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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (55 page)

Tommy volvió a estremecerse. Pensó que Scott tenía razón. En aquel momento comprendió que cuando exhibiera el arma durante la sesión de mañana ante el
Hauptmann
Visser, eso probablemente le costaría la vida a Fritz Número Uno, y quizás exigiría un precio similar al comandante Von Reiter. Como mínimo, ambos hombres no tardarían en partir para el este, hacia el frente ruso, que venía a ser lo mismo. En cualquier caso, Tommy sabía que Fritz había dicho la verdad al respecto. Visser se daría cuenta de que el cuchillo sólo había podido entrar de una forma en el campo de prisioneros. De golpe a Tommy se le ocurrió la curiosa idea de que el cuchillo que reposaba sobre su delgada manta gris era capaz de matar a los dos alemanes sin siquiera rozarles la piel.

Tommy se preguntó si la persona que había clavado el cuchillo en su litera sabía eso. De pronto se sintió invadido por muchísimas sospechas. Durante unos instantes miró a Lincoln Scott, pensando que el aviador negro tenía sobrada razón. La repentina aparición del cuchillo a estas alturas del juicio quizá no resultara útil. Tommy experimentó la misma sensación que había tenido en la sala del tribunal, cuando se había abstenido de disparar preguntas como bombas contra Fenelli. Se preguntó si se trataba de una trampa. ¿Pero una trampa para quién?

—Maldita sea —dijo—. Creo que es hora de que vaya a charlar con Fenelli, ese sujeto en el que habíamos depositado todas nuestras esperanzas. Tengo ganas de preguntarle, en privado, por qué ha cambiado su historia.

—Me pregunto qué diablos le habrán prometido —comentó Lincoln Scott—. ¿Con qué puedes sobornar a un hombre aquí?

Tommy no respondió, aunque le pareció una excelente pregunta. Tomó el cuchillo y lo envolvió en uno de los pares de calcetines de lana verde olivo que le quedaban relativamente intactos. Luego lo guardó en el bolsillo interior de su cazadora.

—¿Va a llevárselo? —le preguntó Lincoln Scott—. ¿Por qué?

—Porque se me ocurre —repuso Tommy en voz baja— que ésta es la auténtica arma del crimen y quién nos garantiza que dentro de poco no se vayan a presentar aquí el comandante Clark y el capitán Townsend, como hicieron antes, para llevar a cabo uno de sus registros ilegales y afirmar mañana en el tribunal que hace días que tenemos este condenado objeto en nuestro poder y que, quizá, la única persona que ha tenido este cuchillo en su poder ha sido Lincoln Scott.

Ninguno había contemplado esta posibilidad. Lincoln Scott sonrió con tristeza.

—Se ha convertido en un tipo receloso, Tommy —dijo.

—Tengo motivos para ello —respondió Tommy. Observó a Scott dar media vuelta, con la espalda encorvada como si se sintiera agobiado por el peso de lo que le ocurría, y arrojarse sobre su litera, en la que permaneció inmóvil.

«Parece resignado», pensó Tommy. Por primera vez, creyó observar la derrota en las ojeras que mostraba el aviador negro, y un tono de fracaso en cada palabra que pronunciaba.

Trató de no pensar en esto al salir del barracón al atardecer, en busca de Fenelli, el embustero que, a su modo, podía resultar tan peligroso como el cuchillo que Tommy llevaba oculto contra a su pecho.

La luz se desvanecía rápidamente mientras Tommy se encaminaba a través del campo hacia el barracón de servicios médicos. Era esa hora imprecisa del día en que el cielo sólo recuerda la luz solar e insiste en la promesa de la noche. La mayoría de los
kriegies
ya se hallaba en sus barracones, muchos de ellos afanándose en preparar una magra cena. Cuanto más se esmeraba un cocinero
kriegie
a la hora de derrochar imaginación y combinar sus modestas vituallas para organizar la cena, tanto más evidente resultaba la escasez de comida. Al pasar frente a un barracón, Tommy percibió el omnipresente olor de carne en conserva frita. Le produjo el típico retortijón que experimenta un prisionero de guerra famélico. Ansiaba comer una loncha, cubierta con una pringosa salsa, sobre una rebanada fresca de
kriegsbrot
, pero a la vez se juró que si conseguía regresar algún día a casa, no volvería a probar la carne en conserva.

