sus clientes con este tipo de acciones cuando aquí sobra el trabajo y es uno de los más tranquilos y de los que más facturan de Europa? —increpó Guillermo.

—Realmente no creemos que sea esencial estar preocupados si unos clientes ganan o pierden, sino si todo va bien y no existen alteraciones del reglamento por ninguna de las partes —intenté meter baza en el asunto.

—Pero es que aquí nunca hay quejas porque somos muy escrupulosos con el reglamento. Esto es como una gran familia formada por nuestro equipo de trabajo, por el conjunto de nuestros clientes y por todo lo que representa nuestra reina y su gobierno —se apresuró a contestar Thomas.

Aunque Barabino intentó subrayar las palabras de su jefe, mi padre se adelantó y continuó por la misma senda hacia la que estábamos apuntando.

—Lo importante para todos es estar a gusto con lo que hacemos, y nosotros somos los primeros que no queremos jaleo. Es más, pensamos quedarnos aquí mucho más tiempo porque nos gusta esto y estamos dispuestos a adoptar todas las costumbres que sean normales, como no hablar muy alto, dar propina y algunas cosas más que vamos viendo.

—Eso está muy bien, ya que adoro el carácter español. Yo mismo he tenido ocasión de disfrutar varias veces de la energía que desprenden las gentes de su tierra, y sobre todo de sus playas. Con el señor Mingot es habitual hablar de su tierra, de Girona, ¿no es cierto? Siempre acabamos hablando de la fuerza que desprende ese carácter vital tan sureño, y hasta me atrevería a decir africano, que desprende su zona. ¿Verdad que es así, señor Mingot?

—Hasta cierto punto hablamos de eso —contestó Barabino intentando desviar la mirada hacia otro punto que no confluyese con las nuestras.

Como era evidente que no había forma de concretar nada, mi padre se inquietó lo suficiente como para mandar a paseo la diplomacia y le propuso a Thomas algo de manera directa.

—Nosotros estamos dispuestos a dar toda la propina que les sea conveniente si estamos seguros de que no se moverán ni se cambiarán las ruletas donde nos encontremos jugando.

—Entiendo lo que me propone, pero me temo que dado el cargo que ostento en esta empresa estaría faltando al código ético de la misma si aceptase un acuerdo como el que me plantea —replicó Thomas.

En ese momento creo que no pudimos evitar elaborar al unísono una fugaz reflexión sobre cómo el ser humano reitera con tanta facilidad algunos patrones de conducta sea cual sea el contexto donde se encuentre. Lo que sí conseguimos evitar fue soltar una estruendosa carcajada al calor de aquella respuesta. Era evidente que empezábamos a tener algo de experiencia en este tipo de situaciones.

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