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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (60 page)

—Bien, Tommy —dijo Scott con voz pausada—. Supongo que el espectáculo debe continuar.

Hugh Renaday estaba cerca de ellos. Pero el canadiense tenía la cabeza levantada hacia el cielo, contemplando el amplio horizonte azul.

—En un día así, con una visibilidad ilimitada, si contemplas el cielo un rato casi te olvidas de dónde estás —dijo con suavidad.

Tanto Tommy como Lincoln Scott alzaron la vista, siguiendo el consejo del canadiense. Tras unos segundos de silencio, Scott emitió una sonora carcajada.

—¡Joder, tiene razón! —Se detuvo y después añadió—: Durante unos instantes uno casi llega a convencerse de que es libre.

—Sería estupendo —terció Tommy—. Pero es sólo un espejismo.

—Sí, sería estupendo —repitió Scott—. Es una de esas cosas raras en la vida en que la mentira es más agradable que la verdad.

Luego los tres hombres bajaron la vista y volvieron a contemplar la alambrada, las torres de vigilancia y los perros, todo lo que les recordaba la fragilidad de sus vidas.

—Debemos ir —dijo Tommy—. Pero no hay prisa. De hecho, nos presentaremos con un minuto de retraso. Exactamente un minuto. Para cabrear al imbécil de MacNamara. ¡Que empiecen sin nosotros!

La ocurrencia hizo reír a todos, aunque no era una estrategia muy prudente. Cuando atravesaron el campo de revista, los tres oyeron de pronto el ruido de las obras que habían comenzado al otro lado de la alambrada, en el frondoso bosque. Un lejano silbato, unos gritos y el sonido de martillos y sierras.

—Obligan a esos desgraciados a madrugar, ¿no es así? —preguntó retóricamente Scott—. Y les hacen trabajar hasta que anochece. Me alegro de no haber nacido ruso —dijo, pero luego añadió, con una triste sonrisa—: ese comentario se presta a un chiste. ¿Suponéis que en estos momentos alguno de esos desdichados estará diciendo que se alegra de no haber nacido negro en América? A fin de cuentas, los malditos alemanes les hacen trabajar hasta caer rendidos. Mientras que mi problema es que mis propios compatriotas quieren fusilarme.

Meneó la cabeza y siguió avanzando con paso decidido. En éstas, mientras atravesaban el recinto, el aviador negro miró a los dos hombres blancos y comentó sonriendo:

—No pongáis esas caras, Tommy, Hugh. Espero impaciente este día desde el momento en que me acusaron del crimen. Por lo general los linchamientos de los negros no funcionan así. Por lo general no nos dan la oportunidad de subir a un estrado y declarar ante todo el mundo y decirles que están equivocados. Por lo general nos azotan en silencio y nos ahorcan sin hacer el menor ruido y sin que nadie rechiste. Pero eso no es lo que va a ocurrir hoy. Este linchamiento será distinto.

Tommy sabía que decía la verdad.

La víspera, después de que Visser terminara de declarar, los tres hombres habían regresado al barracón 101 y se habían sentado en su dormitorio. Hugh había preparado una modesta cena a base de más carne en conserva frita, acompañada por una pasta vegetal enlatada procedente de un paquete de la Cruz Roja, creando un sabor entre seboso y estofado que no se parecía a nada de cuanto habían probado anteriormente, el cual, en términos generales, resultó positivo. Era el tipo de mejunje que en Estados Unidos habrían encontrado repugnante, pero allí, en el Stalag Luft 13, rayaba en lo exquisito.

—Scott, debemos estar seguros de que estás preparado para mañana. Especialmente para las repreguntas… —comentó Tommy entre bocado y bocado.

—Tommy, llevo toda mi vida preparándome para mañana —respondió Scott.

De modo que en lugar de hablar sobre los dos cuchillos, las manchas de sangre y las pullas racistas de Trader Vic, Tommy había preguntado de pronto a Lincoln Scott:

—Dime una cosa, Lincoln. En tu casa, cuando eras un niño, los sábados por la tarde, cuando lucía el sol y hacía calor y nadie te había obligado a hacer alguna tarea, como terminar los deberes, ¿qué solías hacer?

Lincoln Scott había dejado de comer, un tanto perplejo.

—¿Te refieres a qué hacía en mis ratos de ocio? ¿De niño?

—Eso es. En tus ratos de ocio.

—Mi padre el predicador y mi madre la maestra no eran partidarios del ocio —había respondido Scott sonriendo—. «La pereza es terreno abonado para el diablo», oí decir en más de una ocasión.

Siempre había alguna tarea que hacer, gracias a la cual iba a ser más inteligente o más fuerte o…

—Pero… —había interrumpido Tommy.

