La genealogía de la moral (2 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, —de aquella modificación que se dio cuando el hombre se encuentra definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz… Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no se ha curado hasta hoy: el sufrimiento del hombre por el hombre (véase luego, P. 95). Nietzsche considera asimismo que los dioses deben su origen a este sentimiento de deuda, de culpa (Schuld). Las viejas estirpes se sentían deudoras de sus antepasados. Y para pagarles su deuda (esto es, para redimir su culpa) les ofrecen sacrificios; cuanto mayor es la deuda, tanto más poderosos se presentan los dioses, hasta que, cuando se considera que la deuda es impagable, llegan los dioses a su máxima altura: al Dios único y omnipotente. Por eso, dice Nietzsche, el ateísmo consiste en no tener deudas (Un-schuld) con los dioses; es una segunda inocencia (Unschuld), una vuelta a una existencia pre-teológica. El final es abrupto: Mas ¿qué estoy diciendo? ¡Basta! ¡Basta! En este punto sólo una cosa me conviene, callar: de lo contrario atentaría contra algo que únicamente le está permitido… a Zaratustra el ateo (p. 110).

Sobre el Tratado tercero: ¿qué significan los ideales ascéticos?

Este tratado, el más amplio e importante de todos, comienza con burlas e ironías dolorosas sobre los artistas y, más en concreto, contra «Wagner y su Parsifal». Las opiniones de los artistas no tienen ningún valor, dice; ellos han sido siempre las ayudas de cámara de una moral, de una filosofía, o de una religión. Por tanto, el que unas veces alaben la sensualidad y otras la castidad, no demuestra más que su inconstancia, su veleidad. Después vienen algunos «relámpagos»; ¿por qué los filósofos se han sentido atraídos por el ideal ascético? Porque en él se encuentran insinuados ciertos puentes hacia la independencia. Porque pobreza, humildad y castidad (los tres votos sacerdotales, dice Nietzsche) son más propicios al filósofo que «la fama, los príncipes y las mujeres». A un filósofo se le reconoce en que se aparta de estas tres cosas brillantes y ruidosas. Nietzsche escribe entonces el asombroso § 8 en que con tremenda ironía comenta los «tres votos» del filósofo. El ascetismo duro y sereno, o, en otras palabras, el ideal ascético, fue algo favorable a la filosofía en sus comienzos. Le ayudó a dar sus primeros pasos en la tierra. Los hombres contemplativos fueron al comienzo despreciados —o temidos. Por ello el sacerdote-filósofo tuvo que hacerse temer, lo cual no podía conseguirse más que con la crueldad: crueldad consigo mismo (ascetismo), primero, y después, crueldad con los demás. A la sombra del sacerdote caminaba el filósofo: «el sacerdote ascético ha sido hasta ahora la larva repugnante y sombría del filósofo, la única forma bajo la cual se le permitía moverse en la tierra» (p. 134). Pero de ese gusano, de esa larva, ¿se ha liberado ya el filósofo en nuestro tiempo? Este es el gran problema y, sin duda alguna, el centro de todo este tratado. La respuesta de Nietzsche es negativa. Pero antes, una pregunta. Vayamos al cuerpo del asunto, dice Nietzsche: ¿cuál es el sentido del ideal ascético? ¿Cómo valoran los sacerdotes la vida, la realidad? De una manera negativa: sólo admiten la vida si ésta se niega a sí misma. Esta autocontradicción constituye la clave de la psicología sacerdotal; se da aquí una especie de «transvaloración de las verdades»: los sacerdotes llaman «verdadero» a un mundo inexistente, fingido por ellos, inventado por ellos, y en cambio niegan verdad y realidad a este mundo, el único existente. Y esta autocontradicción alcanza su voluptuosidad suprema cuando se llega al autoescarnio ascético de la razón, cuando se dice: «Existe un reino de la verdad y del ser, pero ¡justo la razón está excluida de él!» (p. 138). Mas esa contradicción, ese sinsentido tiene que ser algo provisional; no es una solución, sino «una mera palabra que tapa una vieja brecha del conocimiento humano» (p. 139). El ideal ascético, dice Nietzsche, nace del instinto de protección y de salud, de una raza que degenera. El hombre enfermo pide una explicación de su dolor, y sólo encuentra a uno que se la dé: el sacerdote. La nueva verdad de este tercer tratado es la siguiente: el sacerdote es un médico que envenena las heridas de sus enfermos al curarlas. Y todo esto ha ocurrido porque en la tierra no ha existido hasta el momento más que un único ideal. «Pero el hombre prefiere querer incluso la nada a no querer» (pp. 113 y 185). Más ahora, añade Nietzsche, hay un nuevo ideal: el del superhombre.

