Read La genealogía de la moral Online

Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La genealogía de la moral (5 page)

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—¿Pero no lo comprendéis? ¿No tenéis ojos para ver algo que ha necesitado dos milenios para alcanzar la victoria?… No hay en esto nada extraño: todas las cosas
largas
son difíciles de ver, difíciles de abarcar con la mirada. Pero
esto
es lo acontecido: del tronco de aquel árbol de la venganza y del odio, del odio judío —el odio más profundo y sublime, esto es, el odio creador de ideales, modificador de valores, que no ha tenido igual en la tierra—, brotó algo igualmente incomparable, un
amor nuevo
, la más profunda y sublime de todas las especies de amor: —¿y de qué otro tronco habría podido brotar?… Mas ¡no se piense que brotó acaso como la auténtica negación de aquella sed de venganza, como la antítesis del odio judío! ¡No, lo contrario es la verdad! Ese amor nació de aquel odio como su corona, como la corona triunfante, dilatada con amplitud siempre mayor en la más pura luminosidad y plenitud solar; y en el reino de la luz y de la altura ese amor perseguía las metas de aquel odio, perseguía la victoria, el botín, la seducción, con el mismo afán, por así decirlo, con que las raíces de aquel odio se hundían con mayor radicalidad y avidez en todo lo que poseía profundidad y era malvado. Ese Jesús de Nazaret, evangelio viviente del amor, ese «redentor» que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres, a los enfermos, a los pecadores —¿no era él precisamente la seducción en su forma más inquietante e irresistible, la seducción y el desvío precisamente hacia aquellos valores judíos y hacia aquellas innovaciones
judías
del ideal? ¿No ha alcanzado Israel, justamente por el rodeo de ese «redentor», de ese aparente antagonista y liquidador de Israel, la última meta de su sublime ansia de venganza? ¿No forma parte de la oculta magia negra de una política verdaderamente
grande
de la venganza, de una venganza de amplias miras, subterránea, de avance lento, precalculadora, el hecho de que Israel mismo tuviese que negar y que clavar en la cruz ante el mundo entero, como si se tratase de su enemigo mortal, al auténtico instrumento de su venganza, a fin de que «el mundo entero», es decir, todos los adversarios de Israel, pudieran morder sin recelos precisamente de ese cebo? ¿Y por otro lado, se podría imaginar en absoluto, con todo el refinamiento del espíritu, un cebo
más peligroso
? ¿Algo que iguale en fuerza atractiva, embriagadora, aturdidora, corruptora, a aquel símbolo de la «santa cruz», a aquella horrorosa paradoja de un «Dios en la cruz», a aquel misterio de una inimaginable, última, extrema crueldad y autocrucifixión de Dios
para salvación del hombre?
… Cuando menos, es cierto que
sub hoc signo
[bajo este signo] Israel ha venido triunfando una y otra vez, con su venganza y su transvaloración de todos los valores, sobre todos los demás ideales, sobre todos los ideales
más nobles.

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—«Mas ¡cómo sigue usted hablando todavía de ideales
más nobles
! Atengámonos a los hechos: el pueblo —o «los esclavos», o «la plebe», o «el rebaño», o como usted quiera llamarlo— ha vencido, y si esto ha ocurrido por medio de los judíos, ¡bien!, entonces jamás pueblo alguno tuvo misión más grande en la historia universal. «Los señores» están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido. Se puede considerar esta victoria a la vez como un envenenamiento de la sangre (ella ha mezclado las razas entre sí) —no lo niego; pero, indudablemente, esa intoxicación ha logrado éxito. La «redención» del género humano (a saber, respecto de «los señores») se encuentra en óptima vía; todo se judaiza, o se cristianiza, o se aplebeya a ojos vistas (¡qué importan las palabras!). La marcha de ese envenenamiento a través del cuerpo entero de la humanidad parece incontenible, su
tempo
[ritmo] y su paso pueden ser incluso, a partir de ahora, cada vez más lentos, más delicados, más inaudibles, más cautos —en efecto, hay tiempo… ¿Le corresponde todavía hoy a la Iglesia, en este aspecto, una tarea
necesaria
, posee todavía en absoluto un derecho a existir? ¿O se podría prescindir de ella?
Quaeritur
[se pregunta]. ¿Parece que la Iglesia refrena y modera aquella marcha, en lugar de acelerarla? Ahora bien, justamente eso podría ser su utilidad… Es seguro que la Iglesia se ha convertido poco a poco en algo grosero y rústico, que repugna a una inteligencia delicada, a un gusto propiamente moderno. ¿No debería, al menos, refinarse un poco?… Hoy, más que seducir, aleja. ¿Quién de nosotros sería librepensador si no existiera la Iglesia? La Iglesia es la que nos repugna, no su veneno… Prescindiendo de la Iglesia, también nosotros amamos el veneno…» —Tal es el epílogo de un «librepensador» a mi discurso, de un animal respetable, como lo ha demostrado de sobra, y, además, de un demócrata; hasta aquí me había escuchado, y no soportó el oírme callar. Pues en este punto yo tengo mucho que callar—.