En la sucia ventana del barracón de servicios médicos, que distinguió al doblar la esquina del barracón 119, brillaba la luz de una sola bombilla. Durante unos segundos, Tommy contempló más allá de los edificios, a través de la alambrada, el modesto cementerio. Pensó que era una crueldad por parte de los alemanes permitir que los hombres que habían muerto fueran enterrados fuera de la alambrada. Era mofarse del anhelo de todo
kriegie
por alcanzar la libertad y regresar a su casa. Los únicos hombres que se habían marchado del campo de prisioneros estaban bajo tierra.

Tommy hizo un gesto de amargura, inspiró una bocanada de aire fresco para aplacar su ira, subió de dos en dos los escalones de madera que daban acceso al pequeño barracón de servicios médicos, abrió la puerta y entró.

Había un
kriegie
sentado detrás del mostrador de recepción, en el mismo lugar donde Tommy había visto por primera vez a Nicholas Fenelli. El hombre alzó la vista y lo miró.

—¿Qué ocurre, colega? —preguntó el
kriegie
—. Está a punto de oscurecer, deberías estar en tu barracón.

Tommy salió de entre las sombras junto a la puerta y avanzó hacia la luz. Observó los galones de capitán en la chaqueta del
kriegie
e hizo un perezoso saludo. No reconoció al oficial. Pero éste si le reconoció.

—Tú eres Hart, ¿no es así?

—Sí. Vengo a ver a…

—Ya sé a quién vienes a ver. Pero yo estuve allí hoy y oí al coronel MacNamara ordenar expresamente…

—¿Tienes nombre, capitán? —le interrumpió Tommy.

El oficial vaciló unos instantes, se encogió de hombros y repuso:

—Claro. Carson, como el explorador —tendió la mano a Tommy y éste se la estrechó.

—Bien, capitán Carson, deja que lo intente de nuevo. ¿Dónde está Fenelli?

—Aquí no. Tiene orden de no hablar contigo ni con nadie. Y tú tienes órdenes de no tratar de hablar con él.

—¿Hace tiempo que estás preso, capitán? No te reconozco.

—Un par de meses. Llegué poco antes que Scott.

—De acuerdo, capitán, permíteme que te aclare algo. Puede que estemos aún en el ejército, que llevemos uniforme, que hagamos el saludo militar y nos dirijamos a todos por su rango, ¿pero sabes una cosa? No es lo mismo. Venga, ¿dónde se ha metido Fenelli?

Carson movió la cabeza en sentido negativo.

—Lo han trasladado a otro sitio. Me dijeron que si venías en busca de él no te dijera nada.

—Puedo ir de barracón en barracón…

—Y puede que recibas un tiro de uno de los gorilas apostados en las torres de vigilancia.

Tommy asintió con la cabeza. El capitán tenía razón. Si no sabía dónde dar con él, Tommy no podía ir de barracón en barracón en busca de Fenelli. No en el poco tiempo que faltaba para que apagaran las luces.

—¿Sabes dónde se encuentra?

El capitán meneó la cabeza.

—Esas personas que te ordenaron lo que debías decirme si venía en busca de Fenelli, ¿no serán el comandante Clark y el capitán Townsend?

El hombre dudó, lo cual dio a Tommy la respuesta. Luego el capitán Carson se encogió de hombros.

—Sí —dijo—. Fueron ellos. Ellos mismos ayudaron a Fenelli a trasladar sus cosas y me dijeron que tendría que ayudar a Fenelli aquí, después del juicio, cuando la situación se normalice. Esas fueron sus palabras: «cuando la situación se normalice».

—¿Así que vas a ayudar a Fenelli? ¿Tienes experiencia con problemas médicos?