Genealogía e interpretación

Estos tres tratados son tres obras maestras de la interpretación. Para realizar una interpretación hace falta, sin embargo, un arte de la misma, es decir, una hermenéutica. En innumerables pasajes de esta obra ofrece Nietzsche múltiples indicaciones teóricas sobre lo que ella debe ser gnoseológicamente. Pero no se contenta con teorizar sobre la misma, sino que los tres tratados son hermenéutica realizada. La interpretación (Deutung) es algo que a Nietzsche le viene de su pasado de filólogo, pero que él luego transpone a la filosofía. En sus manos, sin embargo, la interpretación adquiere un sentido radicalmente nuevo. No se trata sólo de examinar críticamente la verdad o falsedad de unas determinadas proposiciones, sino de desenmascarar ilusiones y autoengaños, es decir, de sospechar de aquello que se nos ofrece como verdadero. En este sentido es Nietzsche uno de los tres grandes de lo que se ha llamado «la escuela de la sospecha» (P. Ricoeur). Los otros dos serían Marx y Freud (no se olvide que la obra capital de este último se titula Traumdeutung, Interpretación de los sueños). Cada uno de estos tres maestros de la sospecha realiza su obra desde una perspectiva personal. En el caso de Nietzsche, puesto que su problema básico era el problema del valor, o, si se quiere, el de la transvaloración de todos los valores, su método de sospecha tenía que ser cabalmente la genealogía. La genealogía es, como muy bien ha visto G. Deleuze, «valor del origen y origen de los valores. La genealogía se opone al carácter absoluto de los valores y a su carácter relativo o utilitario. La genealogía significa el elemento diferencial de los valores, del cual deriva su valor mismo. La genealogía quiere decir, pues, origen y nacimiento, pero también diferencia o distancia en el origen». Al igual que en anteriores obras, el traductor ha añadido cierto número de notas que tienden sobre todo a mostrar el ambiente histórico y cultural del pensamiento de Nietzsche, así como a aclarar determinadas relaciones entre sus propias obras. En general las obras de Nietzsche están llenas de alusiones, tácitas la mayoría de las veces, y, otras pocas, indicadas. Si difícil resulta en ocasiones hallar la fuente de estas últimas, nada se diga de las alusiones tácitas, que quedan entregadas al olfato, a la memoria y hasta a la atención del lector. A pesar de esta dificultad, piensa el traductor que todas o casi todas las alusiones y citas están identificadas en las notas. Incluso ha tenido la fortuna de encontrar el pasaje de donde está tomada la asombrosa frase de Tomás de Aquino a que Nietzsche hace referencia en el § 15 del primer tratado (pp. 55-56). En ningún lugar había visto detectado ese pasaje, y por ello piensa haber enriquecido (con un grano de arena, claro está) la tradición de estas notas.

Kiek ut, mayo de 1971

Andrés Sánchez Pascual

[*] Friedrich Nietzsche, Ecce Homo. Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual (El Libro de Bolsillo, Alianza Editorial, núm. 346). Todas las citas de páginas se refieren a esta edición.

