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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (28 page)

Mientras se dirigía apresuradamente hacia la habitación que ocupaban Renaday y Pryce, pasó junto a unos hombres que jugaban a la ruleta del ratón en uno de los dormitorios. Media docena de oficiales británicos se hallaban sentados en torno a una mesa, cada uno con una modesta pila de cigarrillos, chocolate u otro producto que sirviera de apuesta. En el centro había una cajita de cartón provista a los lados de orificios de ventilación. Los hombres gritaban, bromeaban y se insultaban.

Las obscenidades de los pilotos americanos solían ser breves y brutales. Los británicos, sin embargo, gozaban las exageraciones y el florido lenguaje de sus ataques verbales. El eco de sus voces reverberaba en la habitación.

Pero a una inopinada señal del
croupier
, un piloto alto y desgarbado dotado de una espesa barba, que lucía una vieja manta gris anudada en la cintura, a modo de falda escocesa o de disfraz, los hombres callaron al instante. Entonces levantó la tapa de la caja y atrapó a un ratón que asomaba tímidamente la cabeza por el borde.

La ruleta del ratón era bien simple. El
croupier
empujaba y azuzaba al ratón hasta que éste caía sobre la mesa, tras lo cual miraba en derredor suyo a los hombres que aguardaban con la respiración en suspenso y sin mover un músculo. La única regla era que nadie podía hacer nada para atraer al ratón; por fin, el aterrorizado ratón de los
kriegies
echaba a correr en una dirección, apresurándose hacia lo que creía fervientemente que era la presencia menos peligrosa y la libertad. El hombre que estaba más cerca de ese punto era declarado vencedor. El problema de la ruleta del ratón era que, con frecuencia, el animal trataba de huir por el espacio entre dos hombres, lo cual provocaba fingidas disputas para dirimir cuáles habían sido sus auténticas intenciones.

Tommy se paró unos instantes para observar el juego, hasta el momento en que el animal trató inútilmente de escabullirse, luego siguió adelante mientras el juego concluía entre sonoras carcajadas y discusiones.

Al alcanzar la puerta del cuarto de literas, vio que había un tercer hombre sentado junto a Pryce y Renaday, que alzó rápidamente la cabeza cuando apareció Tommy. El extraño era un joven de pelo oscuro y tez clara, muy delgado, como Pryce, con unas muñecas estrechas y el pecho hundido, lo cual le confería el curioso aspecto de un ave. Lucía gafas con montura de alambre y al sonreír torcía la boca hacia la izquierda, casi como si todo su cuerpo se inclinara en esa dirección. Cuando Tommy avanzó hacia ellos, los tres hombres se pusieron en pie.

—Tommy, te presento a un amigo mío —dijo Hugh entusiasta—, Colin Sullivan. De Emerald Isle.

—¿Irlandés? —preguntó Tommy mientras estrechaba la mano del forastero.

—Sí —respondió Sullivan—. Irlandés y Spitfires —añadió.

A Tommy le costó imaginárselo tratando de controlar un caza, pero se abstuvo de decirlo.

—Colin nos ha ofrecido generosamente su ayuda —dijo Phillip Pryce—. Enséñaselo, muchacho.

El irlandés se agachó y Tommy vio que tenía una voluminosa carpeta de dibujo semioculta debajo de la litera.

—En realidad —explicó Sullivan a Tommy—, irlandés, Spitfires y tres aburridos años en la Escuela de Dibujo de Londres antes de dejarme convencer por esa filfa patriótica que me ha traído aquí.

Sullivan abrió la carpeta y entregó a Tommy el primer dibujo. Era una visión sombría del cadáver de Trader Vic, en el retrete del
Abort
, plasmada en las distintas tonalidades grises creadas por el carboncillo.