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La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el
resentimiento
mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un «fuera», a un «otro», a un «no-yo»; y
ese
no es lo que constituye su acción creadora. Esta inversión de la mirada que establece valores —este
necesario
dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia sí— forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en absoluto actuar, —su acción es, de raíz, reacción. Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y brota espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse si a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo, —su concepto negativo, lo «bajo», «vulgar», «malo», es tan sólo un pálido contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo, totalmente impregnado de vida y de pasión, el concepto «¡nosotros los nobles, nosotros los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices!». Cuándo la manera noble de valorar se equivoca y peca contra la realidad, esto ocurre con relación a la esfera que no le es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento sé opone con aspereza: no comprende a veces la esfera despreciada por ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por otro lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del desprecio, del mirar de arriba abajo, del mirar con superioridad, aun presuponiendo que
falsee
la imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la falsificación con que el odio reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario
—in effigie
[en efigie], naturalmente—. De hecho en el desprecio se mezclan demasiada negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la vista y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo en sí mismo, como para estar en condiciones de transformar su objeto en una auténtica caricatura y en un espantajo. No se pasen por alto las
nuances
[matices] casi benévolas que, por ejemplo, la aristocracia griega pone en todas las palabras con que diferencia de sí al pueblo bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en ellas, azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de indulgencia, hasta el punto de que casi todas las palabras que convienen al hombre vulgar han terminado por quedar como expresiones para significar «infeliz», «digno de lástima» (véase δειλος [miedoso], δειλοιος [cobarde], πονηρός [vil], μοχδγρóς [mísero], las dos últimas caracterizan propiamente al hombre vulgar como esclavo del trabajo y animal de carga) —y cómo, por otro lado, «malo», «infeliz», no dejaron jamás de sonar al oído griego con un tono
único
, con un timbre en el que prepondera «infeliz»: y esto como herencia de la antigua manera de valorar más noble, aristocrática, la cual no reniega de sí misma ni siquiera en el desprecio (—a los filólogos recordémosles en qué sentido se usan οιζυρóς [miserable], ανολβος [desgraciado], τλήμων [resignado], δυςτυγειν [fracasar, tener mala suerte], ευμφορα [desdicha]). Los «bien nacidos» se
sentían
a sí mismos cabalmente como los «felices»; ellos no tenían que construir su felicidad artificialmente y, a veces, persuadirse de ella,
mentírsela
, mediante una mirada dirigida a sus enemigos (como suelen hacer todos los hombres del resentimiento); y asimismo, por ser hombres íntegros, repletos de fuerza y, en consecuencia,
necesariamente
activos, no sabían separar la actividad de la felicidad, —en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de ésta (de aquí procede el ευπραττειν [obrar bien, ser feliz])— todo esto muy en contraposición con la felicidad al nivel de los impotentes, de los oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y hostiles, en los cuales la felicidad aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento, quietud, paz, «sábado», distensión del ánimo y relajamiento de los miembros, esto es, dicho en una palabra, como algo
pasivo
. Mientras que el hombre noble vive con confianza y franqueza frente a sí mismo (γενναιος, «aristócrata de nacimiento», subraya la
nuance
[matiz] «franco» y también sin duda «ingenuo»), el hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y derecho consigo mismo. Su alma
mira de reojo; su
espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará necesariamente por ser
más inteligente
que cualquier raza noble, venerará también la inteligencia en una medida del todo distinta: a saber, como la más importante condición de existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: —en éstos precisamente no es la inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos
inconscientes
reguladores o incluso una cierta falta de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las almas nobles. El mismo resentimiento del hombre noble, cuando en él aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción inmediata y, por ello, no
envenena
: por otro lado, ni siquiera aparece en innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en todos los débiles e impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio los propios contratiempos, las propias
fechorías
—tal es el signo propio de naturalezas fuertes y plenas, en las cuales hay una sobreabundancia de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora, fuerza que también hace olvidar (un buen ejemplo de esto en el mundo moderno es Mirabeau, que no tenía memoria para los insultos ni para las villanías que se cometían con él, y que no podía perdonar por la única razón de que olvidaba). Un hombre así se sacude de un solo golpe muchos gusanos que en otros, en cambio, anidan subterráneamente; sólo aquí es también posible otra cosa, suponiendo que ella sea en absoluto posible en la tierra —el auténtico «
amor
a sus enemigos». ¡Cuánto respeto por sus enemigos tiene un hombre noble! —y ese respeto es ya un puente hacia el amor… ¡El hombre noble reclama para sí su enemigo como una distinción suya, no soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay nada que despreciar y sí
muchísimo
que honrar! En cambio, imaginémonos «el enemigo» tal como lo concibe el hombre del resentimiento —y justo en ello reside su acción, su creación: ha concebido el «enemigo malvado», «
el malvado», y
ello como concepto básico, a partir del cual se imagina también, como imagen posterior y como antítesis, un «bueno» —¡él mismo!…

