La fabulosa historia de los pelayos (23 page)

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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

Sabíamos que los casinos de Australia copiaban lo mejor de los americanos, ya que no pedían identificación, lo que nos libraba de problemas como los de Copenhague, y lo mejor de los ingleses ya que, como nos contó Patrick Santa-Cruz, allí también estaba prohibida la propina. Esto eliminaba tensiones y creaba muchísimo mejor ambiente con los crupieres.

Cerca de la Navidad del noventa y tres decidimos mezclar el trabajo con el turismo. Yo me fui a tomar números y a hacer una exploración acompañado por Carmen y nuestro hijo Pablo, nacido recientemente. Nos adelantamos a Guillermo y Enrique Portal, que luego sería mi socio en la casa de póquer de la calle Montera, quedando en que ellos irían una vez pasados los rigores del Año Nuevo. Planeamos comenzar por un gran casino situado al sur de Brisbane, en una zona turística llamada Gold Coast. Allí era verano y esperábamos gran ambiente en la dorada costa.

Mi hijo Pablo quizá batió un récord en ese viaje del que difícilmente podrán presumir los chiquillos de Bruce Springsteen o los de cualquier otro profesional de la caminata. El asunto fue que, al llegar a Australia, Pablo contaba con cinco meses y ya había visitado los cinco continentes. Veamos, había nacido en Brasil durante una larga estancia que Carmen y yo pasamos en Río. A los dos meses volvimos a Madrid. Desde allí lo llevamos a Marraquech en una excursión de cuatro días que yo había planeado desde hacía tiempo. Camino de Australia, para no hacer la ruta tan agotadora para un bebé y su madre, paramos dos días en Bangkok, por lo que cuando aterrizamos en el aeropuerto de Sydney posiblemente Pablo estaba en los libros de los récords, manteniendo un ritmo de continente por mes de vida. Allí pasó su primer verano navideño, en unas playas tan extensas que, a pesar de la multitud que las visitaba, parecían salvajes y solitarias.

Yo pasaba largas horas en el casino, sin jugar, tomando números por primera vez en mi carrera. Entonces comprobé lo duro que era el trabajo que antes había encomendado a otros miembros de la flotilla. No había pantallas marcadores, por lo que cada bola tenía que ser recogida a pie de mesa, una por una, mientras atendía diferentes ruletas a la vez. Mi presencia allí apenas se notaba, pues no he visto a nadie que le guste más hacer estadísticas que a un australiano. Había más anotadores que gente jugando. Eran sistemistas que perseguían imposibles fallos matemáticos para los que la ruleta está completamente blindada, pero que obnubilan las mentes de jugadores en el mundo entero. Yo también anotaba números, pero el fallo que buscaba era el meramente físico, a partir del criterio de no confiar en la precisión de las máquinas.

Después de Navidad, y tras una toma de números considerable, decidimos pasar el fin de año en Tahití. Aprovechamos que sólo estábamos a unos pocos miles de kilómetros para partir hacia unas islas míticas que habían sido nuestro sueño de los mares del Sur. Como salimos el mismo día 31, tuvimos tres cambios de año a lo largo del viaje. El primero fue en el aeropuerto de Auckland, en Nueva Zelanda. Habíamos llegado a las 23.30 hora local y nos retuvieron en la pista hasta pasada la media noche, posiblemente para dejar tiempo a los controladores para brindar con champán su inicio de año. Una hora más tarde, ya en vuelo, se cumplió el horario australiano y la tripulación de Quantas festejó con los pasajeros el cambio de fecha. Como ocurrió que atravesamos por primera vez en nuestra vida (sobre todo Pablo) la línea del día que está en medio del Pacífico, volvimos a estar en el 31 de diciembre que acabábamos de dejar y aterrizamos en Papeete a las diez de la mañana del último día del año.

Al final de esa mañana hablábamos con España, donde en ese momento estaban tomando las uvas, y todavía tuvimos que esperar más de diez horas para pasar nuestro fin de año tahitiano en una fiesta típica llena de color local y turistas embobados como nosotros. Todas estas carambolas me suenan a martingalas horarias que se parecen a los sistemas de muchos jugadores en todo el mundo, pero, al igual que ellos, no vi la manera de sacarle un dólar australiano a tantas fantasías y desviaciones del muy equilibrado meridiano de Greenwich.

¿Tahití? Una maravilla: paisajes estremecedores, la casa museo de Gauguin, el recuerdo de la Bounty y además todo muy caro; la gente relativamente simpática, pero hablando en francés. También estuvimos en Moorea y en la muy justamente mítica Bora Bora, el mejor nombre que podía ponerse al único lugar que supera en belleza a sus propias postales.

Tuvimos fuerzas, a pesar del intenso calor que nos envolvía, para ir a Rangiroa, un atolón de las Tuamotu. Pasábamos el día paseando por la laguna circular y viendo cómo llegaban a ella los barcos de aprovisionamiento que, entrando por el estrecho canal que rompía la circunferencia de tierra, conectaban a esta gente con el lejano y alocado mundo exterior. Pablo parecía feliz.

