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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (56 page)

Tommy se estremeció y tiritó arrebujado en su manta. Durante irnos momentos, se preguntó si podría seguir practicando la abogacía si, la primera vez que pisaba un estrado, perdía el caso y su cliente, un hombre inocente, era conducido ante un pelotón de ejecución. Comprendió que ambos llevaban todas las de perder, pensó en los engaños y las mentiras de los que había sido víctima el aviador negro, en todos los aspectos injustos del caso, y llegó a la conclusión de que si permitía que esos sinvergüenzas ganaran y ejecutaran a Scott, él jamás podría comparecer de nuevo ante un tribunal como abogado.

Turbado por ese pensamiento, se revolvió en su litera, tratando de convencerse de que se comportaba de modo ingenuo e infantil y que un abogado más experimentado, como Phillip Pryce, hubiera sido capaz de aceptar la derrota con la misma ecuanimidad que la victoria. Pero a la vez comprendió, en los entresijos más profundos de su ser, que él no se parecía a su amigo y mentor, y que si perdía este juicio sería su primera y única derrota.

Sintió lo terrible que era estar atrapado de esa forma, preso detrás de una alambrada de espino, en una encrucijada. De golpe se percató de que su imaginación estaba poblada por los fantasmas de los tripulantes de su bombardero. Los hombres del
Lovely Lydia
se hallaban presentes en la habitación, silenciosos, casi con aire de reproche. Tommy comprendió que durante aquel vuelo él había tenido una sola misión: conducirlos de regreso a casa sanos y salvos. Y no la había cumplido.

Curiosamente, pensó que las probabilidades de éxito eran las mismas para el
Lovely Lydia
, cuando giró y comenzó a bombardear todos los cañones del convoy, que para Lincoln Scott, apresado por los enemigos de su país, pero éste se enfrentaba a unos hombres que todo hacía suponer que eran sus amigos.

Se tumbó de espaldas, con los ojos abiertos y fijos en el techo, casi como si pudiera contemplar el cielo y las estrellas a través de las tablas y el tejado de hojalata.

Se preguntó quién sabía la verdad sobre el asesinato de Trader Vic. Volvió a respirar hondo y siguió repasando en su mente todos los aspectos del caso, una y otra vez, desde todos los ángulos imaginables. Pensó en lo que Lincoln Scott había dicho hacía un rato y reiteradas veces: nadie en el campo de prisioneros estaba dispuesto a ayudarles.

De pronto reprimió una exclamación de asombro. Se le había ocurrido una idea. Era tan evidente, que le chocó no haber pensado en ello antes. Por primera vez en esa noche, esbozó una pequeña sonrisa.

Los hombres del barracón 101 se despertaron al oír el áspero ruido de silbatos y gritos de «
Raus! Raus!
», subrayados por los golpes en las puertas de madera. Se levantaron de un salto de sus literas, como habían hecho tantas mañanas, se vistieron precipitadamente y atravesaron a la carrera el pasillo central del barracón, para presentarse al
Appell
matutino. Pero al salir contemplaron el insólito espectáculo de un escuadrón de soldados alemanes vestidos de gris en formación frente al barracón, unos veinte hombres, armados con fusiles. Al pie de los escalones había un fornido
Feldwebel
, con expresión agria, dirigiendo el tránsito como un hosco policía.

—¡Ustedes, los hombres del barracón 101, formen aquí!
Raus!
¡Apresúrense! ¡Nadie debe acudir al
Appell
!

El
Feldwebel
hizo un gesto a un par de
Hundführers
, quienes tiraron bruscamente de las cadenas de sus feroces mastines, haciendo que los animales saltaran excitados, gruñendo y ladrando.

—¿A qué viene esto? —preguntó Scott en voz baja mientras se colocaba junto a Tommy entre la formación de hombres del barracón 101.

—Deduzco que van a registrar el barracón —respondió Hugh—. ¿Qué diantres creen que van a encontrar? ¡El caso es hacernos perder el tiempo! —Hugh dijo esto último en voz alta, para que lo oyera el sargento alemán que se afanaba en agrupar a los
kriegies
en ordenadas filas—. ¡Eh, Adolf!

¡Ve a echar un vistazo al retrete! ¡A lo mejor pillas a un tío dirigiéndose a nado hacia la libertad!

Los otros hombres del barracón 101 prorrumpieron en carcajadas y un par de aviadores aplaudieron el sentido del humor del canadiense.

—¡Silencio! —gritó el
Feldwebel
—. ¡Absténganse de hablar! ¡Atención!

Tommy se volvió como pudo y vio al
Hauptmann
Visser, acompañado por un demudado Fritz Número Uno, aparecer por detrás de la formación de soldados alemanes.

El
Feldwebel
habló en alemán y uno de los
kriegies
tradujo en voz baja sus palabras a los hombres colocados en filas.

—Los prisioneros del barracón 101 están presentes y han sido contados,
Hauptmann
.

Fritz gritó una orden y la mitad del escuadrón de gorilas dio media vuelta y penetró en el barracón. Al cabo de unos momentos, Fritz y Visser le siguieron.

