La genealogía de la moral (6 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

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—En este punto no me es ya posible reprimir un sollozo y una última esperanza. ¿Qué es esto que, precisamente a mí, me resulta del todo insoportable? ¿Esto de lo que sólo yo no puedo librarme, y que me ahoga y me consume? ¡Aire viciado! ¡Aire viciado! El hecho de que algo mal constituido se allega a mí; ¡el verme obligado a oler las entrañas de un alma mal constituida!… ¿Qué es, por otra parte, lo que en materia de miseria, de privaciones, de mal clima, de enfermedades, de fatigas y de soledad no soportamos? En el fondo nos sobreponemos a todo lo demás, puesto que hemos nacido para una existencia subterránea y combativa; una y otra vez salimos a la luz, una y otra vez experimentamos la hora áurea del triunfo, —y en ese momento aparecemos tal como nacimos, inquebrantables, tensos, dispuestos a conquistar algo nuevo, algo más difícil, algo más lejano todavía, como un arco a quien las privaciones lo único que hacen es ponerlo más tirante—. Pero de vez en cuando —y suponiendo que existan protectoras celestiales, situadas más allá del bien y del mal concededme una mirada, otorgadme que pueda echar una única mirada tan sólo a algo perfecto, a algo totalmente logrado, feliz, poderoso, victorioso, en lo que todavía haya algo que temer! ¡Una mirada a un hombre que justifique al hombre, una mirada a un caso afortunado que complemente y redima al hombre, por razón del cual me sea lícito conservar
la fe en el hombre!
… Pues así están las cosas: el empequeñecimiento y la nivelación del hombre europeo encierran nuestro máximo peligro, ya que esa visión cansa… Hoy no vemos nada que aspire a ser más grande, barruntamos que descendemos cada vez más abajo, más abajo, hacia algo más débil, más manso, más prudente, más plácido, más mediocre, más indiferente, más chino, más cristiano —el hombre, no hay duda, se vuelve cada vez «mejor»… Justo en esto reside la fatalidad de Europa al perder el miedo al hombre hemos perdido también el amor a él, el respeto a él, la esperanza en él, más aún, la voluntad de él. Actualmente la visión del hombre cansa —¿qué es hoy el nihilismo si no es eso?… Estamos cansados de
el hombre

13

—Mas volvamos atrás: el problema del
otro
origen de lo «bueno», el problema de lo bueno tal como se lo ha imaginado el hombre del resentimiento exige llegar a su final. —El que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar: sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a mal a aquéllas el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí «estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un corderito, —¿no debería ser bueno?», nada hay que objetar a este modo de establecer un ideal, excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras no estamos enfadadas en absoluto con esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero»—. Exigir de la fortaleza que no sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza. Un
quantum
de fuerza es justo un tal
quantum
de pulsión, de voluntad, de actividad —más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello se debe tan sólo a la seducción del lenguaje (y de los errores radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el cual entiende y mal entiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un «sujeto». Es decir, del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un
hacer
, como la acción de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que
fuera dueño de exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza
. Pero tal sustrato no existe; no hay ningún «ser» detrás del hacer, del actuar, del devenir; «el agente» ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer; cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale a un hacer-hacer: el mismo acontecimiento lo pone primero como causa y luego, una vez más, como efecto de aquélla. Los investigadores de la naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen «la fuerza mueve, la fuerza causa» y cosas parecidas, —nuestra ciencia entera, a pesar de toda su frialdad, de su desapasionamiento, se encuentra sometida aún a la seducción del lenguaje y no se ha desprendido de los hijos falsos que se le han infiltrado, de los «sujetos» (el átomo, por ejemplo, es uno de esos hijos falsos, y lo mismo ocurre con la kantiana «cosa en sí»): nada tiene de extraño el que las reprimidas y ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio aprovechen en favor suyo esa creencia e incluso, en el fondo, ninguna otra sostengan con mayor fervor que la de que
el fuerte es libre
de ser débil, y el ave de rapiña, libre de ser cordero: —con ello conquistan, en efecto, para sí el derecho de
imputar
al ave de rapiña ser ave de rapiña… Cuando los oprimidos, los pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de la impotencia: «¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos! Y bueno es todo el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la venganza a Dios, el cual se mantiene en lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado, y exige poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los humildes, los justos»— esto, escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en realidad más que lo siguiente: «Nosotros los débiles somos desde luego débiles; conviene que no hagamos nada
para lo cual no somos bastante fuertes
»— pero esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos (los cuales, cuando el peligro es grande, se fingen muertos para no hacer nada «de más»), se ha vestido, gracias a ese arte de falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia, con el esplendor de la virtud renunciadora, callada, expectante, como si la debilidad misma del débil —es decir, su
esencia, su
obrar, su entera, única, inevitable, indeleble realidad— fuese un logro voluntario, algo querido, elegido, una
acción
, un
mérito
. Por un instinto de autoconservación, de autoafirmación, en el que toda mentira suele santificarse, esa especie de hombre
necesita
creer en el «sujeto» indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo más popular,
el alma
) ha sido hasta ahora en la tierra el mejor dogma, tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar su ser-así-y-así como
mérito
.