Cuando volvimos del paraíso, ya Guillermo y Enrique Portal habían llegado a nuestra casa de Gold Coast. Era mediados de enero, el ambiente veraniego de esas playas había decaído un tanto, no había marcadores que ayudaran a la toma de números y nuestros dos amigos venían con ganas de conocer Australia. Así que decidimos viajar a la parte sur del continente; como ellos, igual nosotros, habían llegado por Sydney y ya conocían su ópera y sus puentes, nos fuimos directamente hacia Adelaida.

Nos pareció una ciudad con una personalidad única. Un centro perfectamente delineado en cuadrículas, que se aligeraba de los excesos geométricos con unas bellísimas plazas llenas de vegetación, rodeado de amplios círculos de parques concéntricos que daban paso a pequeñas aglomeraciones urbanas. Un prodigio de diseño tan humano como moderno.

El casino estaba bastante concurrido por la clientela local y de las zonas vecinas. Abría las veinticuatro horas y tampoco pedían identificación, por lo que evitábamos los problemas y las redes de información existentes en Europa. Comenzamos la toma de datos en turnos de seis horas, dejando sólo libres los ratos de la madrugada.

A los quince días de pacífica estancia semivacacional comenzamos a jugar. A Enrique le costaba trabajo la disciplina del sistema. No podía, por ejemplo, jugar un número y no su vecino, que salía más veces en las primeras cien bolas. Este asunto siempre fue difícil de explicar a los amigos que encontrábamos en las mesas de juego, pero como la flotilla era bastante novata en lides jugativas, no le costaba trabajo seguir una conducta que hubiera sido imposible con jugadores más baqueteados. Éste era el caso de Enrique. Llevaba jugando toda su vida y aunque teóricamente confiaba en nuestras estrategias, cuando se encontraba solo en el campo de batalla no podía evitar jugar ese vecino respondón o seguir esa corazonada infalible. Tuvimos nuestros más y nuestros menos durante unos días y entonces comprendí la solidez del equipo que habían formado Guillermo e Iván, la importancia del núcleo familiar y las muchas ventajas de la juventud y la inexperiencia.

Pero Enrique era un poeta y un amigo con el que compartía todo lo que no fuese juego. Así que, aprovechando una racha moderada de fortuna, decidimos tomar un poco de aire y viajar todos juntos gozando del final del verano. Nos fuimos a visitar Melbourne. Siempre he tenido predilección por las ciudades olímpicas. Ya las había visitado todas (como San Luis, Amberes, Moscú, Seúl o Helsinki, donde me colé en el estadio vacío y me hice, yo solo, la curva de los doscientos metros) y me faltaba conocer la lejana sede de los Juegos del cincuenta y seis. Enrique, entusiasmado, no paraba de hacer fotos. Después de Sydney, Brisbane y Adelaida, esta ciudad parecía confirmar la existencia de un nuevo mundo con unos renovados conceptos estéticos y urbanísticos.

Avión para Tasmania y llegada a Hobart, capital de la mítica isla, donde recorrimos su barrio más céntrico y comercial, que allí llaman Salamanca Place. Es una hermosísima ciudad enclavada en un paisaje que bien pudiera parecer de la provincia de Santander o de algún punto de Irlanda. Todo en Australia recuerda la vida de sus prisioneros, que al principio poblaron la mayor parte de sus regiones. Cuanto más peligrosos, más lejos; por eso Tasmania está llena de recuerdos históricos de durísimas cárceles en medio de idílicos y verdes paisajes como los de Port Arthur, que visitamos en un rápido viaje que emprendimos para recorrer la parte oriental de la isla y llegar hasta Launceston, en la parte norte. Conocimos a los célebres diablillos, con su incesante vitalidad y sus rígidos cuerpos, y disfrutamos de grandes langostas típicas de sus mares. Pablo echó sus primeros dientes en la mitad del recorrido. Tasmania, Tasmania.

Cuando volvimos a Adelaida, la gente del casino empezó a tomarnos por habituales y llegaron a ofrecernos la tarjeta de vip. Nos pedían identificación para rellenarla y, como ya habíamos prevenido esta eventualidad, nos convertimos en un grupo de peruanos con nuestros segundos nombres y terceros apellidos. Concretamente, yo me llamaba Fernando Trevilla y esperaba que nadie reparara en nuestro acento tan diferente del país de Atahualpa y de Pizarro. Enrique pretendía llamarse Eduardo Poe, pero terminó conformándose con Augusto Vallejo. Insistían en que jugásemos en salas reservadas, donde la comida y la bebida eran cortesía de la casa pero cuyas ruletas no habíamos estudiado, y nosotros rechazábamos la invitación argumentando que preferíamos jugar con la gente normal y en el ambiente popular que se formaba sobre todo en los fines de semana. Pocos peruanos tan democráticos habrán pasado por Adelaida.

