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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (35 page)

Todos sabían que lo que hacían era peligroso, ilegal y estúpido, y que no se librarían de una buena bronca en el próximo punto de control. Pero eran jóvenes, hacía una hermosa y alegre tarde y la idea les había parecido un disparate delicioso y divertido. Lo único que faltaba para rematar su temeraria aventura era unas bonitas jóvenes que admiraran su hazaña. Claro está, pensó Tommy, eso había ocurrido meses antes de que sus compañeros y él vieran de cerca las muertes atroces y solitarias que les aguardaban a muchos de ellos.

Miró a través del desierto pasillo del barracón 101 del Stalag Luft 13, evocando aquel momento y deseando experimentar de nuevo aquella sensación de euforia. Riesgo y alegría, en lugar de riesgo y temor. Pensó que eso era lo que la realidad de la guerra le había robado. La inocente despreocupación de la juventud.

Tommy emitió un profundo suspiro, borró el recuerdo de su memoria y echó a andar por el pasillo. Abrió la puerta y bajó los escalones de acceso al recinto. El sol le cegó durante unos momentos. Al alzar la mano para escudarse los ojos, vio a dos hombres situados a escasa distancia uno de otro, observándole. Uno era el capitán Walker Townsend, que había abandonado su guante de béisbol. El otro era el
Hauptmann
Heinrich Visser. Todo indicaba que habían estado conversando, pero su coloquio cesó en cuanto lo vieron aproximarse.

9
Cosas que no eran lo que aparentaban

A mediodía, Tommy había terminado de entrevistar a los restantes testigos que iban a declarar contra Lincoln Scott y todos le habían relatado fragmentos obvios de la misma historia, episodios de ira y enemistad entre los dos hombres que habían trascendido el campo de prisioneros de guerra y describían con elocuencia una situación muy conocida en Estados Unidos.

Todos los
kriegies
que figuraban en la lista de testigos del capitán Townsend habían presenciado el odio mutuo que sentían los dos hombres. Uno contó que había visto a Trader Vic tomar la Biblia de Scott y burlarse de él eligiendo al azar unos pasajes y aplicando interpretaciones racistas a las palabras del Señor, unos insultos que habían hecho que el aviador negro se sulfurase. Otro declaró que había visto a Scott rasgar por la mitad el trozo de tejido que posteriormente utilizó para confeccionar las asas de la sartén y el cuchillo. Un tercero afirmó que los dos hombres se habían peleado cuando Bedford había acusado a Scott del robo, y que el ágil aviador de Tuskegee había asestado a Vic un feroz derechazo que le había partido el labio superior. De haberle golpeado en la mandíbula, dijo el
kriegie
, Bedford habría caído redondo.

Mientras caminaba por el campo, enfrascado en sus pensamientos pese a la presencia de otros cinco mil aviadores americanos, Tommy fue sumando las declaraciones de cada testigo y comprendió que la seguridad mostrada por el capitán Townsend y el comandante Clark estaba más que fundada. Presentar a Scott como un asesino no iba a ser una tarea excesivamente difícil. Su negativa a amoldarse, su permanente actitud fría y distante harían sin duda que la mayoría de los
kriegies
lo creyera capaz de cometer un asesinato a sangre fría. No requería un gran esfuerzo de imaginación transformarlo de lobo solitario en asesino.

Tommy asestó una patada a la tierra y pensó que si Scott hubiera hecho amigos, si se hubiera mostrado simpático y comunicativo, la gran mayoría de los
kriegies
habría prescindido del color de su piel. Pero al distanciarse de todos desde el primer momento en que había llegado al Stalag Luft 13 —por justificado que estuviera al adoptar esa actitud—, Scott había creado terreno abonado para la tragedia. En un mundo donde todos peleaban con los mismos temores, enfermedades, muerte y soledad, y los mismos deseos, de comida y libertad, él se había comportado de modo distinto, y eso, tanto o más que el recelo que provocaba el color de su piel, constituía el motivo del odio que todos experimentaban hacia él.

Tommy estaba convencido de que el cargo de asesinato estaba respaldado por este antagonismo, el cual, desde el punto de vista de la acusación, probablemente constituía el noventa por ciento del caso. Tomadas conjuntamente las pruebas contra él, las manchas de sangre, el haberse ausentado del barracón la noche de autos y el hallazgo del cuchillo, componían un cuadro indudablemente adverso. Sólo al examinarlas por separado la sospecha de su culpabilidad se diluía un poco. No por completo, pensaba Tommy.

Una inquietante sospecha le roía el estómago vacío y se mordió el labio inferior, pensativo.

Se detuvo unos instantes para alzar la vista al cielo, como hace el penitente que busca una orientación divina. Le rodeaban los sonidos habituales del campo, pero éstos se desvanecieron al tiempo que él meditaba sobre la situación. Pensó que durante buena parte de su joven vida había dejado que los hechos se produjeran de forma espontánea. Creía ciegamente —aunque era un error— que había sido un participante pasivo en muchas de las cosas que le atañían. Su hogar, sus estudios, su servicio. Si había logrado sobrevivir hasta estos momentos se debía más a los designios del destino que a su propia iniciativa.