—Mi padre era médico rural. Dirigía una pequeña clínica en la que yo trabajaba en verano. Y estudié medicina en la Universidad de Wisconsin, de modo que estoy tan cualificado como el que más. Me pregunto por qué no habrá ningún médico titulado aquí. Encuentras todo tipo de profesiones…

—Puede que los médicos sean demasiado inteligentes para subirse en un B-17.

—O en un Thunderbolt, como yo —dijo Carson sonriendo—. Mira, Hart, no quiero mostrarme antipático. Si supiera algo de Fenelli, te lo diría. No creo que le informaran siquiera adonde lo trasladaban. Él sabía que tú te presentarías esta noche, y me pidió que te dijera que lamentaba lo de hoy… —Carson miró a su alrededor para cerciorarse de que ambos estaban solos—. Y dejó una nota.

Debes comprender, Hart, que esos dos tíos no le quitan ojo. No me dio la impresión de que Fenelli se sintiera satisfecho de que lo trasladaran a otro barracón. Y no se sentía satisfecho del testimonio que había dado hoy ante el tribunal, pero no quería hablar de ello, y menos conmigo. Pero consiguió escribir una nota y me la pasó disimuladamente… —Mientras hablaba Carson sacó del bolsillo un pedazo de papel roto, doblado dos veces, que entregó a Tommy—, no la he leído —afirmó.

Tommy asintió con la cabeza, desplegó el papel y leyó:

Lo siento, Hart. Vic llevaba razón en una cosa: aquí todo funciona a base de tratos. Unos tratos beneficiosos para algunos, perjudiciales para otros. Espero que consigas regresar a casa indemne. Cuando esto haya terminado, si alguna vez vas a Cleveland, llámame para que pueda disculparme en persona.

La nota no estaba firmada. Estaba escrita con una letra torpe, apresurada, con un lápiz negro de trazos gruesos. Tommy la leyó tres veces, memorizándola palabra por palabra.

—Fenelli me ordenó que te dijera que después de leerla la quemaras —dijo Carson.

Tommy asintió.

—¿Qué te ha dicho Fenelli? Sobre este lugar. Me refiero a la clínica.

El capitán se encogió de hombros.

—Desde que yo estoy aquí, sólo le he oído quejarse. Está harto de no poder ayudar a nadie, porque los alemanes roban el material médico. Dijo que el día que dejara esto y regresara a sus libros y sus estudios, sería el mejor de su vida. Eso es lo que tú haces, ¿no es cierto, Hart? Leer libros de derecho. Fenelli me aconsejó que hiciera lo mismo. Que consiguiera unos textos médicos y me pusiera a estudiar. Aquí disponemos de mucho tiempo libre, ¿no?

—Es de lo único que andamos sobrados —repuso Tommy.

El frío y la oscuridad de la noche se apoderaron del campo mientras Tommy se apresuraba bajo el firmamento casi negro ya. El oeste aparecía surcado por los últimos y turbios rayos de luz. Unos pocos rezagados se dirigían a sus barracones, y, al igual que Tommy, llevaban la gorra embutida hasta las cejas y el cuello de la cazadora levantado para protegerse de las ráfagas de aire helado que se arremolinaban en los callejones y entre los edificios. Todos caminaban deprisa, impacientes por entrar en los barracones antes de que la noche cayera por completo sobre el campo. El trayecto desde el barracón de servicios médicos condujo a Tommy hasta la zona principal de concentración, ahora desierta, barrida por el viento y reseca debido a las bajas temperaturas. A su izquierda, Tommy observó que el último fragmento de luna, una astilla plateada, apenas era visible sobre la línea de árboles más allá de la alambrada. Deseó detenerse unos momentos, esperar a que las estrellas comenzaran a pestañear y a brillar, inyectando una reconfortante sensación de compañía a su agitada imaginación.

Pero en lugar de detenerse, siguió avanzando, rápido y con la cabeza agachada, mientras los otros pocos rezagados pasaban apresuradamente junto a él. Al aproximarse a la entrada del barracón 101, Tommy se volvió para mirar la puerta principal. Lo que vio le hizo vacilar.

