La genealogía de la moral (3 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

5. En el fondo lo que a mí me interesaba precisamente entonces era algo mucho más importante que unas hipótesis propias o ajenas acerca del origen de la moral (o más exactamente: esto último me interesaba sólo en orden a una finalidad para la cual aquello es un medio entre otros muchos). Lo que a mí me importaba era el
valor
de la moral, —y en este punto casi el único a quien yo tenía que enfrentarme era mi gran maestro Schopenhauer
[13]
, al cual se dirige, como si él estuviera presente, aquel libro, la pasión y la secreta contradicción de aquel libro (pues también él era un «escrito polémico»). Se trataba en especial del valor de lo «no-egoísta», de los instintos de compasión, autonegación, autosacrificio, a los cuales cabalmente Schopenhauer había recubierto de oro, divinizado y situado en el más allá durante tanto tiempo, que acabaron por quedarle como los «valores en sí», y basándose en ellos
dijo no
a la vida y también a sí mismo. ¡Más justo contra
esos
instintos dejaba oír su voz en mí una suspicacía cada vez más radical, un escepticismo que cavaba cada vez más hondo! Justo en ellos veía yo el
gran
peligro de la humanidad, su más sublime tentación y seducción —¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?—, justo en ellos veía yo el comienzo del fin, la detención, la fatiga que dirige la vista hacia atrás, la voluntad volviéndose
contra
la vida, la última enfermedad anunciándose de manera delicada y melancólica: yo entendía que esa moral de la compasión, que cada día gana más terreno y que ha atacado y puesto enfermos incluso a los filósofos, era el síntoma más inquietante de nuestra cultura europea, la cual ha perdido su propio hogar, era su desvío ¿hacia un nuevo budismo?, ¿hacia un budismo de europeos?, ¿hacia el
nihilismo?
… Esta moderna preferencia de los filósofos por la compasión y esta moderna sobreestimación de la misma son, en efecto, algo nuevo: precisamente sobre la
carencia de valor
de la compasión habían estado de acuerdo hasta ahora los filósofos. Me limito a mencionar a Platón, Spinoza, La Rochefoucauld y Kant
[14]
, cuatro espíritus totalmente diferentes entre sí, pero conformes en un punto: en su menosprecio de la compasión—.

6. Este problema del
valor
de la compasión y de la moral de la compasión (—yo soy un adversario del vergonzoso reblandecimiento moderno de los sentimientos—) parece ser en un primer momento tan sólo un asunto aislado, un signo de interrogación solitario; mas a quien se detenga en esto una vez y
aprenda
a hacer preguntas aquí, le sucederá lo que me sucedió a mí: —se le abre una perspectiva nueva e inmensa, se apodera de él, como un vértigo, una nueva posibilidad, surgen toda suerte de desconfianzas, de suspicacias, de miedos, vacila la fe en la moral, en toda moral, —finalmente se deja oír una
nueva exigencia
. Enunciémosla: necesitamos una
crítica
de los valores morales,
hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores
––y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron (la moral como consecuencia, como síntoma, como máscara, como tartufería, como enfermedad, como malentendido; pero también la moral como causa, como medicina, como estímulo, como freno, como veneno), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido ni tampoco se lo ha siquiera deseado. Se tomaba el valor de esos «valores» como algo dado, real y efectivo, situado más allá de toda duda; hasta ahora no se ha dudado ni vacilado lo más mínimo en considerar que el «bueno» es superior en valor a «el malvado»
[15]
, superior en valor en el sentido de ser favorable, útil, provechoso para el hombre como tal (incluido el futuro del hombre). ¿Qué ocurriría si la verdad fuera lo contrario? ¿Qué ocurriría si en el «bueno» hubiese también un síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una seducción, un veneno, un narcótico, y que
por
causa de esto el presente viviese tal vez
a costa del futuro
? ¿Viviese quizá de manera más cómoda, menos peligrosa, pero también con un estilo inferior, de modo más bajo?… ¿De tal manera que justamente la moral fuese culpable de que jamás se alcanzasen
una potencialidad y una magnificencia sumas
, en sí posibles, del tipo hombre? ¿De tal manera que justamente la moral fuese el peligro de los peligros?…

