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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (32 page)

—¡Vamos, Hart! ¡Dese prisa, coño!

«No es un túnel —se dijo Tommy—. No es una caja. Ni siquiera está bajo tierra. No es sino un espacio estrecho con el techo bajo. De día, no representaría ningún problema. Es como deslizarse debajo de un coche para reparar la transmisión.»

—¡Hart! —insistió Scott—. ¡Decídase de una vez!

Tommy comprendió que, al fin y al cabo, la idea de abandonar el dormitorio en plena noche había sido suya, así como la de encontrar el lugar del crimen. Se dijo que no tenía más remedio que hacerlo, así que, tratando febrilmente de borrar de su mente temores y temblores, fijando los ojos en la lejana salida, se introdujo debajo del edificio y comenzó a arrastrarse veloz, con el afán de un hombre desesperado.

Avanzó a rastras, arañando la tierra suelta de debajo del barracón. Se golpeó la cabeza contra las tablas, pero siguió adelante, sintiendo de pronto el amargo sabor del pánico, que amenazaba con paralizar todos sus músculos. Durante unos instantes, pensó que estaba perdido, que no llegaría a la salida. Imaginó que se ahogaba y luchó contra la ola de terror. Perdió la noción del tiempo, incapaz de discernir si llevaba segundos u horas en el pasadizo, y empezó a toser y a asfixiarse al tiempo que seguía avanzando. Se sentía abrumado por el pánico y temió perder el conocimiento, pero de pronto logró atravesar el pasadizo, rodando hacia delante. Scott lo sujetó y le ayudó a ponerse en pie.

—¡Joder, Hart! —murmuró el aviador negro—. ¿Qué demonios le ha ocurrido?

Tommy intentaba recuperar el resuello, como un hombre al que acaban de rescatar del mar embravecido.

—No puedo hacerlo —respondió—. No puedo meterme en espacios cerrados. Es claustrofobia. De verdad, no puedo hacerlo.

Las manos le temblaban y el sudor le chorreaba por las mejillas. Se estremeció, como si el aire de la noche hubiera refrescado de improviso.

—Tranquilo —dijo Scott rodeando los hombros de Tommy con un brazo—. Lo ha conseguido, lo ha hecho usted muy bien.

—Nunca más —replicó Tommy meneando la cabeza.

Respirando con dificultad, levantó la cabeza y escudriñó la oscuridad que les rodeaba. Era como hallarse en otro mundo, el haber llegado de repente al callejón entre dos barracones desconocidos.

Aunque en realidad había poca diferencia, le produjo una sensación rara, singular. Tommy contempló el corredor.

Entonces vio lo que esperaba.

Los barracones estaban dispuestos de forma típicamente alemana, en estrictas hileras. Pero el barracón 103, situado junto al extremo del 102, formaba un ligero ángulo. Como no habían retirado el tocón de un alto árbol que habían talado al desbrozar el terreno para construir el campo, habían tenido que construir el edificio más cerca del barracón contiguo. La estrecha V que formaba la extraña convergencia de ambos barracones, creaba un lugar oscuro, en sombra.

—Allí —dijo Tommy señalándolo con el dedo—. Vamos.

Los dos hombres reemprendieron el camino. Tommy vio un pequeño terreno cultivado y distinguió las formas de unas plantas. Pero la zona estaba aún más oscura que las otras, mejor protegida de la noche que los barracones instalados en el otro extremo. El techado ocultaba la luna.

El estrecho espacio parecía desafiar al reflector, que permanecía posado sobre el tejado de un barracón situado enfrente, derramando un poco de luz sobre los callejones, pero creando al mismo tiempo múltiples y densas sombras. La alambrada, con los guardias que vigilaban el perímetro y la torre de vigilancia donde se hallaban apostados los gorilas, describía un rodeo en torno a otros tocones comprendidos en el recinto. Este detalle llamó la atención de Tommy, que pensó que de día ese lugar sin duda recibía menos sol, motivo por el cual resultaba chocante que un
kriegie
lo eligiera para plantar un huerto.