Prólogo

1. Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, —¿cómo iba a suceder que un día nos
encontrásemos
? Con razón se ha dicho: «Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón»
[1]
;
nuestro
tesoro está allí donde se asientan las colmenas de nuestro conocimiento. Estamos siempre en camino hacia ellas cual animales alados de nacimiento y recolectores de miel del espíritu, nos preocupamos de corazón propiamente de una sola cosa —de «llevar a casa» algo. En lo que se refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas «vivencias», —¿quién de nosotros tiene siquiera suficiente seriedad para ellas? ¿O suficiente tiempo? Me temo que en tales asuntos jamás hemos prestado bien atención «al asunto»: ocurre precisamente que no tenemos allí nuestro corazón —¡y ni siquiera nuestro oído! Antes bien, así como un hombre divinamente distraído y absorto a quien el reloj acaba de atronarle fuertemente los oídos con sus doce campanadas del mediodía, se desvela de golpe y se pregunta «¿qué es lo que en realidad ha sonado ahí?», así también nosotros nos frotamos a veces las orejas
después
de ocurridas las cosas y preguntamos, sorprendidos del todo, perplejos del todo, «¿qué es lo que en realidad hemos vivido ahí?», más aún, «¿quiénes
somos
nosotros en realidad?» y nos ponemos a contar con retraso, como hemos dicho, las doce vibrantes campanadas de nuestra vivencia, de nuestra vida, de nuestro
ser
—¡ay!, y nos equivocamos en la cuenta… Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos,
tenemos que
confundirnos con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que dice «cada uno es para sí mismo el más lejano»
[2]
, en lo que a nosotros se refiere no somos «los que conocemos»…

2. —Mis pensamientos sobre la
procedencia
de nuestros prejuicios morales —pues de ellos se trata en este escrito polémico— tuvieron su expresión primera, parca y provisional en esa colección de aforismos que lleva por título
Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres
, cuya redacción comencé en Sorrento durante un invierno que me permitió hacer un alto como hace un alto un viajero y abarcar con la mirada el vasto y peligroso país a través del cual había caminado mi espíritu hasta entonces. Ocurría esto en el invierno de 1876 a 1877; los pensamientos mismos son más antiguos. En lo esencial eran ya idénticos a los que ahora recojo de nuevo en estos tratados: —¡esperemos que ese prolongado intervalo les haya favorecido y que se hayan vuelto más maduros, más luminosos, más fuertes, más perfectos! El
hecho
de que yo me aferre a ellos todavía hoy, el que ellos mismos se hayan entre tanto unido entre sí cada vez con más fuerza, e incluso se hayan entrelazado y fundido, refuerza dentro de mí la gozosa confianza de que, desde el principio, no surgieron en mí de manera aislada, ni fortuita, ni esporádica, sino de una raíz común, de una
voluntad fundamental
de conocimiento, la cual dictaba sus órdenes en lo profundo, hablaba de un modo cada vez más resuelto y exigía cosas cada vez más precisas. Esto es, en efecto, lo único que conviene a un filósofo. No tenemos nosotros derecho a estar solos en algún sitio: no nos es lícito ni equivocarnos solos, ni solos encontrar la verdad. Antes bien, con la necesidad con que un árbol da sus frutos, así brotan de nosotros nuestros pensamientos, nuestros valores, nuestros síes y nuestros noes, nuestras preguntas y nuestras dudas— todos ellos emparentados y relacionados entre sí, testimonios de una
única
voluntad, de una
única
salud, de un
único
reino terrenal, de un
único
sol. —¿Os gustarán a
vosotros
estos frutos nuestros? —Pero ¡qué les importa eso a los árboles! ¡Qué nos importa eso a
nosotros los
filósofos!…