—Siempre hay un «pero» —había contestado Scott asintiendo con la cabeza—. Es la única cosa en la vida de la que puedes estar seguro —había agregado emitiendo una risotada—. ¿Sabéis lo que me gustaba hacer? Me escapaba a la estación de mercancías. Allí había un gigantesco depósito de agua, al que me encaramaba para verlo todo. ¿Comprendéis? Desde lo alto contemplaba todo el sistema de señales. La rotonda para locomotoras. Los trenes entraban uno tras otro en la estación, toneladas de hierro movidas por alguien que accionaba esos interruptores eléctricos, dirigiendo al ganado hacia la zona de carga de animales, desplazando el maíz y las patatas a una vía que se extendía hacia el este, saliendo justo a tiempo para no toparse con los trenes que transportaban acero desde las montañas. Era como una complicada danza, y yo pensaba que los hombres que dirigían la estación para mercancías eran como los ángeles de Dios, moviendo todo a través del universo según un gigantesco plan no escrito. Esa velocidad, ese peso y ese comercio que entraba y salía sin cesar, sin detenerse, sin hacer siquiera una pequeña pausa. Las grandes obras del hombre en constante exposición. Era el mundo moderno, el progreso a mis pies.

Los hombres habían guardado silencio unos momentos, antes de que Hugh meneara la cabeza diciendo:

—A mí lo que me gustaba era el deporte. Jugar al jockey con los otros chicos sobre un estanque helado. ¿Y tú, Tommy, qué hacías tú en tus ratos de ocio?

—Lo que me gustaba hacer es lo que me ha traído aquí —había respondido sonriendo—. Me gustaba contemplar las estrellas. Son diferentes, ¿sabéis? Realizan pequeños ajustes según la hora de la noche y la estación del año. Cambios de posición. Algunas brillan con más intensidad. Otras se apagan y luego vuelven a aparecer. Me gustaba observar las constelaciones y contemplar la infinidad de la noche…

Los otros le habían escuchado en silencio, y Tommy se había encogido de hombros.

—Debí cultivar otra afición. Como atar moscas o jugar al jockey, como tú, Hugh. Porque cuando las fuerzas aéreas averiguaron que yo era un experto en navegación aérea, me encontré de pronto volando a toda velocidad en un bombardero sobre el Mediterráneo. Claro que la mayoría de las misiones las llevábamos a cabo de día, de modo que apenas utilicé mis dotes para trazar la ruta basándome en las estrellas. Pero ésa es la mentalidad de las fuerzas aéreas y lo que me ha traído aquí.

Ambos hombres habían reído. Bromear sobre el ejército siempre provocaba carcajadas. Pero al cabo de unos segundos, las sonrisas se habían disipado y los tres habían guardado silencio, hasta que Lincoln Scott había comentado:

—Quién sabe, quizá logres hallar la ruta para sacarnos algún día de aquí.

Hugh había asentido con la cabeza.

—Sería un día feliz —había dicho, y ésa fue la última vez que habían hablado de ese delicado tema, aunque durante la larga noche en el dormitorio del barracón ese pensamiento había rondado constantemente por la cabeza de Tommy Hart, mientras permanecía desvelado, obsesionado con el juicio y el drama que les aguardaba a la mañana siguiente.

El oficial superior americano tamborileaba con los dedos sobre la mesa, sin molestarse en ocultar su irritación cuando Tommy, Hugh y el acusado avanzaron abriéndose paso entre el público presente en la sala. El pasillo central estaba tan atestado de
kriegies
que todo intento de entrar en formación, como habían hecho antes, se habría visto frustrado por la multitud de hombres, que apenas disponían de espacio suficiente para amontonarse en el suelo y dejarles paso. Les siguieron unos murmullos, susurros y algunos comentarios pronunciados en voz baja, como la modesta estela de espuma blanca que sigue a un velero. Tommy no prestó atención a las palabras, pero tomó nota de los distintos tonos de voz, algunos airados, otros animándoles y otros simplemente confundidos.

Tommy echó un breve vistazo al comandante Von Reiter, que ocupaba un asiento a la izquierda de Heinrich Visser. El comandante alemán se balanceaba en su asiento, con su eterna sonrisa. Pero Visser permanecía impertérrito. Tommy no estaba seguro de si Visser había beneficiado o perjudicado al caso, pero lo cierto era que les había hecho el importante favor de recordar a todos los
kriegies
quién era el auténtico enemigo, lo cual, bien pensado, era más de lo que Tommy habría podido desear. El problema era conseguir que los hombres del Stalag Luft 13 recordaran que Scott estaba de su lado, que era uno de ellos. Tommy supuso que eso sería muy difícil, quizás imposible.

—Debió usted llegar a la hora prevista para el comienzo de la sesión, al igual que todos nosotros, señor Hart —le amonestó el coronel MacNamara.

En lugar de responder a esa frase, Tommy se limitó a decir:

—Estamos dispuestos para comenzar, coronel.

—Entonces proceda —repuso MacNamara con una frialdad manifiesta.

—¡La defensa llama al estrado al teniente Lincoln Scott, del escuadrón 332 de cazabombarderos! —dijo Tommy alzando la voz con tono enérgico.

Scott se levantó de su asiento frente a la mesa de la defensa y atravesó en tres zancadas el espacio que mediaba hasta la silla de los testigos. Tomó rápidamente la Biblia, juró decir la verdad y se sentó. Miró a Tommy con la impaciencia propia de un boxeador, esperando que sonara la campana.

