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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (26 page)

—¡Desde luego! —exclamó—. Tiene usted más razón que un santo.

Acto seguido se volvió hacia Tommy y Hugh.

—El teniente es, además, un filósofo. ¡No me lo habíais dicho!

Scott parecía sentirse perplejo ante este caballero británico, flaco y casi depauperado, que no dejaba de reír, resollar y toser, y que, no cabían dudas, disfrutaba con los giros y matices de la conversación.

—¿Es usted abogado? —volvió a preguntar Scott, con cierto aire de incredulidad.

Pryce se volvió rápidamente. Miró durante varios segundos a su interlocutor.

—Sí. El mejor que pueda conocer —respondió con intensa gravedad—. Ahora le diré qué ha de hacer esta mañana. Presta atención, Tommy.

Durante unos momentos Scott pareció dudar. Pero mientras el teniente coronel seguía hablando, empezó a asentir con la cabeza. Tommy y Hugh le imitaron, y a medida que Pryce hablaba cada vez más quedo, los otros hombres se agruparon en torno a él.

El teatro estaba en el centro del Stalag Luft 13, junto al barracón donde recibían los paquetes de la Cruz Roja y al improvisado edificio de los servicios médicos. Era algo más ancho que los barracones donde se alojaban los prisioneros, con el techo bajo, caluroso cuando la temperatura ascendía y gélido en invierno. Pero todos los espectáculos que ofrecían en él atraían a un numeroso público, desde una actuación de la banda de jazz del campo hasta una representación de
Primera plana
, sobre el escenario ligeramente elevado, rodeado de velas encendidas confeccionadas con latas de carne, a modo de candilejas. De vez en cuando pasaban un documental de propaganda alemana, o una película en la que actuaban unas muchachas bávaras que cantaban alegres —proyectadas por un viejo y achacoso aparato que con frecuencia rompía las cintas— ante los enardecidos aplausos de los prisioneros. Los mejores asientos, en la parte delantera de la habitación, estaban construidos con cajas de embalaje. Otros consistían en unas toscas tablas ensambladas que hacían las veces de incómodos bancos. Algunos hombres llevaban mantas para sentarse sobre ellas, apoyando la espalda contra los delgados tabiques de madera prefabricada.

Cuando el reloj tan codiciado por Vincent Bedford señalaba las diez en punto de la mañana, Tommy pasó a través de la puerta de doble hoja que daba acceso al teatro, flanqueado por Hugh Renaday y Lincoln Scott. Los tres marchaban al paso, con las espaldas bien marcadas, luciendo unos uniformes planchados y pulcros. Sus botas resonaban sobre el suelo con deliberada precisión.

Los tres avanzaron al unísono por el pasillo central, la mirada al frente, el paso ágil, manteniendo la formación, como lo hace el portaestandarte en un desfile.

El auditorio estaba abarrotado. No cabía un alfiler. Los hombres ocupaban cada rincón, apretujados, estirando el cuello para no perder detalle. Otros permanecían fuera, unos grupos de aviadores escuchaban a través de las ventanas abiertas. Cuando pasaron el acusado y sus dos abogados defensores, las cabezas de los
kriegies
se movieron de repente, como piezas de dominó al desplomarse. Al pie del escenario habían montado una especie de estrado que consistía en dos toscas mesas situadas una junto a otra, frente a tres sillas colocadas detrás de una mesa alargada instalada en el centro de la tarima. Cada silla la ocupaba un oficial superior del campo; Lewis MacNamara se hallaba en el asiento del centro. Acariciaba un martillo de madera, de confección casera, situado sobre un pedazo de madera grueso y cuadrado. El comandante Clark, acompañado por otro oficial que Tommy había visto participar en el registro la tarde anterior, estaba sentado en la mesa de la acusación. En un rincón, en la parte delantera del escenario, se hallaba el
Hauptmann
Heinrich Visser, acompañado de nuevo por un estenógrafo. Estaba sentado en una silla con respaldo e inclinado hacia atrás, con la espalda apoyada en la pared, exhibiendo una expresión un tanto divertida. Los
kriegies
le habían concedido un poco de espacio, de forma que Visser y el estenógrafo estaban aislados; sus uniformes de color gris plomo destacando entre el mar de tejido verde oliva y cuero marrón que lucían los pilotos americanos.

