La fabulosa historia de los pelayos (27 page)

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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

Mi padre, que entre otras muchas cosas había sido periodista en distintos medios de comunicación, supo cómo mover alguna de sus antiguas relaciones. De esta manera empezamos una nueva andadura, que nos llevó a adentrarnos en terrenos no desarrollados hasta el momento.

Contactamos con distintos medios de comunicación y la noticia saltó. Personas tan cabales como el novelista Juan Madrid se interesaron por nuestra historia y no se contuvieron a la hora de escribir algún relato de corte periodístico, regodeándose en el gusto que da el que alguien pudiese haber ganado a los casinos. En estas, Antonio González-Vigil nos puso en contacto con un periodista que parecía especialmente seducido por nuestro caso. Luis Mazarrasa, que así se llama el aludido, tomó fiel nota de nuestros comentarios y nos prometió grandes artículos en los sucesivos días. El fantasmeo es algo contra lo que desgraciadamente uno suele ponerse en guardia de inmediato, pero por fortuna el porvenir siempre es muchísimo más imprevisible de lo que uno estúpidamente cree poder prever. La realidad es que en pocas semanas aparecimos en los periódicos, revistas y programas de televisión más populares de nuestro país.

En las hemerotecas quedaron registradas revistas como Interviú o Azar, en las videotecas programas de televisión con presentadores como Nieves Herrero o Javier Sardá, y sobre todo, en la mente de muchos un artículo a doble página en el periódico El País, que hizo que a partir de ese día nos convirtiésemos en el símbolo anticasinos por excelencia para cualquier jugador que se precie. En cuestión de dos meses habíamos conseguido lo que nunca llegamos a tener después de más de veinticinco años de carrera en el mundo del cine y de la música: popularidad.

¿Que es agradable? Pues claro que sí. ¿Y es realmente útil? Nada lo es más. ¿Y al final consigue poner las cosas en su sitio? Bien, cambiemos de tema.

Lo que sí conseguimos de verdad fue que, con el paso de las semanas, estrechásemos la relación con Luis, que gracias a su carácter siempre agradable, su amor por las culturas periféricas, su capacidad de continua sorpresa ante cualquier nueva anécdota que saliese a flote, su gran gusto por las personas —especialmente las de sexo contrario— y su talante siempre inquieto acabó por hacerse primero un muy buen amigo y, algo más tarde, un nuevo Pelayo, además de un grandísimo jugador de póquer.

También fue notable el éxito que conseguimos entre los distintos jugadores, que resultaban ser aprendices a sistemistas, y a más de uno le vimos aplicar nuestro sistema al pie de alguna ruleta de manera temeraria y sin paracaídas.

—Yo es que ahora me he pasado al método Pelayo, que se basa en jugar a los números que más salen en la ruleta. Apunto los primeros cincuenta números de cada día, los analizo y me pongo a jugar fuerte a los que más están saliendo —me comentaba un jugador que nunca había visto antes y que apuntaba números en un casino donde me encontraba simplemente de visita.

—Ya veo, ya veo —le contestaba mientras esperaba que el camarero me trajese la copa que había pedido.

—Tú deberías intentar hacer lo mismo. Es un sistema acojonante —insistía aquel jugador.

—Yo es que prefiero no jugar. Sólo vengo aquí para mirar un rato.

—Bueno, como prefieras, pero luego no me digas que no te lo he advertido, ¿vale? Oye, todavía no nos hemos presentado, yo me llamo Ramón Gutiérrez-Lasa. Y tú, ¿cómo te llamas?

—García-Pelayo. Iván García-Pelayo.

Si bien es cierto que aquello de ser famosillo tenía su gracia, la realidad era que entre noticia y noticia, y muy al contrario que aquellos «divos» de la prensa del corazón, los Pelayos no ingresaban nada desde hacía ya un tiempo. Aunque sabíamos que contábamos con sólidas reservas económicas provenientes de nuestras victorias frente a los diferentes casinos que habíamos visitado, no podíamos evitar cierta sensación de «pringaera» desde el punto de vista del jugador profesional que, mientras más se da a conocer y más va consolidando su imagen, más incierta ve su situación. Y es que ser profesional significa que se debe comer del trabajo de uno, y gracias a la desprotección legal y policial que existía y sigue existiendo frente a la figura del jugador, eso empezaba a ser una falacia.

Entendimos que más allá de darle continuidad a los juicios abiertos y ganar cierto grado de legitimación popular, debíamos buscar soluciones que ayudasen a seguir «facturando» buenas cantidades en el entorno de nuestra profesión. Las líneas que pensábamos seguir eran dos: poner nuestros conocimientos al servicio de nuevos métodos de acercamiento hacia otros juegos y hacia los representantes de la industria del azar y la apuesta en general, pero al mismo tiempo buscar alguna salida al hecho de que nuestro sistema seguía funcionando perfectamente.