14

—¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, al misterio de cómo se
fabrican ideales
en la tierra? ¿Quién tiene valor para ello?… ¡Bien! He aquí la mirada abierta a ese oscuro taller. Espere usted un momento, señor Indiscreción y Temeridad: su ojo tiene que habituarse antes a esa falsa luz cambiante… ¡Así! ¡Basta! ¡Hable usted ahora! ¿Qué ocurre allá abajo? Diga usted lo que ve, hombre de la más peligrosa curiosidad —ahora soy yo el que escucha—.

—«No veo nada, pero oigo tanto mejor. Es un chismorreo y un cuchicheo cauto, pérfido, quedo, procedente de todas las esquinas y rincones. Me parece que esa gente miente; una dulzona suavidad se pega a cada sonido. La debilidad debe ser mentirosamente transformada en
mérito
, no hay duda —es como usted lo decía»—.

—¡Siga!

—«…y la impotencia, que no toma desquite, en “bondad”; la temerosa bajeza, en “humildad”; la sumisión a quienes se odia, en “obediencia” (a saber, obediencia a alguien de quien dicen que ordena esa sumisión, —Dios le llaman). Lo inofensivo del débil, la cobardía misma, de la que tiene mucha, su estar-aguardando-a-la-puerta, su inevitable tener-que aguardar, recibe aquí un buen nombre, el de “paciencia”, y se llama también la virtud; el no-poder-vengarse se llama no-querer-vengarse, y tal vez incluso perdón (“pues
ellos
no saben lo que hacen
[29]
—¡únicamente nosotros sabemos lo que
ellos
hacen!). También habla esa gente del “amor a los propios enemigos”
[30]
—y entre tanto suda».

—¡Siga!

—«Son miserables, no hay duda, todos esos chismorreadores y falsos monederos de las esquinas, aunque están acurrucados calentándose unos junto a otros —pero me dicen que su miseria es una elección y una distinción de Dios, que a los perros que más se quiere se los azota; que quizás esa miseria sea también una preparación, una prueba, una ejercitación, y acaso algo más —algo que alguna vez encontrará su compensación, y será pagado con enormes intereses en oro, ¡no!, en felicidad. A eso lo llaman “la bienaventuranza”».

—¡Siga!

—«Ahora me dan a entender que ellos no sólo son mejores que los poderosos, que los señores de la tierra, cuyos esputos ellos tienen que lamer (
no
por temor, ¡de ninguna manera por temor!, sino porque Dios manda honrar toda autoridad)
[31]
,— que ellos no sólo son mejores, sino que también “les va mejor”, o, en todo caso, alguna vez les irá mejor. Pero ¡basta!, ¡basta! Ya no lo soporto más. ¡Aire viciado! ¡Aire viciado! Ese taller donde se
fabrican ideales
—me parece que apesta a mentiras».

—¡No! ¡Un momento todavía! Aún no nos ha dicho usted nada de la obra maestra de esos nigromantes que con todo lo negro saben construir blancura, leche e inocencia: —¿no ha observado usted cuál es su perfección suma en el refinamiento, su audacísima, finísima, ingeniosísima, mendacísima estratagema de artista? ¡Atienda! Esos animales de sótano, llenos de venganza y de odio —¿qué hacen precisamente con la venganza y con el odio? ¿Ha oído usted alguna vez esas palabras? Si sólo se fiase usted de lo que ellos dicen, ¿barruntaría que se encuentra en medio de hombres del resentimiento?…

—«Comprendo, vuelvo a abrir los oídos (¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, y cierro la nariz). Sólo ahora oigo lo que ya antes decían con tanta frecuencia: “nosotros los buenos —
nosotros somos los justos”
— a lo que ellos piden no lo llaman desquite, sino “el triunfo de la
justicia
”; a lo que ellos odian no es a su enemigo, ¡no!, ellos odian la
“injusticia
”, el “ateísmo”; lo que ellos creen y esperan no es la esperanza de la venganza, la embriaguez de la dulce venganza (—“más dulce que la miel”, la llamaba ya Homero)
[32]
, sino la victoria de Dios, del Dios
justo
sobre los ateos; lo que a ellos les queda para amar en la tierra no son sus hermanos en el odio, sino sus “hermanos en el amor”
[33]
, como ellos dicen, todos los buenos y justos de la tierra».

—¿Y cómo llaman a aquello que les sirve de consuelo contra todos los sufrimientos de la vida —su fantasmagoría de la anticipada bienaventuranza futura?

—«¿Cómo? ¿Oigo bien? A eso lo llaman “el juicio final”, la llegada de su reino, el de
ellos
, del “reino de Dios” —pero
entre tanto
viven “en la fe”, “en el amor”, “en la esperanza”
[34]
». —¡Basta! ¡Basta!