Junto a la puerta había una bombilla, debajo de una pantalla de hojalata. Bajo el tenue cono de luz que arrojaba, Tommy distinguió la inconfundible silueta de Fritz Número Uno, encendiendo un cigarrillo. Dedujo que el hurón se disponía a retirarse.

Tommy se paró en seco.

El hecho de ver al hurón, incluso al término de la jornada, no era infrecuente. Los hurones siempre permanecían atentos a las últimas idas y venidas de los
kriegies
, temerosos de que se produjera una reunión clandestina bajo el manto de la oscuridad que ellos no detectaran. En esto llevaban razón. Por más que ellos no fueran capaces de localizarlas, las reuniones seguían llevándose a cabo.

Tommy miró unos instantes a su alrededor y comprobó que estaba solo, a excepción de un par de figuras que se apresuraban a lo lejos hacia unos barracones situados al otro lado del recinto.

De pronto dio media vuelta frente a la puerta del barracón 101 y se dirigió apresuradamente a través de la zona de concentración, emitiendo un sonido seco al pisar la tierra con sus botas. Cuando se hallaba a unos veinte metros de la puerta principal, Fritz Número Uno se percató de que alguien se dirigía hacia él y se volvió. En la densa oscuridad, Tommy era una figura anónima, una silueta oscura que avanzaba veloz, y una mezcla de alarma y curiosidad en el rostro del hurón, casi como si le asustara la súbita aparición de un
kriegie
por entre las primeras sombras de la noche.

—¡Fritz! —se apresuró a decir Tommy, no tratando de ocultar su voz—. Acérquese.

El alemán se apartó de la luz, echó una breve ojeada a su alrededor, y al comprobar que no había nadie rondando por ahí, echó a andar hacia Tommy.

—¡Señor Hart! ¿Qué pasa? Debería estar en su barracón.

Tommy metió la mano en el interior de su cazadora.

—Tengo un regalo para usted, Fritz —dijo sin más.

El hurón se acercó, receloso.

—¿Un regalo? No comprendo…

Tommy extrajo del bolsillo de la cazadora el puñal ceremonial, que llevaba envuelto en los calcetines.

—Los calcetines los necesito —dijo, sosteniéndolos en alto—. Pero usted necesita esto.

En éstas arrojó el cuchillo al suelo, a los pies del alemán. Fritz Número Uno contempló unos segundos el cuchillo, estupefacto. Luego se agachó y lo recogió.

—Puede darme las gracias en otra ocasión —dijo Tommy, volviéndose al tiempo que Fritz Número Uno se incorporaba, sonriendo satisfecho—. Y puede estar seguro de que algún día le pediré algo a cambio. Algo importante.

Sin esperar a que el alemán respondiera, Tommy regresó a toda marcha a través del recinto, sin volverse una sola vez, hasta alcanzar la entrada del barracón 101, y sin vacilar hasta haber cerrado la puerta de un golpe a sus espaldas, confiando en haber hecho lo indicado, pero nada convencido de haberlo hecho.

Ninguno de los tres hombres que ocupaban el barracón 101 durmió bien esa noche. Todos sufrieron pesadillas que les hicieron despertarse más de una vez en plena noche, sudorosos, conscientes de su cautiverio. No se oía una respiración acompasada, ni ronquidos ligeros, ninguno de ellos consiguió descansar durante esa larga noche bávara. Ninguno de los tres dijo nada, sino que al despertarse cada uno permanecía acostado, sumido en sus pensamientos y terrores, incapaz de calmarse con las habituales visiones dulces, reconfortantes y familiares del hogar. Tommy pensó, mientras yacía despierto en su litera, que Scott era quien se llevaba la peor parte. Hugh, al igual que Tommy, sólo se enfrentaba al fracaso y a la frustración. La derrota para ellos era psicológica. Para Lincoln Scott era lo mismo, y un paso más, tal vez fatídico.

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