7. Esto fue suficiente para que, desde el momento en que se me abrió tal perspectiva, yo buscase a mi alrededor camaradas doctos, audaces y laboriosos (todavía hoy los busco). Se trata de recorrer con preguntas totalmente nuevas y, por así decirlo, con nuevos
ojos
, el inmenso, lejano y tan recóndito país de la moral —de la moral que realmente ha existido, de la moral realmente vivida—: ¿y no viene esto a significar casi lo mismo que
descubrir
por vez primera tal país?… Si aquí pensé, entre otros, también en el mencionado doctor Rée se debió a que yo no dudaba en absoluto de que la naturaleza misma de sus interrogaciones le empujaría hacia una metódica más adecuada, con el fin de obtener respuestas. ¿Me engañé en este punto? En todo caso, mi deseo era proporcionar a una mirada tan aguda y tan imparcial como aquélla una dirección mejor, la dirección hacia la efectiva
historia de la moral, y
ponerla en guardia, en tiempo todavía oportuno, contra esas hipótesis inglesas que se pierden
en el azul
del cielo. ¡Pues resulta evidente cuál color ha de ser cien veces más importante para un genealogista de la moral que justamente el azul; a saber,
el gris
, quiero decir, lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo efectivamente existido, en una palabra, toda la larga y difícilmente descifrable escritura jeroglífica del pasado de la moral humana! —
Este
pasado era desconocido para el doctor Rée; pero él había leído a Darwin: y así en sus hipótesis la bestia darwiniana y el modernísimo y comedido alfeñique de la moral, que «ya no muerde», se tienden gentilmente la mano de un modo que, cuando menos, resulta entretenido, mostrando el último en su rostro la expresión de una cierta indolencia bondadosa y delicada, en la que se entremezcla también una pizca de pesimismo, de cansancio: como si en realidad no compensase en absoluto el tomar tan en serio tales cosas —los problemas de la moral—. A mí, por el contrario, me parece que no hay ninguna cosa que compense tanto tomarla en serio; de esa compensación forma parte, por ejemplo, el que alguna vez se nos permita tomarla
con jovialidad
. Pues, en efecto, la jovialidad, o, para decirlo en mi lenguaje,
la gaya ciencia
—es una recompensa: la recompensa de una seriedad prolongada, valiente, laboriosa y subterránea, que, desde luego, no es cosa de cualquiera. Pero el día en que podamos decir de todo corazón: «¡Adelante! ¡También nuestra vieja moral forma parte
de la comedia!
», habremos descubierto un nuevo enredo y una nueva posibilidad para el drama dionisíaco del «destino del alma» —¡y ya él sacará provecho de ello, sobre esto podemos apostar, él, el grande, viejo y eterno autor de la comedia de nuestra existencia!…

8. —Si este escrito resulta incomprensible para alguien y llega mal a sus oídos, la culpa, según pienso, no reside necesariamente en mí. Este escrito es suficientemente claro, presuponiendo lo que yo presupongo, que se hayan leído primero mis escritos anteriores y que no se haya escatimado algún esfuerzo al hacerlo: pues, desde luego, no son fácilmente accesibles. En lo que se refiere a mi
Zaratustra
, por ejemplo, yo no considero conocedor del mismo a nadie a quien cada una de sus palabras no le haya unas veces herido a fondo y, otras, encantado también a fondo
[16]
: sólo entonces le es lícito, en efecto, gozar del privilegio de participar con respeto en el elemento alciónico
[17]
de que aquella obra nació, en su luminosidad, lejanía, amplitud y certeza solares. En otros casos la forma aforística produce dificultad: se debe esto a que hoy
no se da suficiente importancia
a tal forma. Un aforismo, si está bien acuñado y fundido, no queda ya «descifrado» por el hecho de leerlo; antes bien, entonces es cuando debe comenzar su
interpretación, y
para realizarla se necesita un arte de la misma. En el tratado tercero de este libro he ofrecido una muestra de lo que yo denomino «interpretación» en un caso semejante: —ese tratado va precedido de un aforismo, y el tratado mismo es un comentario de él. Desde luego, para practicar de este modo la lectura como arte se necesita ante todo una cosa que es precisamente hoy en día la más olvidada —y por ello ha de pasar tiempo todavía hasta que mis escritos resulten «legibles»—, una cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no «hombre moderno»:
el rumiar

Sils-Maria, Alta Engadina, julio de 1887

Friedrich Nietzsche

Tratado Primero: «Bueno y malvado», «bueno y malo»