3. Dada mi peculiar inclinación a cavilar sobre ciertos problemas, inclinación que yo confieso a disgusto —pues se refiere a la
moral
, a todo lo que hasta ahora se ha ensalzado en la tierra como moral— y que en mi vida apareció tan precoz, tan espontánea, tan incontenible, tan en contradicción con mi ambiente, con mi edad, con los ejemplos recibidos, con mi procedencia, que casi tendría derecho a llamarla mi
a priori,
—tanto mi curiosidad como mis sospechas tuvieron que detenerse tempranamente en la pregunta sobre
qué origen
tienen propiamente nuestro bien y nuestro mal. De hecho, siendo yo un muchacho de trece años me acosaba ya el problema del origen del mal: a él le dediqué, en una edad en que se tiene «el corazón dividido a partes iguales entre los juegos infantiles y Dios»
[3]
, mi primer juego literario de niño, mi primer ejercicio de caligrafía filosófica —y por lo que respecta a la «solución» que entonces di al problema, otorgué a Dios, como es justo, el honor e hice de él el
Padre
del Mal
[4]
. ¿Es que me lo exigía precisamente
así
mi
a priori
? ¿aquel
a priori
nuevo, inmoral, o al menos inmoralista, y el ¡ay! tan antikantiano, tan enigmático «imperativo categórico» que en él habla y al cual desde entonces he seguido prestando oídos cada vez más, y no sólo oídos?… Por fortuna aprendí pronto a separar el prejuicio teológico del prejuicio moral, y no busqué ya el origen del mal por
detrás
del mundo. Un poco de aleccionamiento histórico y filológico, y además una innata capacidad selectiva en lo que respecta a las cuestiones psicológicas en general, transformaron pronto mi problema en este otro: ¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado?, ¿y
qué valor tienen ellos mismos
? ¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de indigencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, por el contrario, en ellos se manifiestan la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su confianza, su futuro? —Dentro de mí encontré y osé dar múltiples respuestas a tales preguntas, distinguí tiempos, pueblos, grados jerárquicos de los individuos, especialicé mi problema, las respuestas se convirtieron en nuevas preguntas, investigaciones, suposiciones y verosimilitudes: hasta que acabé por poseer un país propio, un terreno propio, todo un mundo reservado que crecía y florecía, unos jardines secretos, si cabe la expresión, de los que a nadie le era lícito barruntar nada… ¡Oh, qué
felices
somos nosotros los que conocemos, presuponiendo que sepamos callar durante suficiente tiempo!…

4. El primer estímulo para divulgar algo de mis hipótesis acerca del origen de la moral me lo dio un librito claro, limpio e inteligente, también sabihondo, en el cual tropecé claramente por vez primera con una especie invertida y perversa de hipótesis genealógicas, con su especie auténticamente
inglesa
, librito que me atrajo —con esa fuerza de atracción que posee todo lo que nos es antitético, todo lo que está en nuestros antípodas. El título del librito era El
origen de los sentimientos morales
; su autor, el doctor Paul Rée
[5]
; el año de su aparición, 1877. Acaso nunca haya leído yo algo a lo que con tanta fuerza haya dicho no dentro de mí, frase por frase, conclusión por conclusión, como a este libro; pero lo hacía sin el menor fastidio ni impaciencia. En la obra antes mencionada, en la cual estaba trabajando yo entonces, me referí, con ocasión y sin ella, a las tesis de aquél, no refutándolas —¡qué me importan a mí las refutaciones!—, sino, cual conviene a un espíritu positivo, poniendo, en lugar de lo inverosímil, algo más verosímil, y, a veces, en lugar de un error, otro distinto. Como he dicho, fue entonces la primera vez que yo saqué a luz aquellas hipótesis genealógicas a las que estos tratados van dedicados, con torpeza, que yo sería el último en querer ocultarme, y además sin libertad, y además sin disponer de un lenguaje propio para decir estas cosas propias, y con múltiples recaídas y fluctuaciones. En particular véase lo que en
Humano, demasiado humano
digo, pág. 51
[6]
, acerca de la doble prehistoria del bien y del mal (es decir, su procedencia de la esfera de los nobles y de los esclavos); asimismo lo que digo, págs. 119 y ss
[7]
, sobre el valor y la procedencia de la moral ascética; también, págs. 78, 82, y II, 35
[8]
, sobre la «eticidad de la costumbre», esa especie mucho más antigua y originaria de moral, que difiere
toto cælo
[totalmente] de la forma altruista de valoración (en la cual ve el doctor Rée, al igual que todos los genealogistas ingleses de la moral, la forma de valoración en sí); igualmente, pág. 74
[9]
;
El viajero
, página 29
[10]
;
Aurora
, pág. 99
[11]
, sobre la procedencia de la justicia como un compromiso entre quienes tienen aproximadamente el mismo poder (el equilibrio como presupuesto de todos los contratos y, por tanto, de todo derecho); además, sobre la procedencia de la pena,
El viajero
, págs. 25 y 34
[12]
, a la cual no le es esencial ni originaria la finalidad intimidatoria (como afirma el doctor Rée: —esa finalidad le fue agregada, antes bien, más tarde, en determinadas circunstancias, y siempre como algo accesorio, como algo sobreañadido).

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