La cosa se nos siguió dando bien en los primeros días del regreso, pero de repente, y sin ningún motivo que pudiéramos detectar, empezamos a perder diariamente. Quizá fue sólo mala suerte, pero temíamos que habiendo comprendido nuestra forma de juego hubieran conseguido poner a punto un potente antídoto que, además, fuera indetectable. Nunca nos había pasado, pero por más que analizábamos las ruletas no veíamos cambios físicos en las mismas y si no habían sido cambiadas, no comprendíamos cómo podía desvanecerse una tendencia sólidamente mostrada en miles de bolas anteriores.

Al salir de Madrid habíamos establecido una banca de juego de cuatro millones de pesetas, independiente de los gastos de viaje. Decidimos que si llegábamos a perder esa cantidad abandonábamos y no seguiríamos intentándolo.

Por si acaso nos veíamos en esa situación y teníamos que volver a casa enseguida, propuse hacer una rápida excursión a la famosa Ayers Rock, que los aborígenes llaman Uluru, para visitar el monumento natural más conocido del continente. La roca se encuentra en el centro del país, en mitad de un tórrido desierto. Era verano y las altas temperaturas quitaron las ganas de viajar a Carmen y a Enrique. Guillermo sí se animó y decidimos plantarnos en Alice Spring por vía aérea, buscar un coche de alquiler, llegar hasta el Uluru, que se encuentra relativamente cerca, y desde allí regresar a Adelaida, haciendo la travesía de medio desierto australiano. Dicho y hecho. Alice Spring es un pequeño pueblo que hace las veces de capital de la región. Allí acababa el periplo que Priscilla hacía con sus amigas en la famosa película australiana. No era hora de ir a conocer el casino y como hacía mucho calor nos aliviamos con el aire acondicionado de unos grandes almacenes. Allí me sorprendió encontrar muchísimos discos de Frank Zappa. Compré Joe’s garage y The yellow shark, su última grabación, impresionado por un paisaje capaz de homenajear su música y su personalidad dura, adusta y esencial como el desierto. ¡Llegar tan lejos con tu obra! ¡A sitios tan remotos, Frank!

No era fácil que te alquilaran un coche para ser devuelto en Adelaida, a más de mil trescientos kilómetros de Alice Springs, pero casi todo se arregla pagando más dinero. De cabeza a la Ayers Rock, que estaba a unos trescientos setenta kilómetros, para llegar poco antes del atardecer. Cuando se pone o se levanta el sol son los momentos mágicos que los buenos turistas aprecian para la contemplación de la roca. Aparcamos a cierta distancia en una zona reservada para coches, y junto a muchos otros que ya se encontraban alineados en el mismo camino disfrutamos de la rara irisación que la piedra ofrece con los rayos cambiantes de un sol en movimiento. En el CD del coche sonaba bastante fuerte la guitarra de «Watermelon in a Easter hay», mezclándose con una leve brisa que oxigenaba nuestras húmedas camisas y la serena tarde.

Dormimos en un pequeño hotel para turistas que quieren amanecer junto al Uluru y después de contemplarlo nuevamente con las primeras luces del día nos decidimos a escalarlo por la zona opuesta al sol, el único sitio por donde te permiten hacerlo, ya que cuando el día avanza desaparecen las sombras y no hay montañero que resista el asfixiante calor. Guillermo ascendía con soltura e incluso tiraba de mí en los puntos escarpados, donde algunos turistas japoneses mostraban ojos más desorbitados que de costumbre. Desde la cima contemplamos la enorme llanura desértica que rodea a la imponente y solitaria roca.

Nos despedimos del Uluru y cogimos carretera de vuelta hacia Adelaida. Más de mil kilómetros en línea recta por una buena carretera que atraviesa un desierto que debía rebosar de canguros por la cantidad de ellos que veíamos tendidos en el asfalto y por las señales de tráfico que nos advertían de su presencia. De vez en cuando parábamos en ventas que estaban llenas de personajes únicos como el paisaje. Ya cerca de la civilización nos adentramos en Coober Pedy, un pequeño pueblo minero dedicado al ópalo (la piedra nacional) y que, para resistir el calor, está todo él construido en subterráneos. Visitamos algunos locales públicos pero enterrados, y en un bar estuvimos charlando con un griego con la típica cara del chófer de metro, que nos contó que había llegado a este saludable lugar hacía veinte años con el propósito de volver a su país en cuanto ganara algún dinero, pero que se había quedado atrapado en aquel agujero.

De vuelta en Adelaida, nos maravillábamos con el frescor y la amenidad de sus parques o la suavidad de sus esquinas. Enrique había hecho muchísimas fotos y jugado muy poco, algo asustado por los malos resultados que parecían no acabar. Puesto que tal como habíamos quedado Iván estaba a punto de llegar para relevarnos a finales de febrero, Carmen y yo hicimos las maletas y, junto con Pablo, emprendimos el largo camino de regreso de treinta y dos horas de viaje continuado desde Adelaida, con escalas breves en Sydney, Bangkok y Milán, hasta llegar a Madrid.

Ya en casa soportamos un jet lag que duró más de diez días, en el que flotábamos con el sabor agridulce de haber perdido y, sobre todo, de poder pensar lo vivido después de vivirlo.

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