Comprendió que esa pasividad no seguiría funcionando mucho tiempo. Desde luego, no para Lincoln Scott.

Mientras caminaba meneó la cabeza y suspiró una y otra vez. Por más que venía dándole vueltas desde la mañana del crimen, seguía sin comprender por qué habían asesinado a Trader Vic. Y, en vista de su incapacidad de ofrecer al tribunal una explicación alternativa, Tommy pensó que las probabilidades que tenía Scott de salvarse eran escasas.

Unos rayos de sol se reflejaban sobre el muro exterior del barracón 105, haciendo que reluciera y pareciera casi nuevo. Tommy se acercó y se apoyó en la fachada del mismo, deslizándose con lentitud hasta sentarse en el suelo, con el rostro vuelto hacia el calor. Durante unos segundos el sol le abrasó los ojos, y hubo de llevarse la mano a la frente para protegérselos. Desde su sitio, veía el bosque a través de la alambrada. Percibió un sonido a lo lejos y ladeó la cabeza, tratando de identificarlo. Al cabo de un momento, reconoció el ocasional ruido estrepitoso y el impacto de un árbol talado al caer al suelo, y dedujo que más allá de la línea de oscuros árboles que marcaba el inicio del bosque se hallaban los prisioneros-esclavos desbrozando el terreno. Dentro de poco empezaría a dejarse oír el sonido de los martillos y las sierras a medida que avanzaran las obras de otro campo destinado a acoger más aviadores aliados, según le había contado Fritz Número Uno.

Tommy no dudaba que el persistente espectáculo de aparatos B-17 surcando el cielo de día y el grave estruendo de los ataques británicos sobre instalaciones vecinas y ferrocarriles significaba que los alemanes adquirían nuevas cuadrillas de obreros aliados con deprimente frecuencia.

Durante un buen rato, Tommy escuchó los lejanos sonidos provenientes del bosque. Dedujo que aquel trabajo agotador lo realizaban hombres desnutridos, enfermos, a punto de morir. Sintió un breve escalofrío al imaginar la vida de los prisioneros rusos. A diferencia de los pilotos aliados, no se alojaban en barracones, sino que acampaban, por duras que fueran las condiciones climáticas, en unas chabolas provisionales y bajo unas lonas llenas de agujeros que hacían las veces de tiendas de campaña, detrás de unos rollos de alambre de espino. Sin retretes. Ni cocinas. Sin refugios.

Vigilados por unos mastines feroces y unos guardias propensos a apretar el gatillo. Su cautiverio no se regía según las normas de la Convención de Ginebra. No era infrecuente oír el disparo de un fusil, o una ráfaga de ametralladora procedente del bosque, que indicaba a los
kriegies
que un ruso había hecho algo para precipitar su muerte inevitable.

Tommy reflexionó acerca de que la muerte puede equivaler a la libertad.

Luego contempló las imponentes alambradas de espino que rodeaban el Stalag Luft 13 y se dijo que el cautiverio debe de parecerles la muerte a algunos hombres que están encerrados aquí.

De pronto sintió una extraña contracción en el estómago, como si hubiera visto algo que lo hubiera sobresaltado. Miró de nuevo la alambrada. No era mal lugar, pensó. La torre de vigilancia situada al norte se hallaba a unos cincuenta metros y la del sur a setenta y cinco. Los reflectores no se solaparían por completo. Ni los campos de fuego pertenecientes a las ametralladoras instaladas a ambos lados de la torre de vigilancia. En todo caso, fue una simple deducción, porque él no era un experto en este tipo de detalles, como otros prisioneros.

Se dijo de pronto que si fuera un miembro del comité de fuga, pensaría seriamente en tratar de escaparse desde este lugar. Entrecerró los ojos, tratando de calcular la distancia hasta el bosque.

Cien metros, como mínimo. Un campo de fútbol. Aunque uno lograra atravesar la alambrada con unos alicates de fabricación casera, la distancia era excesiva para cualquiera que no estuviera dispuesto a jugárselo todo para alcanzar la libertad.

¿O no?

Tommy cogió un puñado de tierra suelta y arenosa y dejó que se deslizara entre sus dedos. No era una tierra propicia. Lo sabía por haber hablado con los hombres que habían tratado sin éxito de excavar un túnel. Demasiado dura y seca, demasiado inestable. Siempre se derrumbaba. Vulnerable a las exploraciones de los hurones. Tommy se estremeció ante la idea de excavar bajo la superficie.

Haría un calor sofocante, era un trabajo sucio y peligroso. De vez en cuando los hurones conducían un camión, cargado con hombres y material, que recorría traqueteando el perímetro del campo.