15

¿En la fe en qué? ¿En el amor a qué? ¿En la esperanza de qué? —Esos débiles— alguna vez, en efecto, quieren ser también
ellos
los fuertes, no hay duda, alguna vez debe llegar también su reino —nada menos que «el reino de Dios» lo llaman entre ellos, como hemos dicho: ¡son, desde luego, tan humildes en todo! Para presenciar
esto
se necesita vivir largo tiempo, más allá de la muerte, —en efecto, la vida eterna se necesita para poder resarcirse también eternamente, en el «reino de Dios», de aquella vida terrena «en la fe, en el amor, en la esperanza». ¿Resacirse de qué? ¿Resacirse con qué?… A mí me parece que Dante cometió un grosero error al poner, con horrorosa ingenuidad, sobre la puerta de su infierno la inscripción «también a mí me creó el amor eterno»
[35]
: —sobre la puerta del paraíso cristiano y de su «bienaventuranza eterna» podría estar en todo caso, con mejor derecho, la inscripción «también a mí me creó el
odio eterno»—, ¡presuponiendo
que a una verdad le sea lícito estar colocada sobre la puerta que lleva a una mentira! Pues ¿qué es la bienaventuranza de aquel paraíso?… Quizá ya nosotros mismos lo adivinaríamos; pero es mejor que nos lo atestigue expresamente una autoridad muy relevante en estas cosas, Tomás de Aquino. «Beati in regno coelesti», dice con la mansedumbre de un cordero, «
videbunt poenas damnatorum, ut beatitudo illis magis complaceat
» [Los bienaventurados verán en el reino celestial las penas de los condenados, para que su bienaventuranza les satisfaga más]
[36]
. ¿O se quiere escuchar esto mismo en un tono más fuerte, de la boca, por ejemplo, de un triunfante padre de la Iglesia, el cual desaconsejaba a sus cristianos las crueles voluptuosidades de los espectáculos públicos —por qué, en realidad? «La fe nos ofrece, en efecto, muchas más cosas —dice,
de spectac
, c. 29 ss
.—, algo mucho más fuerte
; gracias a la redención disponemos, en efecto, de alegrías completamente distintas; en lugar de los atletas nosotros tenemos nuestros mártires; y si queremos sangre, bien, tenemos la sangre de Cristo… Mas ¡qué cosas nos esperan el día de su vuelta, de su triunfo!» —y ahora continúa así este visionario extasiado: «At enim supersunt alia spectacula, ille ultimus et perpetuus judicii dies, ille nationibus insperatus, ille derisus, cum tanta saeculi vetustas et tot ejus nativitates uno igne haurientur. Quae tunc spectaculi latitudo!
Quid admirer! Quid rideami Ubi gaudeam! Ubi exultem
, spectans tot et tantos reges, qui in coelum recepti nuntiabantur, cum ipso Jove et ipsis suis testibus in imis tenebris congemescentes! ltem praesides (los gobernadores de las provincias) persecutores dominici nominis saevioribus quam ipsi flammis saevierunt insultantibus contra Christianos liquescentes! Quos praeterea sapientes illos philosophos coram discipulis suis una conflagrantibus erubescentes, quibus nihil ad deum pertinere suadebant, quibus animas aut nullas aut non in pristina corpora redituras affirmabant! Etiam poetas non ad Rhadamanti nec ad Minois, sed ad inopinati Christi tribunal palpitantes! Tunc magis tragoedi audiendi, magis scilicet vocales (cuanto mejor sea la voz, peor gritarán) in sua propria calamitate; tunc histriones cognoscendi, solutiores multo per ignem, tunc spectandus auriga in flammea rota totus rubens, tunc xystici contemplandi non in gymnasiis, sed in igne jaculati, nisi quod ne tunc quidem illos velim vivos, ut qui malim ad eos potius conspectum
insatiasbilem
conferre, qui in dominum desaevierunt. `Hic este ille, dicam, fabri aut quaestuariae filius (como lo muestra todo lo que sigue, y en especial también esta designación, conocida por el Talmud, de la madre de Jesús, a partir de aquí Tertuliano habla a los judíos), sabbati destructor, Samarites et daemonium habens. Hic est, quem a Juda redemistis, hic est ille arundine et colaphis diverberatus, sputamentis dedecoratus, felle et aceto potatus. Hic est, quem clam discentes subripuerunt, ut resurrexisse dicatur vel hortulanus detraxit, ne lactucae suae frequentia commeantium laederentur. Ut talia spectes, ut
talibus exultes
, quis tibi praetor aut consul aut quaestor aut sacerdos de sua liberalitste praestabit? Et tamen haec jam habemos quodammodo per fidem spiritu imaginante repraesentata. Ceterum qualia illa sunt, quae nec oculus vidit nec auigs audivit nec in cor hominis ascenderunt? (1 Cor. 2, 9). Credo circo et utraque cavea (primera y cuarta fila, o, según otros, escena cómica y trágica) et omni stadio gratiora»*. —
Per fidem
: así está escrito.

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