La habitación, en la que sonaba un persistente zumbido mientras los curiosos comentaban impacientes el espectáculo que iban a presenciar, enmudeció cuando entraron los tres hombres. Sin decir palabra, Lincoln Scott y Hugh ocuparon sus asientos en la mesa de la defensa. Tommy, situado entre los dos, permaneció de pie, mirando fijamente al coronel MacNamara. En una mano sostenía varios textos y en la otra un bloc de notas. Los dejó caer sobre la mesa estrepitosamente y produjeron un sonido similar a una ráfaga distante de mortero.

El coronel MacNamara contempló a los tres hombres, uno a uno, fijamente.

—¿Está preparado para empezar, teniente? —preguntó de repente.

—Sí —respondió Tommy—. ¿Va a presidir usted la vista, coronel?

—En efecto. Como oficial superior americano, tengo el deber…

—¡Protesto! —contestó Tommy alzando la voz.

—¿Protesta? —inquirió MacNamara mirándolo asombrado.

—Sí. Es posible que sea usted llamado a declarar como testigo en el caso. Lo cual excluye que presida la sesión.

—¿Testigo, yo? —MacNamara parecía perplejo y algo enfadado—. ¿A santo de qué?

Pero antes de que Tommy pudiera responder, el comandante Clark se levantó de un salto.

—¡Esto es absurdo! Coronel, su posición como oficial superior del sector americano le exige que presida esta vista. No veo qué testimonio pueda usted prestar…

—En un delito capital, la defensa —le interrumpió Tommy— debe contar con las máximas facilidades para aportar pruebas, sean éstas cuales fueran, que crea son de ayuda para su cliente. Lo contrario no sería justo, ni constitucional, sino más propio de los nazis contra cuya férula combatimos los americanos demócratas.

Con estas palabras Tommy se volvió señalando con el brazo a Heinrich Visser y el estenógrafo, que siguió escribiendo en su bloc de notas, aunque su frente parecía haber enrojecido. Visser se incorporó hacia delante dejando caer las patas delanteras de su silla sobre el suelo, como dos tiros.

Parecía que fuera a levantarse, pero permaneció sentado, mirando al frente, sin abandonar su cigarrillo.

MacNamara alzó la mano.

—No debo coartar su defensa, tiene usted razón. En cuanto a mi posible testimonio, eso ya se verá. Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.

Al hablar, el comandante hizo un leve gesto con la cabeza indicando a Visser.

Tommy asintió también con la cabeza. A su espalda, entre la multitud de
kriegies
que abarrotaban el teatro, oyó unos murmullos de protesta, que pronto fueron silenciados por otras voces. Los hombres querían oír lo que decían.

—Hoy hemos comparecido aquí simplemente para que el acusado se declare culpable o inocente.

Tal como usted solicitó, teniente, el comandante Clark ha compilado una lista de testigos y pruebas.

Sigamos adelante con el asunto que nos ocupa, por favor.

El comandante Clark se volvió hacia Tommy al tiempo que señalaba al hombre que estaba sentado junto a él.

—Teniente Hart, éste es el capitán Walker Townsend, que me ayudará en este procedimiento.

El capitán Townsend, un hombre delgado y atlético, con el pelo castaño claro, incipiente calvicie y delgado bigotito, se incorporó a medias de la silla y saludó a los tres hombres sentados en la mesa de la defensa. Tommy dedujo que tenía treinta y pocos años.

—El capitán se encargará de los testigos y las pruebas. Para cualquier dato relacionado con esos temas, puede tratar directamente con él —continuó el comandante Clark con su seco tono militar—.

Creo que de momento esto es cuanto tenemos, coronel. Podemos proceder con la declaración del acusado.

Tras unos instantes de vacilación, MacNamara dijo con voz alta y penetrante:

—Teniente Lincoln Scott, se le acusa del asesinato premeditado del capitán Vincent Bedford.

¿Cómo se declara usted?

Scott se levantó casi de un salto, pero contuvo la lengua durante unos segundos. Cuando habló, lo hizo alto y claro, con una irrefrenable intensidad.

—¡Señor! —su voz reverberó a través de todo el auditorio—. ¡Inocente, señoría!

MacNamara hizo ademán de responder, pero Scott se le adelantó en el silencio que reinaba en la sala, volviéndose un poco, a fin de colocarse casi frente al público compuesto por
kriegies
. Su voz se elevó como la de su padre predicador por sobre las cabezas de los hombres.