Tommy reflexionó. Un lugar donde uno podía permanecer al acecho. Un lugar tranquilo. Muy oscuro. Avanzó unos pasos y luego se volvió, percatándose de que él permanecía oculto en la oscuridad, mientras que una persona que anduviera por el callejón sería localizada contra los distantes reflectores. Se dijo que aquél era buen lugar para quien esperaba cometer un asesinato.

Tommy experimentó una intensa satisfacción, aunque persistía una pregunta que empañaba su entusiasmo: «¿Qué hacía Trader Vic en ese lugar oscuro? ¿Qué le había atraído hasta allí, donde un hombre armado con un estilete esperaba para clavárselo por la espalda?»

Algo lo había atraído al lugar donde convergían los dos barracones. Algo que él no creía que entrañara peligro. O que podía resultar lucrativo. Ambas cosas eran posibles tratándose de Trader Vic. Pero allí le esperaba la muerte.

Tommy se volvió despacio, contemplando los barracones a su alrededor. Se postró sobre una rodilla, sintiendo el contacto de la tierra removida.

¿Pero por qué trasladó el asesino el cadáver? Era menos expuesto dejar el cuerpo de Vincent Bedford allí. A menos que en ese lugar hubiera algo que el asesino no quería que se descubriera.

—¿Qué opina? —murmuró Scott—. Parece el lugar idóneo para hacer algo sin llamar la atención.

—Creo que regresaré cuando sea de día —respondió Tommy, asintiendo con la cabeza—. Para echar un vistazo. Pero yo diría que este lugar pudo haber sido la escena del crimen.

—Entonces, larguémonos ya.

—De acuerdo —repuso Tommy irguiéndose. Pero al avanzar un paso, Scott le sujetó de pronto del brazo.

Ambos hombres permanecieron inmóviles.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tommy en voz baja.

—He oído algo. Calle.

—¿Qué?

—¡Le he dicho que se calle!

Ambos retrocedieron hacia el muro del barracón. Tommy contuvo el aliento, tratando de borrar de la noche incluso el sonido de su propia respiración. De pronto oyó un golpe sordo, inconfundible pero que no pudo descifrar de dónde provenía. Entonces percibió un segundo ruido: una especie de chirrido.

Scott tiró de la manga de Tommy. Sostuvo un dedo sobre sus labios para silenciarlo y le indicó que no se alejara de su lado. Luego el aviador negro echó a andar con la agilidad de un gato, por el sombrío callejón. Tommy pensó que Scott parecía acostumbrado a moverse con sigilo. Trató de seguirlo, avanzando tan silenciosamente como pudo, confiando en que sus pasos quedaran sofocados por la noche que les rodeaba.

Pero cada movimiento que hacía le parecía que despertaba un estrépito. Sintió que su pulso galopaba y volvió la cabeza, escrutando la oscuridad en busca del origen de los sonidos que les perseguían. Cada sombra parecía moverse, cada retazo de la noche parecía contener una forma imposible de identificar. Cada gota de oscuridad parecía ocultar un gesto amenazador.

Tommy creyó percibir la respiración de alguien, luego le pareció advertir las recias pisadas de alguien calzado con botas caminando por el cercano campo de ejercicios, pero comprendió que en realidad no percibía nada salvo el angustioso y violento latir de su corazón.

Cuando llegaron al angosto espacio debajo del barracón, Tommy notó que le temblaban las manos. Sintió el sabor de bilis en su garganta reseca y era incapaz de articular una palabra.

Scott se detuvo, se inclinó hacia Tommy.