Era evidente que el problema en ese momento eran los Pelayos y no su sistema. Estaba claro, como ya hicimos en nuestra primera gran crisis con el casino de Madrid, la solución consistía en encontrar nuevas caras que jugasen por nosotros. Pero ahora no era cuestión de hacerlo de frente, sino que todo ese plan debía realizarse desde la más estricta confidencialidad y, a ser posible, con el máximo de nocturnidad y alevosía.

—Yo creo que si hablamos con alguno de los jugadores clásicos de varios de los casinos que hayamos visitado, se volverán locos por jugar a nuestro sistema ahora que ya se lo han vendido a través de la televisión —le comentaba a mi padre.

—Sí, la verdad es que es una posibilidad. Pero creo que todavía sería mejor contactar con alguno de nuestros amigos que ahora ven nuestro sistema como una buena opción para invertir su dinero —me respondió, intentando sumar ideas.

—Pues como consigamos poner en pie todas estas conjeturas vamos a crear de nuevo una poderosa flotilla, pero esta vez de «submarinos» —añadí con notable excitación.

Efectivamente se abrieron dos formas de asociación al nuevo proyecto Pelayo. En la primera trabajaríamos con jugadores que con el paso del tiempo habíamos llegado a conocer (incluso a intimar en alguno de los casos), a los que propondríamos que nosotros poníamos el sistema y el asesoramiento y ellos el dinero y las horas de juego. En la segunda, haríamos negocio con gente de nuestra confianza, cercana desde hacía muchos años, donde el dinero podía ser arriesgado por ambas partes.

La primera modalidad presentaba como clara ventaja el hecho constatado de que tener como parapeto a un cliente consagrado era una garantía de despiste frente a los casinos, y por otro lado por primera vez podríamos obtener ganancias sin tener que arriesgar nuestro dinero. No obstante, era obvio que nunca podríamos llegar a estar absolutamente seguros de cuáles habían sido los resultados de las sesiones de juego de aquellos clientes, y al final tendríamos que aceptar cobrar nuestro porcentaje sobre un volumen de ganancias del que nunca estaríamos demasiado confiados. Por último, no era demasiado cómodo trabajar con socios que se permitían acercarse al juego desde posturas llenas de actitudes supersticiosas y, como ya se pudo comprobar en antiguas colaboraciones con personajes que no eran totalmente Pelayos, cualquier rasgo de superstición, de ludopatía o en definitiva de no cientifismo en los análisis del juego imposibilita a los individuos para llegar a ser un buen profesional.

Respecto de la segunda modalidad el grado de certeza en todo era bien distinto. Además de contar con los resultados veraces, que no sólo nos hacía ganar el dinero con más tranquilidad sino que nos permitía adoptar estrategias acordes con los resultados que se iban obteniendo, también nos permitía poner en práctica las argucias que fuimos aprendiendo en Las Vegas a la hora de distraer al casino, lo cual era muy necesario, ya que aquellos jugadores con los que contamos, al no ser habituales de esos locales de juego, necesitaban de todas las tácticas necesarias para mantenerse el máximo de tiempo en cada casino hasta ser descubiertos.

Submarinos fueron Luis Mazarrasa, nuestro querido Manolo Sánchez Pernía y también muchas más personas que por un evidente criterio de buenos submarinistas no deben citarse en este relato ya que, a pesar de que la industria del juego ha conseguido frenar en gran medida nuestra actividad ruletera, todavía nos alegra pensar que los directores de los casinos no puedan dormir del todo tranquilos cuando piensan en nosotros.

Y si alguno de ellos aún cree que no es como lo cuento, ¿pueden estar absolutamente seguros de que en este preciso momento un submarino no les esté torpedeando alguna de las mesas de ruleta de sus casinos?

¿Farol? Pues pongan dinero para ver nuestro juego.

20. ¿QUEDA ALGO POR JUGAR?

Hacía mucho tiempo que todos habíamos llegado a la conclusión de lo duro que resultaba dedicarse al juego aun teniendo una buena ventaja. La idea de jugar a algo sin ninguna expectativa de ganancia nos parecía tan repugnante que hacía de cualquiera de nosotros lo más opuesto a la imagen de un ludópata. Habíamos aprendido que para jugar contra un establecimiento debía darse alguna clase de tendencia física capaz de romper la ventaja matemática de la banca. Lo mejor era encontrar juegos donde el rival fuera un individuo, tal como pasaba en el póquer o en las apuestas deportivas. Además, ya no contábamos con el apoyo de la flotilla, por lo que mi hijo y yo sabíamos que debíamos investigar en otro tipo de juegos para poder seguir rentabilizando nuestro tiempo como jugadores profesionales.

Igual que con el póquer, habíamos recogido mucha información de esta clase de apuestas deportivas en nuestros viajes a Las Vegas. Es típico allí apostar por un boxeador según sus posibilidades. Así, cuando se hacía una apuesta diez a uno a favor de Tyson, siendo el favorito, te pagaban sólo un dólar por diez que podías perder si el aspirante derrotaba al campeón. Eso, aplicado a un Real Madrid-Valencia puede ser una bomba teniendo en cuenta que aquí el posible jugador se va a dejar arrastrar por sus pasiones futbolísticas y va a confundir fácilmente la realidad con su deseo, tanto en uno como en otro bando. Jugando fríamente, como si uno fuera del Murcia, la ventaja debe ser clara.