1

Esos psicólogos ingleses, a quienes hasta ahora se deben también los únicos ensayos de construir una historia genética de la moral, —en sí mismos nos ofrecen un enigma nada pequeño; lo confieso, justo por tal cosa, por ser enigmas de carne y hueso, aventajan en algo esencial a sus libros
—¡ellos mismos son interesantes
! Esos psicólogos ingleses —¿qué es lo que propiamente desean? Queramos o no queramos, los encontramos aplicados siempre a la misma obra, a saber, la de sacar al primer término la
partie honteuse
[parte vergonzosa] de nuestro mundo interior y buscar lo propiamente operante, lo normativo, lo decisivo para el desarrollo, justo allí donde el orgullo intelectual menos
desearía
encontrarlo (por ejemplo, en la
vis inertiae
[fuerza inercial] del hábito, o en la capacidad de olvido, o en una ciega y casual concatenación y mecánica de ideas, o en algo puramente pasivo, automático, reflejo, molecular y estúpido de raíz) —¿qué es lo que en realidad empuja a tales psicólogos a ir siempre justo en
esa
dirección? ¿Es un instinto secreto, taimado, vulgar, no confesado tal vez a sí mismo, de empequeñecer al hombre? ¿O quizá una suspicacia pesimista, la desconfianza propia de idealistas desengañados, ofuscados, que se han vuelto venenosos y rencorosos? ¿O una hostilidad y un rencor pequeños y subterráneos contra el cristianismo (y Platón), que tal vez no han salido nunca más allá del umbral de la conciencia? ¿O incluso un lascivo gusto por lo extraño, por lo dolorosamente paradójico, por lo problemático y absurdo de la existencia? ¿O, en fin, —algo de todo, un poco de vulgaridad, un poco de ofuscación, un poco de anticristianismo, un poco de comezón e imperiosa necesidad de pimienta?… Pero se me dice que son sencillamente ranas viejas, frías, aburridas, que andan arrastrándose y dando saltos en torno al hombre, dentro del hombre, como si aquí se encontraran exactamente en su elemento propio, esto es, en una
ciénaga
. Con repugnancia oigo decir esto, más aún, no creo en ello; y si es lícito desear cuando no es posible saber, yo deseo de corazón que en este caso ocurra lo contrario, —que esos investigadores y microscopistas del alma sean en el fondo animales valientes, magnánimos y orgullosos, que saben mantener refrenados tanto su corazón como su dolor y que se han educado para sacrificar todos los deseos a la verdad, a toda verdad, incluso a la verdad simple, áspera, fea, repugnante, no-cristiana, no-moral… Pues existen verdades tales—.

2

¡Todo nuestro respeto, pues, por los buenos espíritus que acaso actúen en esos historiadores de la moral! Mas ¡lo cierto es, por desgracia, que les falta, también a ellos, el
espíritu histórico
, que han sido dejados en la estacada precisamente por todos los buenos espíritus de la ciencia histórica! Como es ya viejo uso de filósofos, todos ellos piensan de una manera
esencialmente
a-histórica; de esto no cabe ninguna duda. La chatedad de su genealogía de la moral aparece ya en el mismo comienzo, allí donde se trata de averiguar la procedencia del concepto y el juicio «bueno». «Originariamente —decretan— acciones no egoístas fueron alabadas y llamadas buenas por aquellos a quienes se tributaban, esto es, por aquellos a quienes resultaban
útiles
, más tarde ese origen de la alabanza se
olvidó, y
las acciones no egoístas, por el simple motivo de que,
de acuerdo con el hábito
, habían sido alabadas siempre como buenas, fueron sentidas también como buenas —como si fueran en sí algo bueno». Se ve en seguida que esta derivación contiene ya todos los rasgos típicos de la idiosincrasia de los psicólogos ingleses—, tenemos aquí «la utilidad», «el olvido», «el hábito» y, al final, «el error», todo ello como base de una apreciación valorativa de la que el hombre superior había estado orgulloso hasta ahora como de una especie de privilegio del hombre en cuanto tal. Ese orgullo
debe
ser humillado, esa apreciación valorativa debe ser desvalorizada: ¿se ha conseguido esto?… Para mí es evidente, primero, que esta teoría busca y sitúa en un lugar falso el auténtico hogar nativo del concepto «bueno»: ¡el juicio «bueno» no procede de aquellos a quienes se dispensa «bondad»! Antes bien, fueron «los buenos» mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este
pathos de la distancia
es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores: ¡qué les importaba a ellos la utilidad! El punto de vista de la utilidad resulta el más extraño e inadecuado de todos precisamente cuando se trata de ese ardiente manantial de supremos juicios de valor ordenadores del rango, destacadores del rango: aquí el sentimiento ha llegado precisamente a lo contrario de aquel bajo grado de temperatura que es el presupuesto de toda prudencia calculadora, de todo cálculo utilitario, —y no por una vez, no en una hora de excepción, sino de modo duradero. El
pathos
de la nobleza y de la distancia, como hemos dicho, el duradero y dominante sentimiento global y radical de una especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con un «abajo»
—éste
es el origen de la antítesis «bueno» y «malo». (El derecho del señor a dar nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir también el origen del lenguaje como una exteriorización de poder de los que dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian, por así decirlo). A este origen se debe el que, de antemano, la palabra «bueno» no esté en modo alguno ligada necesariamente a acciones «no egoístas»: como creen supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral. Antes bien, sólo cuando los juicios aristocráticos de valor
declinan
es cuando la antítesis «egoísta» «no egoísta» se impone cada vez más a la conciencia humana, —para servirme de mi vocabulario, es
el instinto de rebaño
el que con esa antítesis dice por fin su palabra (e incluso
sus palabras
). Pero aun entonces ha de pasar largo tiempo hasta que de tal manera predomine ese instinto, que la apreciación de los valores morales quede realmente prendida y atascada en dicha antítesis (como ocurre, por ejemplo, en la Europa actual: hoy el prejuicio que considera que «moral», «no egoísta», «
désintéressé
» son conceptos equivalentes domina ya con la violencia de una «idea fija» y de una enfermedad mental).

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