—¿Qué es lo que buscan? —susurró Scott.

—Túneles, tierra, radios, contrabando. Cualquier cosa fuera de lo corriente.

En el interior del barracón oyeron las recias pisadas de los soldados, golpes y crujidos, mientras los hombres recorrían una habitación tras otra.

—¿Alguna vez consiguen hallar lo que buscan?

—Por lo general no —respondió Hugh sonriendo—. Los alemanes no saben realizar un registro. No como un policía. Se limitan a destrozarlo todo, a dejarlo todo patas arriba, pero se quedan con las ganas de encontrar lo que buscaban. Siempre ocurre lo mismo.

—¿Por qué han elegido este barracón y esta mañana precisa?

—Buena pregunta —contestó Hugh.

Al cabo de unos minutos, mientras los
kriegies
seguían formados en sus filas relativamente ordenadas, vieron que los soldados alemanes comenzaban a abandonar el barracón. Los gorilas salían de uno en uno o en parejas, casi todos con las manos vacías, sonriendo tímidamente, encogiéndose de hombros y meneando la cabeza. Tommy observó que la mayoría del pelotón se componía de hombres ya mayores, muchos de ellos casi tan ancianos como Phillip Pryce. Los otros eran increíblemente jóvenes, apenas unos adolescentes, vestidos con uniformes que sentaban como un tiro a sus jóvenes cuerpos. Segundos más tarde se oyeron unas exclamaciones de júbilo en el interior del barracón. Al cabo de unos momentos salió un soldado, sonriendo, sosteniendo una tosca radio que había hallado oculta en un bote vacío de café. El alemán la sostuvo en alto, con una expresión de gozo pintada en su viejo y arrugado rostro. Detrás de él había otro gorila, bastante más joven que él, también sonriendo de satisfacción. Tommy oyó murmurar a un aviador situado varias filas detrás de él:

—¡Me cago en su madre! ¡Han pillado mi radio! ¡Hijos de puta! ¡Ese chisme me costó tres cartones de cigarrillos!

Los últimos en salir fueron Fritz Número Uno y Heinrich Visser. El oficial alemán manco miró a Tommy con enfado. Alzó su única mano y señaló con el índice a Tommy, Hugh y Lincoln Scott.

Visser no vio a Fritz Número Uno, situado unos pasos detrás de él, que movía ligeramente la cabeza de un lado a otro.

—¡Ustedes tres! —exclamó en voz alta—. ¡Un paso al frente!

En silencio, los tres hombres se apartaron de la formación.

—¡Regístrenlos inmediatamente! —ordenó el alemán.

Tommy levantó las manos sobre la cabeza y uno de los gorilas empezó a palparle de arriba abajo. Otros hicieron otro tanto con Lincoln Scott y Hugh Renaday, que se echó a reír cuando lo tocaron.

—¡Eh,
Hauptmann
! —dijo Hugh mirando a Visser a los ojos—. Dígales a sus gorilas que no se tomen tantas libertades. ¡Me hacen cosquillas!

Visser contempló al canadiense con severidad, sin decir palabra. Luego, al cabo de unos segundos, se volvió hacia el soldado que había registrado a Tommy.

—Nein, Herr Hauptmann
—dijo el gorila, incorporándose y saludando.

Visser se acercó a Tommy mirándolo con fijeza.

—¿Dónde está su prueba, teniente?

Tommy no respondió.

—Tiene algo que me pertenece —dijo el oficial alemán—. Quiero que me lo devuelva. —Se equivoca,
Hauptmann
.

—Un objeto que quizá se proponía utilizar esta mañana en el juicio.

—Insisto en que se equivoca,
Hauptmann
.

El alemán retrocedió, como si meditase lo que iba a decir. Abrió la boca con lentitud, pero le interrumpió un grito proferido desde detrás de la formación.

—¿Qué ocurre?

Cuando se volvieron vieron al comandante Von Reiter, flanqueado por el coronel MacNamara y el comandante Clark y seguido por su acostumbrado séquito de ayudantes, dirigiéndose a paso de marcha hacia ellos. Al pasar frente al escuadrón de soldados, éstos se pusieron firmes al instante.

Von Reiter se detuvo frente a la formación. Tenía el rostro sonrojado y movía nerviosamente la fusta que sostenía en la mano.

—¡No he ordenado que registraran este barracón! —dijo en voz alta—. ¿A qué viene esto?

Heinrich Visser dio un taconazo que resonó a través de la húmeda atmósfera matutina.

—Lo ordené yo,
Herr Oberst
. Hace poco me informaron de que aquí se ocultaba contrabando. Por consiguiente, ordené que efectuaran de inmediato un registro.

Von Reiter miró a Visser con cierta severidad.

—Ah —repuso el comandante con calma—. De modo que fue idea suya. ¿No cree que debió informarme?

—Creí conveniente actuar con rapidez,
Herr Oberst
. Por supuesto, pensaba informarle sobre los hechos.

—No me cabe duda. —Von Reiter dijo al otro entrecerrando los párpados—. ¿Y ha encontrado contrabando o algún otro indicio de actividades prohibidas?