—Lo dibujé a partir de los detalles que recordaba Hugh —dijo Sullivan, sonriendo—. Supongo que sabe que los canadienses, unos tipos peludos, brutos y salvajes como los indios y con la imaginación de un búfalo, no cuentan con dotes para la descripción poética, a diferencia de mis paisanos y yo mismo —afirmó, dirigiendo una breve sonrisa a Hugh Renaday, el cual contestó con una mueca aunque se mostraba visiblemente satisfecho—. De modo que hice cuanto pude, habida cuenta de mis limitados recursos…

Tommy pensó que el dibujo captaba a la perfección la figura del asesinado. Era a la par siniestro y brutal. Sullivan había utilizado unos pocos toques de pintura para mostrar las exiguas manchas de sangre que había en el cadáver del americano. Éstas destacaban con fuerza, contrastando con los tonos más oscuros de los trazos del lápiz.

—Es fantástico —dijo Tommy—. Es exactamente el aspecto que presentaba Vic. ¿Tiene más dibujos?

—Sí, claro —repuso Sullivan sonriendo—. No precisamente lo que mi viejo profesor de dibujo debía de tener en mente cuando nos recomendaba una y otra vez que empleáramos lo que tuviéramos a mano, y aunque yo hubiera preferido a una
fraulein
desnuda posando provocativamente con una sonrisa de gratitud…

Entregó el segundo dibujo a Tommy. En éste resaltaba la profunda herida en el cuello.

—Yo colaboré con él en este boceto —dijo Hugh—. Ahora, lo que debemos hacer es mostrárselo al yanqui que examinó el cuerpo, para asegurarnos de que se ajusta a la realidad.

Tommy examinó otro dibujo, en este caso del interior del
Abort
, que mostraba las distancias y los distintos puntos. Una nítida flecha adornada con unas plumas señalaba la huella sangrienta en el suelo. El último boceto consistía en una reproducción de las copias de la huella de bota que había realizado Hugh en la escena del crimen.

—Mucho mejor que mis torpes intentos —dijo Renaday, sonriendo—. Como de costumbre, esto ha sido idea de Phillip. Sabía que Colin era amigo mío, pero a mí, por supuesto, no se me había ocurrido pedirle que colaborara en el caso.

—Ha sido divertido —repuso Colin Sullivan—. Desde luego más interesante que hacer el enésimo dibujo de la torre de vigilancia nordeste. Es la que refleja mejor la luz crepuscular y la que todos los que hemos asistido a clases de dibujo plasmamos cada día que no llueve.

—Sus dibujos son estupendos —comentó Tommy—. Nos serán de gran utilidad. Se lo agradezco de todo corazón.

Sullivan se encogió de hombros.

—Bueno, para decirlo sin rodeos, soy irlandés y católico, señor Hart, de modo que, como podrá imaginar, en Belfast me han tratado como a un negro tantas veces o más que a Lincoln Scott en Estados Unidos. Así que estoy encantado de echarles una mano —dijo con voz pausada.

A Tommy le llamó la atención la súbita e intensa vehemencia del menudo irlandés.

—Son excelentes —dijo de nuevo. Cuando se disponía a continuar con sus alabanzas, le interrumpió una voz fría y queda que sonó a su espalda.

—Pero contienen un error —se oyó.

Los aviadores aliados se volvieron y vieron al
Hauptmann
Heinrich Visser en el umbral, contemplando desde la puerta el dibujo que sostenía Tommy.

Ninguno de los cuatro hombres respondió, sino que dejaron que el silencio cayera sobre el pequeño espacio, invadiendo la habitación como un olor fétido arrastrado por una brisa rastrera.

Visser avanzó, sin dejar de observar el dibujo con una expresión pensativa y concentrada. En su única mano portaba un pequeño maletín de cuero marrón, que depositó en el suelo a sus pies, al tiempo que se inclinaba hacia delante y señalaba con el índice el dibujo que mostraba con detalle la escena del crimen.

—Aquí está —dijo, volviéndose hacia Renaday y Sullivan—. La huella de la bota se hallaba a varios pasos de allí, cerca del cubículo del
Abort
. Yo mismo calculé la distancia.