Otra vez nos encontramos con la alegalidad de este posible juego, pero desde luego siempre me he sentido libre para cruzar apuestas con un amigo que crea firmemente que su equipo es el mejor del mundo.

Se inició el asunto con un volumen modesto de apuestas, que cruzamos con un pequeño grupo de conocidos, esperando que el asunto tomase mayor auge y, sobre todo, con la idea de posicionarnos lo mejor posible ante una esperada legalización que llegara a igualar nuestra capacidad de movimientos a la que, por ejemplo, tienen los ingleses, que juegan a sus apuestas deportivas desde que inventaron el deporte. Hay quien dice que para eso lo inventaron.

Entiendo que esto de las apuestas participa de un sabio espíritu democrático, ya que, como decía Mark Twain, «Si todo el mundo pensara igual no habría carreras de caballos».

Creamos incluso un tipo de boleto donde imprimíamos las apuestas que considerábamos más interesantes para cada semana. Pero después de varios meses y de ver que no progresaba en volumen de juego, en parte porque el diseñador había conseguido que no se entendiese en qué consistía nuestra propuesta, decidimos dejarlo para más adelante, para cuando estuviera más cerca una esperada normativa europea sobre apuestas (y diseños).

A lo que sí dediqué tiempo y esfuerzos dentro del terreno de la apuesta deportiva fue a las quinielas, quizá el único juego enraizado en la sociedad española, al margen de las imposibles loterías. Dos temporadas estuve estudiándolas y viendo la posibilidad de luchar contra el resto de los jugadores, pues es contra ellos y no contra la organización contra los que se apuesta. El Estado organiza, no corre riesgos, y se lleva la insólita cantidad del 45 por ciento de lo recaudado, es decir, dieciséis veces más que el casino con el juego de la ruleta. ¿Jugarían los apostantes tan mal como para poder recuperar este insólito cobro de la «casa»? Resultó que la mayor parte de las veces hay ventaja porque casi todos los jugadores apuestan a los mismos resultados, que casi nunca salen (y que cuando lo hacen, reparten una ruina entre los ganadores). Desarrollé un programa que analizaba una por una las casi cinco millones de columnas que pueden salir para el acierto de los catorce resultados básicos. A cada combinación le asignaba un posible premio, que si compensaba su probabilidad hacía que ésta fuese considerada como rentable y, por tanto, seleccionada. Normalmente había unas trescientas mil columnas jugables. Por ejemplo, si una combinación tenía una probabilidad de salir de una entre un millón, ya que costaba cincuenta pesetas jugarla tenía que arrojar un posible premio de más de cincuenta millones. Si calculábamos que no era así, no la jugábamos.

La cantidad ideal de juego, lo máximo que se debía jugar con rentabilidad, eran unos quince millones de pesetas semanales, lo que representaba sesenta al mes y unos seiscientos millones por temporada: cifras casi imposibles de lograr, por muchos inversores que se pudieran reunir. Aun así hice cálculos que demostraban que se podía estar incluso dos temporadas sin recuperar la totalidad de la inversión, ya que el período «seguro» de juego era tres años. Lo que en la ruleta fijábamos en una semana y en el póquer en un mes, aquí se iba hasta las tres temporadas: confianza inhumana que no se le podía pedir a nadie.

Pero había un punto a favor, y era la tradición de jugar sin apenas ninguna técnica probabilística. Sólo se suele utilizar una somera técnica combinatoria, que no ayuda a rentabilizar, sino a ordenar. Puesto que la gente jugaba sin probabilidad clara de ganar, se podía intentar rentabilizar mejor ese dinero, que iba a ser jugado de todas formas con el componente esencial de la diversión. Y eso lo conseguí.

Una peña ya formada en temporadas anteriores me confió a mitad del año sus fondos fijos, que representaban unos cinco millones semanales, tuvimos suerte, acertamos cuatro veces catorce (dos de ellas con el quince), y después de ganar más de ciento cincuenta millones netos, al final de la temporada habíamos conseguido una rentabilidad del 525 por ciento del dinero realmente invertido.

La popularidad obtenida a través de los medios de comunicación, de boca en boca, la ayuda de Iván y una pequeña campaña de publicidad nos hizo llegar en la temporada siguiente a los soñados quince millones semanales. Yo advertía que había que jugar tres temporadas para ganar seguro. A mitad de esa segunda campaña nos quedamos con la mitad de los jugadores, después de una terrible racha de goles en últimos minutos y ese tipo de cosas que contamos los jugadores cuando perdemos. La tercera temporada volvimos a jugar unos cinco millones semanales (con esa cantidad habría que jugar unos seis años seguidos para garantizar ganancias), y al revés que en la primera ocasión, no hubo suerte y la peña acabó disolviéndose. Los jugadores originales habían pasado a obtener una rentabilidad de algo más del cien por cien en tres años, resultados modestos pero mejores que los que arrojó la bolsa en ese período.

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