11

¡Justo, pues, lo contrario de lo que ocurre en el noble, quien concibe el concepto fundamental «bueno» de un modo previo y espontáneo, es decir, lo concibe a base de sí mismo, y sólo a partir de él se forma una idea de «malo»! Este «malo» (
schlecht
) de origen noble, y aquel «malvado» (
bóse
), salido de la cuba cervecera del odio insaciado —el primero, una creación posterior, algo marginal, un color complementario, el segundo, en cambio, el original, el comienzo, la auténtica
acción
en la concepción de una moral de esclavos—, ¡cuán diferentes son estas dos palabras, «malo» (
schlecht) y
«malvado» (
böse
), que aparentemente se contraponen a un mismo concepto «bueno» (
gut
)! Mas no se trata del mismo concepto «bueno»: pregúntese, antes bien,
quién
es propiamente «malvado» en el sentido de la moral del resentimiento. Contestado con todo rigor:
precisamente
el «bueno» de la otra moral, precisamente el noble, el poderoso, el dominador, sólo que cambiado de color, interpretado y visto del revés por el ojo venenoso del resentimiento. Hay aquí una cosa que nosotros no queremos negar en modo alguno: quien a aquellos «buenos» los ha conocido tan sólo como enemigos, no ha conocido tampoco más que
enemigos malvados, y
aquellos mismos hombres que eran mantenidos tan rigurosamente a raya por la costumbre, el respeto, los usos, el agradecimiento y todavía más por la recíproca vigilancia, por la emulación
inter pares
[entre iguales], aquellos mismos hombres que, por otro lado, en su comportamiento recíproco mostraban tanta inventiva en punto a atenciones, dominio de sí, delicadeza, fidelidad, orgullo y amistad, —no son hacia fuera, es decir, allí donde comienza lo extranjero, la tierra extraña, mucho mejores que animales de rapiña dejados sueltos. Allí disfrutan la libertad de toda constricción social, en la selva se desquitan de la tensión ocasionada por una prolongada reclusión y encierro en la paz de la comunidad, allí
retornan
a la inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil, convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y que ensalzar. Resulta imposible no reconocer, a la base de todas estas razas nobles, el animal de rapiña, la magnífica
bestia rubia
, que vagabundea codiciosa de botín y de victoria; de cuando en cuando esa base oculta necesita desahogarse, el animal tiene que salir de nuevo fuera, tiene que retornar a la selva: —las aristocracias romana, árabe, germánica, japonesa, los héroes homéricos, los vikingos escandinavos— todos ellos coinciden en tal imperiosa necesidad. Son las razas nobles las que han dejado tras sí el concepto «bárbaro» por todos los lugares por donde han pasado; incluso en su cultura más excelsa se revelan una consciencia de ello y hasta un orgullo (por ejemplo, cuando Pericles dice a sus atenienses, en aquella famosa oración fúnebre, «hemos forzado a todas las tierras y a todos los mares a ser accesibles a nuestra audacia, dejando en todas partes monumentos imperecederos en bien
y en mal
»)
[26]
. Esta «audacia» de las razas nobles, que se manifiesta de manera loca, absurda, repentina, este elemento imprevisible e incluso inverosímil de sus empresas —Pericles destaca con elogio la ραδομια [despreocupación]
[27]
de los atenienses—, su indiferencia y su desprecio de la seguridad, del cuerpo, de la vida, del bienestar, su horrible jovialidad y el profundo placer que sienten en destruir, en todas las voluptuosidades del triunfo y de la crueldad —todo esto se concentró, para quienes lo padecían, en la imagen del «bárbaro», del «enemigo malvado», por ejemplo el «godo», el «vándalo». La profunda, glacial desconfianza que el alemán continúa inspirando también ahora tan pronto como llega al poder— representa aún un rebrote de aquel terror inextinguible con que durante siglos contempló Europa el furor de la rubia bestia germánica (aunque entre los antiguos germanos y nosotros los alemanes apenas subsista ya afinidad conceptual alguna y menos aún un parentesco de sangre). En otro sitio