Sullivan asintió con la cabeza.

—Puedo rectificarlo —dijo con calma.

—Sí, hágalo, teniente —respondió Visser, alzando la vista del dibujo y fijándola en Sullivan—.

¿Piloto de un Spitfire, ha dicho usted?

—Sí.

Visser carraspeó.

—Un Spitfire es un excelente aparato, comparable a un 109.

—Es cierto —repuso Sullivan—. Imagino que el
Hauptmann
tiene una experiencia personal con Spitfires —el irlandés señaló el brazo que le faltaba al oficial alemán y agregó—: No debió de ser una experiencia agradable.

Visser no respondió, pero palideció un poco y Tommy observó que le temblaba el labio superior.

Asintió con la cabeza.

—Lamento su herida,
Hauptmann
—dijo Sullivan, adoptando una cadencia y un acento irlandeses aún más marcados—. Pero creo que puede considerarse muy afortunado. Ninguno de los hombres que pilotaban los 109 que yo derribé consiguieron salvarse. Se encuentran en el Valhala, o donde sea que ustedes los nazis piensan que van a parar cuando mueren por la patria.

Las palabras pronunciadas por el irlandés cayeron como mazazos en la habitación. El alemán se irguió y miró al joven artista con ostensible cólera, pero su voz no reveló la rabia que experimentaba, pues se expresó con palabras sosegadas, frías e inexpresivas.

—Quizá sea cierto, señor Sullivan —dijo con lentitud—. No obstante, usted está aquí, en el Stalag Luft 13. Y nadie sabe con certeza si volverá a ver algún día las calles de Belfast, ¿no es así?

Sullivan no respondió. Se miraron con aspereza, sin concesiones. A continuación Visser se volvió de espaldas.

—Se ha equivocado usted en otro detalle, señor Sullivan —agregó.

El alemán se volvió ligeramente hacia Tommy Hart.

—La huella de la bota apuntaba en sentido contrario. Hacia allí —dijo indicando la parte posterior del
Abort
, donde habían hallado el cadáver—. A mi entender —continuó fríamente—, se trata de un dato importante.

Una vez más, ninguno de los aviadores aliados respondió. Visser se volvió de nuevo para dirigirse a Phillip Pryce.

—Pero usted, teniente coronel Pryce, ya se habrá percatado de ello, y, sin duda, comprende su importancia.

Pryce se limitó a mirar fijamente al alemán, que esbozó una desagradable sonrisa, devolvió el boceto a Tommy Hart y se inclinó para abrir su maletín de cuero. Con gran destreza, utilizando su única mano, logró extraer de éste una pequeña carpeta de color tostado.

—Me llevó bastante tiempo conseguir esto, teniente coronel. Pero cuando por fin lo hice, su contenido me fascinó. Créame que se trata de una lectura de lo más interesante.

Todos guardaron silencio. Tommy, tenso, respiraba con trabajo.

Heinrich Visser miró el expediente que sostenía en la mano. Cuando comenzó a leer, su sonrisa se disipó.

—Phillip Pryce. Teniente coronel del escuadrón 56 de bombarderos pesados, destinado en Avon-on-Trent. Recibió su graduación de oficial en la RAF, en 1939. Nacido en Londres en septiembre de 1893. Estudió en Harrow y Oxford. Se graduó entre los cinco alumnos más destacados en ambas instituciones. Sirvió como ayudante de aviación en el estado mayor durante la Primera Guerra Mundial. Obtuvo varias condecoraciones. Se licenció como abogado en julio de 1921. Socio fundador de la firma Pryce, Stokes, Martin y Masters. Participó como abogado defensor en una docena de procesos por delitos capitales, todos ellos revestidos de gran sensacionalismo, que acapararon los titulares de prensa y la atención del público, sin perder ninguno…

Se detuvo y alzó la vista, hacia Pryce.