—Estoy seguro de que alguien nos sigue —le susurró al oído—. Si es un alemán, debemos impedir que descubra el pasadizo debajo del barracón. Si sospecharan que los
kriegies
utilizan ese espacio para desplazarse por él, mañana lo taparían con cemento. Debemos evitarlo. Trataremos de rodear la fachada esquivando al reflector.

Tommy asintió con la cabeza, experimentando una curiosa sensación de alivio al saber que no tendría que volver a introducirse por el pasadizo. Aparte de esa sensación de alivio, comprendió que la observación de Scott era acertada. Tommy pensó que Scott seguía pensando como un soldado.

Pero en aquel momento no sabía qué le atemorizaba más, si verse obligado a arrastrarse debajo del barracón 102, tratar de esquivar al reflector o esperar a que apareciera el perseguidor. Todas esas perspectivas le parecían igualmente horribles.

—Pero puede que sea uno de los nuestros —murmuró Scott—. Aunque quizás eso será peor… —Dejó que sus palabras se alejaran flotando en el resbaladizo y fresco ambiente.

Después de echar una ojeada al vacío que había quedado tras ellos, Scott avanzó despacio hacia la esquina de la fachada del barracón 102. Tommy le siguió pegado a sus talones, volviéndose también un par de veces, imaginando que unas formas se movían raudas en medio de la oscuridad.

Al alcanzar la fachada del barracón, Scott se agachó y asomó la cabeza por la esquina.

Casi de inmediato, el aviador negro se volvió hacia Tommy.

—¡La luz se aleja! —dijo. Hablaba en susurros pero su voz contenía el tono apremiante de un grito—. ¡Vamos, ahora!

Sin titubear, Scott dobló la esquina, esquivando los escalones de acceso al barracón 102, agitando los brazos, corriendo hacia la puerta del barracón 101 como un delantero centro al distinguir un agujero en la línea de defensa. Tommy se lanzó deprisa detrás de Scott, pero no a la velocidad del otro. Vio el haz del reflector surcar la noche, alejándose de ellos, bendiciéndoles con la oscuridad que hacía unos momentos le parecía llena de horrores. Luego vio a Scott salvar los escalones del barracón de un salto, asir el pomo de la puerta y abrirla. Cuando el reflector alteró súbitamente su trayectoria y comenzó a desplazarse rápidamente hacia él a través del campo de ejercicios y los barracones de madera, Tommy realizó un último
sprint
, volando a través del aire los últimos palmos que le separaban del barracón. Entró precipitadamente en él. Scott cerró de inmediato la puerta y se arrojó al suelo, junto a Tommy. Al instante pasó un halo de luz sobre la fachada del barracón 101, tras lo cual continuó su recorrido, ajeno a la presencia de los dos hombres tendidos junto a la puerta.

Ambos guardaron silencio, respirando de forma rápida y espasmódica. Al cabo de un minuto, Scott se incorporó apoyándose sobre un codo. Al mismo tiempo, Tommy tanteó el suelo hasta hallar la vela que había dejado y sacó una cerilla del bolsillo de su camisa. La encendió en la pared y aplicó su oscilante llama a la vela, cuyo resplandor dejó ver la sonrisa del piloto.

—¿Tiene pensada alguna otra aventura para esta noche, Hart?

Tommy negó con la cabeza.

—Para una noche ya es suficiente.

Scott asintió, sonriendo.

—Bien, entonces nos veremos por la mañana, abogado.

Se echó a reír. Su blanca dentadura brilló a la luz de la vela.

—Me pregunto quién nos ha estado siguiendo fuera. ¿Un alemán? —Scott emitió un bufido—. Da a uno que pensar, ¿no cree?

Luego se encogió de hombros, se puso de pie junto a Tommy y, después de quitarse sus botas de aviador, echó a andar por el pasillo sin decir otra palabra.

Tommy hizo lo mismo y se formuló la misma pregunta. ¿Amigo o enemigo, o es que no había forma de distinguir una cosa de otra? Mientras trataba de desatar los cordones de sus botas, comprobó que las manos le temblaban. Se detuvo unos momentos para serenarse.