—Teniente Scott, cuente al tribunal cómo llegó al Stalag Luft 13.

—Derribaron mi avión. Como el de todos los que estamos aquí.

—¿Cómo ocurrió?

—Me perseguía un Focke-Wulf y no conseguí librarme de él antes de que me alcanzara. Eso fue todo.

—No exactamente —repuso Tommy—. Lo plantearé de otra forma: después de haber completado su patrulla habitual y al volar de regreso a su base, ¿oyó pedir auxilio a través de una emisora abierta al piloto de un B-17 al que habían alcanzado y tenía problemas?

Después de una pausa, Scott asintió con la cabeza.

—Sí.

—¿Una llamada de socorro?

—Supongo que sí, señor Hart. Estaba solo y tenía los dos motores averiados y la mitad del estabilizador de cola destrozado y estaba en una situación muy apurada.

—¿Dos motores averiados y le estaban atacando?

—Sí.

Tommy se detuvo. Calculó que todos los hombres del público sabían las poquísimas probabilidades que tenía el bombardero de salvarse en el momento de pedir auxilio a quienquiera que le oyera.

—Y usted y su compañero de vuelo trataron de prestar auxilio a ese bombardero que había sido atacado, ¿no es así?

—Así es.

—¿Estaban obligados a hacerlo?

—No —contestó Scott—. Supongo que técnicamente no, señor Hart. El avión pertenecía a un grupo distinto del que nos habían encomendado proteger. Pero usted y yo sabemos que ésta no pasa de ser una consideración técnica. Por supuesto que teníamos que ayudarle. Por lo tanto, es absurdo insinuar que no estábamos obligados a hacerlo, señor Hart. Ni siquiera pensamos en hacer otra cosa.

Simplemente atacamos.

—Comprendo. No pensaron que tuvieran otra opción. Dos contra seis. ¿Cuánta munición les quedaba cuando se lanzaron al ataque?

—La suficiente para un par de ráfagas. —Scott se detuvo, y después añadió—: No veo por qué tenemos que hablar de esto, señor Hart. No tiene nada que ver con los cargos que se me imputan.

—Ya llegaremos a ellos, teniente. Pero todos los que han ocupado el estrado han explicado cómo aterrizaron en este campo de prisioneros, y usted también debe hacerlo. Así pues, ¿atacó una fuerza enemiga muy superior sabiendo que no tenía suficiente munición para disparar más que un par de ráfagas?

—En efecto. Mi compañero y yo conseguimos derribar un Focke Wulf durante el primer ataque, confiando en que esto ahuyentaría a los otros. Pero no fue así.

—¿Qué ocurrió?

—Dos cazas se enzarzaron en combate con nosotros, otros dos persiguieron al bombardero.

—¿Y luego?

—Conseguimos ahuyentar a los dos cazas, situándonos detrás de ellos. Yo derribé a otro con la última munición que me quedaba. Luego perseguimos a los otros.

—¿Sin munición?

—Bueno, en otras ocasiones había funcionado.

—¿Qué ocurrió en esta ocasión?

—Me derribaron.

—¿Y su compañero de vuelo?

—Murió.

Tommy se detuvo, dejando que los presentes reflexionaran.

—¿Qué pasó con el B-17?

—Logró llegar sano y salvo a la base.

—¿Quiénes vuelan en el escuadrón 332?

—Hombres de todos los Estados Unidos.

—¿Y qué les distingue a ustedes?

—Somos voluntarios. No hay reclutas.

—¿Y qué más?

—Todos somos negros. Formados en Tuskegee, Alabama.

—¿Ha perdido la vida en combate algún bombardero protegido por el escuadrón de cazas 332?

—No hasta la fecha.

—¿Cómo es eso?

Scott vaciló. No había dejado de mirar a Tommy durante todo el diálogo, y siguió mirándolo de hito en hito, salvo durante unos segundos en que apartó la vista para observar al público, antes de fijar de nuevo en Tommy su mirada singular, rígida.

—Todos habíamos llegado a un acuerdo, cuando ingresamos en el cuerpo de aviación. Hicimos un pacto, una declaración de principios, por así decirlo. No dejaríamos que ningún chico blanco al que nos encomendaran proteger muriera.

Tommy se detuvo, dejando que esa frase reverberara sobre la silenciosa multitud congregada en la sala.

—Bien, cuando llegó aquí —prosiguió Tommy—, ¿hizo amistad con otros
kriegies?

—No.

—¿Con ninguno?

—No.

—¿Por qué?

—Nunca había tenido un amigo blanco, teniente Hart. No veo por qué habría de tenerlo aquí.

—¿Y ahora tiene amigos aquí, teniente Scott?

—Supongo que le considero a usted, señor Hart, y al teniente de aviación Renaday algo así como amigos —respondió tras dudar y encogerse de hombros.

—¿Ninguno más?

—No.

—Ahora bien, el capitán Vincent Bedford…

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