—¡Sin perder ninguno! —repitió el alemán—. Un historial ejemplar, teniente coronel.

Extraordinario, asombroso, y probablemente muy remunerativo. A su edad no tenía ninguna obligación de alistarse, pudo haberse quedado en casa durante toda la guerra gozando de las comodidades que le había procurado su posición y sus notables éxitos profesionales.

—¿Cómo ha obtenido esa información? —preguntó Pryce con sequedad.

Visser meneó la cabeza.

—No esperará usted que le responda, teniente coronel.

Pryce respiró hondo, lo cual provocó un violento acceso de tos, y negó con la cabeza.

—Por supuesto que no,
Hauptmann
—dijo luego.

El alemán cerró el expediente, lo devolvió a su maletín y miró a cada uno de los allí presentes.

—No perdió un solo caso por un delito capital. Una marca impresionante, aun tratándose de un abogado insigne. ¿Qué me dice de este caso, en el que ha estado colaborando con el joven teniente Hart con gran habilidad y discreción a la par? ¿No prevé que puede convertirse en su primer fracaso?

—No —contestó Pryce sin dudarlo.

—Su confianza en su amigo americano es admirable —dijo Visser—. Que no comparten muchos más allá de estas cuatro paredes. Aunque, después de la actuación de esta mañana, es posible que algunos modifiquen sus opiniones.

Visser acarició el maletín que sostenía bajo su único brazo.

—Su tos, teniente coronel, parece severa. Creo que debería ponerle remedio antes de que empeore —dijo el alemán con tono firme.

Luego, despidiéndose con un movimiento de la cabeza, dio media vuelta y salió de la habitación.

Las punteras metálicas de sus botas resonaban sobre las maltrechas tablas del suelo como disparos de ametralladora.

Los cuatro aviadores aliados permanecieron callados unos instantes, hasta que Pryce rompió el silencio.

—El uniforme es de la Luftwaffe —dijo con voz débil—, pero es un hombre de la Gestapo.

Más tarde, Tommy se dirigió apresuradamente a través del recinto sur hacia la tienda de campaña de los servicios médicos, para entrevistarse con el ayudante del gerente de la funeraria de Cleveland. La aparición de Visser le había dejado preocupado. Por un lado, el alemán parecía querer ayudarles, ya que había señalado los errores en los dibujos de la escena del crimen. Pero todo cuanto decía encerraba una clara amenaza. Pryce se había sentido muy turbado por aquellas intenciones ocultas.

Mientras caminaba con rapidez a través de las sombras que invadían los senderos que separaban los barracones que alojaban a los prisioneros, se puso a pensar en el juego de la ruleta del ratón. El desdichado ratón no le inspiraba sino compasión.

Vio a un par de aviadores de pie frente al barracón de los servicios médicos, fumando. Al aproximarse Tommy se apartaron para cederle paso.

—¿Cómo van las cosas, Hart? —preguntó uno de ellos.

Tommy halló al teniente Nicholas Fenelli en una pequeña estancia destinada a reconocer a los enfermos. Había una mesilla, unas cuantas sillas con respaldo y una encimera cubierta por una tosca sábana blanca. La habitación estaba iluminada por una bombilla que pendía del techo. Un par de baldas de madera clavadas en la pared contenían sulfamidas, aspirinas, desinfectantes, cremas, vendas y compresas. Era una modesta provisión; todos los
kriegies
sabían que era peligroso enfermar o resultar herido en el Stalag Luft 13. Una enfermedad sin importancia podía complicarse con facilidad debido a la falta de material médico, pese a los esfuerzos de la Cruz Roja por mantener el dispensario en condiciones. Los prisioneros aliados sospechaban que los alemanes sustraían sistemáticamente sus preciosas medicinas para enviarlas a sus hospitales, en los que había una gran carencia de recursos, por más que los comandantes de la Luftwaffe lo negaran. Pero cuanto más lo negaban, más convencidos estaban los
kriegies
de que les robaban.

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