[28]
he hecho notar la perplejidad experimentada por Hesiodo cuando meditaba sobre el decurso de las épocas culturales e intentaba expresarlas mediante el oro, la plata y el bronce: a la contradicción que le ofrecía el mundo de Homero, un mundo tan magnífico, pero, a la vez, tan horrible y tan brutal, no supo escapar más que dividiendo una
única
época en dos y colocándolas una a continuación de la otra —primero, la época de los héroes y semidioses de Troya y de Tebas, tal como aquel mundo había subsistido en la memoria de las estirpes nobles, que en ella tenían sus propios antecesores; y luego, la edad de bronce, tal como aquel mismo mundo aparecía a los descendientes de los sojuzgados, expoliados, maltratados, deportados, vendidos: como una edad de bronce, según hemos dicho, dura, fría, cruel, carente de sentimientos y de conciencia, una edad que todo lo tritura y lo salpica de sangre. Suponiendo que fuera verdadero algo que en todo caso ahora se cree ser «verdad», es decir, que el
sentido de toda cultura
consistiese cabalmente en sacar del animal rapaz «hombre», mediante la crianza, un
animal manso y
civilizado, un
animal doméstico
, habría que considerar sin ninguna duda que todos aquellos instintos de reacción y resentimiento, con cuyo auxilio se acabó por humillar y dominar a las razas nobles, así como todos sus ideales, han sido los auténticos
instrumentos de la cultura
; con ello, de todos modos, no estaría dicho aún que los
depositarios
de esos instintos representen también ellos mismos a la vez la cultura. Lo contrario sería, antes bien, no sólo verosímil —¡no!, ¡hoy es
evidente
! Esos depositarios de los instintos opresores y ansiosos de desquite, los descendientes de toda esclavitud europea y no europea, y en especial de toda población prearia —¡representan el
retroceso
de la humanidad! ¡Esos «instrumentos de la cultura» son una vergüenza del hombre y representan más bien una sospecha, un contraargumento contra la «cultura» en cuanto tal! Se puede tener todo derecho a no librarse del temor a la bestia rubia que habita en el fondo de todas las razas nobles y a mantenerse en guardia: mas ¿quién no preferiría cien veces sentir temor, si a la vez le es permitido admirar, a no sentir temor, pero con ello no poder sustraerse ya a la nauseabunda visión de los malogrados, empequeñecidos, marchitos, envenenados? ¿Y no es ésta
nuestra
fatalidad? ¿Qué es lo que hoy produce
nuestra
aversión contra «el hombre»? —pues nosotros
sufrimos
por el hombre, no hay duda.— No es el temor; sino, más bien, el que ya nada tengamos que temer en el hombre; el que el gusano «hombre» ocupe el primer plano y pulule en él; el que el «hombre manso», el incurablemente mediocre y desagradable haya aprendido a sentirse a sí mismo como la meta y la cumbre, como el sentido de la historia, como «hombre superior»—; más aún, el que tenga cierto derecho a sentirse así, en la medida en que se siente distanciado de la muchedumbre de los mal constituidos, enfermizos, cansados, agotados, a que hoy comienza Europa a apestar, y, por tanto, como algo al menos relativamente bien constituido, como algo al menos todavía capaz de vivir, como algo que al menos dice sí a la vida…

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