Creían que el peso haría que se desplomara cualquier túnel subterráneo. Un día, hacía más de un año, acertaron. Tommy recordaba la furia que dejaba entrever el rostro del coronel MacNamara al presenciar el fracaso de una ardua labor que había durado innumerables días y noches.

Era la misma expresión de rabia y desesperación que había mostrado el coronel hacía unas semanas, cuando los dos hombres que excavaban el túnel habían quedado sepultados vivos. Tommy miró por encima la alambrada de espino. Es imposible salir de aquí, pensó, salvo con los pies por delante.

Pero entonces, se paró a reflexionar.

De pronto vio a su izquierda a un oficial armado con un azadón metálico atendiendo un pequeño huerto, cultivando con esmero las hileras de tierra removida. Había varios huertecitos semejantes plantados a lo largo del barracón 106. Todos perfectamente atendidos.

Tierra, pensó Tommy, tierra fresca. Tierra fresca mezclada con la vieja.

Deseó ponerse de pie, para observar más de cerca, pero haciendo un gran esfuerzo por reprimir sus emociones y contener las ideas que se agolpaban en su mente, permaneció sentado.

Tommy respiró hondo, expeliendo el aire como un hombre que alcanza la superficie desde el fondo de un río o un lago profundo. Agachó la cabeza, fingiendo estar absorto en sus pensamientos, cuando en realidad no cesaba de mirar de un lado a otro, escudriñando la zona que le rodeaba. Sabía que alguien le observaba. Desde una ventana. Desde el campo de ejercicios. Desde el perímetro. No sabía a ciencia cierta quién era, pero sabía que le espiaban.

De improviso oyó un silbido procedente de delante del barracón, ese sonido agudo que en circunstancias más felices significaría que acababa de pasar una mujer guapa. Casi de inmediato, se oyó el sonido de un contenedor de basura metálico al cerrarse de golpe, otro ruido estrepitoso. A continuación oyó la voz de un
kriegie
gritando:
«Keindrinkwasser!»
con un claro acento nasal americano. «Alguien del Midwest», pensó Tommy.

Se estiró, como un hombre que ha descabezado un sueño, se puso en pie y se sacudió el pantalón.

Reparó en que el oficial que había estado atendiendo el huerto frente a donde se hallaba sentado había desaparecido, lo cual le picó su curiosidad, aunque procuró disimular que se había percatado de ello. Al cabo de unos momentos, Fritz Número Uno pasó frente al barracón. El hurón no se esforzaba en pasar inadvertido; sabía que su presencia había sido observada por los aviadores que aquel día cumplían la función de espías. Se limitaba a recordar a los
kriegies
que estaba allí, como de costumbre, y alerta. Al ver a Tommy, Fritz Número Uno se acercó a él.

—Teniente Hart —dijo sonriendo—, ¿tiene usted un cigarrillo para mí?

—Hola, Fritz —respondió Tommy—. Sí, a condición de que me acompañe al recinto británico.—En ese caso dos cigarrillos —replicó Fritz—. Uno por el viaje de ida y otro por el de vuelta.

—De acuerdo.

El alemán tomó un cigarrillo, lo encendió, dio una calada profunda y exhaló el humo con deleite.

—¿Cree que la guerra terminará pronto, teniente?

—No. Creo que durará eternamente.

El alemán sonrió, indicando con un ademán que se pusieran en marcha a través del campo hacia la puerta del recinto.

—En Berlín —dijo el hurón pausadamente— no hablan de otra cosa que de la invasión. Que es preciso repelerla.

—Parece que están preocupados —comentó Tommy.

—Tienen motivos de sobra para estarlo —repuso Fritz midiendo sus palabras—. Un día como éste sería perfecto —dijo alzando la vista hacia el firmamento—, ¿no cree, teniente? Para lanzar un ataque.

Esto es lo que Eisenhower, Montgomery y Churchill deben de estar planeando en Londres.

—No lo sé. Yo me limitaba a trazar el rumbo del avión. Esos caballeros no suelen consultarme cuando trazan sus planes. De todos modos, Fritz, planificar invasiones no es mi
hobby
.

—No entiendo el sentido de esa palabra. ¿Qué tiene que ver con las maniobras militares? —inquirió Fritz un tanto perplejo.

—Es una expresión, Fritz. Quiero decir que el tema ni me atrae ni soy un experto en él.

—¿Su
hobby
?

—Sí.

—Tomo nota.

Ambos hombres se dirigieron hacia los centinelas apostados junto a la puerta, quienes al verlos acercarse alzaron la cabeza.

—Me ha ayudado de nuevo, teniente. Algún día hablaré como un auténtico americano.

—No es lo mismo, Fritz.

—¿Lo mismo?

—No es lo mismo que ser un americano.

—Cada uno es lo que es, teniente Hart —replicó el hurón meneando la cabeza—. Sólo un idiota se disculpa y se niega a aprovecharse de las ventajas que se le presentan.

—Cierto —repuso Tommy.

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