—¡Sí,
Herr Oberst
! —repuso Visser con energía—. Una radio ilegal oculta en un bote de café vacío.

A una indicación de Visser, el gorila que sostenía la radio avanzó y se la entregó al comandante del campo.

Von Reiter esbozó una sonrisa sardónica.

—Muy bien,
Hauptmann
. —Y volviéndose a MacNamara y Clark, añadió—. ¡Saben ustedes que las radios están prohibidas!

MacNamara no respondió. Von Reiter se volvió de nuevo hacia Visser.

—¿Qué otros objetos han hallado en el curso del registro,
Hauptmann
? ¿Qué más han descubierto que justifique alterar las normas del campo?

—Esto es todo,
Herr Oberst
.

Von Reiter asintió con la cabeza.

—Los americanos siempre tienen prisa por obtener respuestas a sus preguntas, coronel. Los alemanes estamos más acostumbrados a aceptar lo que nos digan.

—Ése es su problema —replicó MacNamara con brusquedad—. ¿Podemos volver a nuestros quehaceres?

—Por supuesto —contestó Von Reiter—. Creo que el
Hauptmann
ya ha terminado.

Visser se encogió de hombros, sin ocultar la rabia que sentía. En esos momentos Tommy comprendió que buscaba el arma del crimen. Alguien le había dicho que estaba en el barracón y había indicado qué habitaciones debía registrar personalmente. A Tommy le pareció tan interesante como cómico, al comprobar que el alemán era incapaz de disimular su decepción y su ira por no haber descubierto lo que andaba buscando. Tommy echó una ojeada a Clark y MacNamara, preguntándose si a ellos también les habría sorprendido el resultado del registro, pero sus rostros no revelaban nada y no pudo adivinar lo que pensaban. Pero sabía que alguien en el campo se sentía extrañado de que Heinrich Visser no sostuviera en estos momentos el arma homicida en su mano derecha, y que el alemán aún no había comenzado a redactar el informe para sus superiores de la Gestapo que podía haberse traducido en el arresto del comandante y el hurón. Tommy tomó nota de que esos dos hombres se habían dirigido juntos hacia el campo de revista, conversando con aire confidencial.

De nuevo, el teniente Nicholas Fenelli se dirigió hacia la silla de los testigos a través de los pasillos y toscos bancos abarrotados de
kriegies
. A su paso, Tommy oyó unos murmullos que recorrieron el teatro de un extremo al otro, haciendo que el oficial superior americano sentado frente a la sala asestara sonoros golpes con el martillo. Fenelli no se había afeitado esa mañana. Su uniforme estaba arrugado y lo llevaba mal abrochado. Mostraba unas profundas ojeras fruto de no haber descansado y Tommy pensó que ofrecía el aspecto de un hombre que no está acostumbrado a mentir, pero se ve obligado a hacerlo.

MacNamara pronunció su habitual discurso, recordando a Fenelli que seguía bajo juramento.

Luego indicó a Tommy que comenzara.

Se puso de pie. Vio al médico revolverse unos instantes en su silla, tras lo cual se enderezó preparado para encajar la salva de preguntas.

—Teniente —comenzó Tommy con voz pausada y serena—, ¿recuerda usted nuestra conversación poco después del arresto del señor Scott en relación con este caso?

—Sí señor.

—¿Y recuerda haberme dicho en esa ocasión que creía que el asesinato había sido cometido por un hombre situado detrás del capitán Bedford y utilizando un cuchillo estrecho y muy afilado, un tipo de cuchillo que suele encontrarse en este campo?

—Sí señor.

—Yo no le ofrecí nada a cambio de esa opinión, ¿no es así?

—En efecto. No lo hizo.

—Y no pude mostrarle ese cuchillo.

—No.

Tommy se volvió hacia la mesa de la defensa. Alargó las manos hacia sus libros de derecho y sus papeles, exagerando cada movimiento para hacer que resultara lo más teatral posible. Observó que Townsend y Clark estaban inclinados hacia delante, impacientes, y comprendió que era el momento que ambos esperaban. Sospechaba que también Visser y todos los miembros del tribunal, aguardaban intrigados su próximo movimiento. Tommy se volvió brusca y rápidamente, con las manos extendidas y vacías.

—¿Es que ahora ya no está seguro de esas opiniones?

Fenelli se detuvo, contempló las manos de Tommy, arrugó el ceño y asintió con la cabeza.

—Sí. Supongo que es así.

Tommy dejó que el silencio se extendiera a través de la sala antes de proseguir.

—Usted no es un experto en asesinatos, ¿no es así, teniente?

—En efecto, no lo soy. Tal como les dije a ellos —añadió señalando a la acusación.

—En Estados Unidos, el asesinato habría sido investigado por un detective profesional especializado en homicidios, que en la tarea de recoger pruebas habría contado con la ayuda de un analista debidamente instruido en esos menesteres. La autopsia del cadáver de Trader Vic habría sido realizada por un experimentado patólogo forense, ¿no es así?

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