Hacía una mañana espléndida, llena de promesas primaverales, con tan sólo unas pocas y vaporosas nubes que se deslizaban por el distante horizonte como barcos de vela sobre el lejano mar. Era una mañana que hacía pensar que la guerra era ilusión. El magnífico tiempo parecía haber afectado también a los alemanes, quienes completaron rápidamente el recuento matutino y ordenaron a los prisioneros que rompieran filas con mayor presteza y eficacia de lo habitual. Los
kriegies
se dispersaron perezosamente a través del recinto; algunos hombres se congregaron en unos grupos en el campo de revista, fumando, comentando los últimos rumores, chismorreando y contando los mismos chistes que venían contando a diario desde meses atrás. Otros se reunieron para disputar el consabido partido de béisbol. Algunos se quitaron la camisa y se sentaron fuera para gozar de la tibieza del sol; otros se pusieron a caminar por el perímetro junto a la alambrada, como si pasearan por un parque, aunque los reflejos que el sol arrancaba al alambre de espino servía para recordarles dónde se encontraban.

Como era de prever, Tommy Hart vio a Lincoln Scott atravesar a paso de marcha el campo de revista y entrar en el barracón 101, solo, sin mirar a los lados, para regresar a su habitación, su Biblia y su soledad. Luego comenzó a retroceder sobre los pasos que ambos habían dado la noche anterior.

Trató de no llamar la atención, aunque pensó no sin cierta aprehensión que al adoptar un aire tan despreocupado acabaría por conseguir todo lo contrario. Pero era inevitable. Anduvo con lentitud, como si estuviera enfrascado en sus pensamientos. Hizo caso omiso del estrecho espacio debajo de la cuarta ventana del barracón 102, resistiendo el impulso de inspeccionarlo de día. Seguía rondándole por la cabeza un par de preguntas sobre el pasadizo, pero no se había formulado las preguntas en su mente. Había algo, como tantas otras cosas, que le chocaba, que le parecía fuera de lugar. Había una relación, un vínculo que no lograba descifrar. Por lo demás, no quería que nadie supiera que Scott y él habían localizado la ruta debajo de los barracones.

Pasó sin prisas frente a la fachada del barracón 102, arrastrando los pies, deteniéndose de vez en cuando para apoyarse en el edificio y dar una calada a su pitillo, volviendo la cabeza hacia el sol. A la luz del día, la distancia no escondía peligros. Tragó saliva para reprimir un escalofrío, al tiempo que recordaba la incursión nocturna de la víspera.

Le llevó algunos minutos doblar la esquina simulando pereza y echar a andar rápidamente por el callejón formado por la convergencia de los dos barracones. De día, la V generada por el tocón resultaba aún más pronunciada, y a Tommy le sorprendió no haberse percatado antes de ello.

Tommy se detuvo antes de aproximarse al lugar situado al final de los dos barracones. Se volvió con ligereza, para comprobar si alguien le observaba, pero era imposible adivinarlo: un
kriegie
estaba sentado en un escalón, remendando unos calcetines de lana, manejando con soltura la aguja sobre la que se reflejaba el sol; otro estaba apoyado leyendo con atención un manoseado libro de bolsillo. Dos hombres se solazaban jugando con una pelota de béisbol junto a la fachada del barracón 103. Otros tres, situados a pocos metros, discutían gesticulando y riendo. Otros pasaban de largo, algunos caminaban distraídos, otros como si llevaran prisa; era imposible adivinar si alguno lo observaba. Apoyado en el muro del barracón, encendió otro cigarrillo, tratando de no llamar la atención. Fumó despacio, mirando a los lados, observando a los demás. Cuando terminó, arrojó la colilla de un papirotazo. Luego se volvió con brusquedad y se dirigió hacia el punto de convergencia de ambos barracones.

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