—¡No negaré que odiaba a Vincent Bedford! Desde el momento en que llegué a este campo, me trató como a un perro. Me insultaba, me atormentaba, me cubría de insultos obscenos y llenos de odio. Era un racista y me odiaba tanto como yo a él. ¡Deseaba verme muerto desde el momento en que llegué aquí! Todos los hombres que están aquí saben que trató de matarme obligándome a cruzar el límite. ¡Pero yo no reaccioné ante esa provocación! Cualquier otro hombre aquí habría estado justificado en pelearse con Vincent Bedford e incluso matarlo por lo que intentó hacer. Pero yo no hice nada.

El comandante Clark se levantó apresuradamente, agitando los brazos, tratando de atraer la atención del tribunal.

—¡Protesto, protesto! —gritó. Pero la voz de Scott era más potente y siguió hablando.

—¡Vine aquí para matar alemanes! —gritó volviéndose bruscamente y señalando con el dedo a Visser—. ¡Alemanes como él!

Visser, visiblemente pálido, arrojó al suelo el cigarrillo que sostenía en su única mano y lo aplastó con la bota. Luego hizo ademán de levantarse de la silla, pero volvió a sentarse. Miró al aviador negro con una expresión de incontenible odio. Scott le dirigió una mirada no menos áspera.

—Quizás algunos hombres en este campo hayan olvidado por qué estamos aquí —dijo en voz alta, mirando a MacNamara y a Clark y volviéndose luego hacia los
kriegies
que ocupaban el teatro—.

¡Pero yo no!

Scott se detuvo, dejando que en el teatro se hiciera un denso silencio.

—¡He conseguido matar a numerosos enemigos! Antes de que me derribaran tenía nueve esvásticas pintadas en el costado de mi avión. —Scott observó las hileras de hombres y agregó—: Y no soy el único. ¡Por esto estamos aquí!

Hizo otra pausa, para inspirar un poco de aire, de forma que sus siguientes palabras resonaron a través del auditorio.

—Pero alguien en el Stalag Luft 13 tenía otros planes. Fue la persona que mató a Vincent Bedford.

Scott se irguió mientras su voz traspasaba la silenciosa atmósfera del teatro.

—Quizá fuiste tú, o tú, o el hombre sentado junto a ti —prosiguió señalando a los miembros del público con el dedo, clavando los ojos en cada
kriegie
que elegía—. No sé por qué alguien mató a Vincent Bedford… —Scott inspiró y exclamó a voz en cuello—: ¡Pero me propongo averiguarlo!

Luego se volvió hacia MacNamara, que tenía el rostro arrebolado pero estaba pendiente de cada palabra y parecía haber concentrado su ira en un lugar invisible.

—Soy inocente, coronel. ¡Inocente, totalmente inocente!

Luego, sin más, se sentó.

En la sala estalló una confusión de voces babélica, una explosión atropellada y excitada al tiempo que los
kriegies
reaccionaban a las palabras de Scott. Curiosamente, el coronel MacNamara dejó que el estruendo continuara durante un minuto antes de empezar a golpear la madera con el martillo a fin de imponer orden.

—Buen trabajo —susurró Tommy al oído del aviador negro.

—Eso les dará que pensar —repuso Scott. Hugh trataba en vano de reprimir una sonrisa.

—¡Orden! —gritó MacNamara.

Tan rápidamente como había estallado, el estrépito comenzó a disiparse, dejando sólo el sonido del martillo. Aprovechando este vacío, Tommy retiró su silla y se puso de pie. Hizo una pequeña indicación a Scott y a Hugh, quienes también se levantaron. Los tres hombres dieron un taconazo y se colocaron en posición de firmes.

—¡Señor! —exclamó Tommy con voz estentórea—. La defensa estará preparada para proceder el lunes a las ocho de la mañana, después del
Appell
.

Los tres hombres saludaron al unísono. MacNamara asintió ligeramente con la cabeza, sin decir palabra y se llevó dos dedos a la frente para devolver el saludo. Acto seguido, el acusado y sus dos abogados dieron media vuelta y, en la misma formación militar que habían empleado al entrar en la sala, abandonaron el estrado y echaron a andar por el pasillo central. Un silencio sepulcral siguió a sus recias pisadas. Tommy observó sorpresa, confusión y dudas en los semblantes que abarrotaban el teatro. Eran las reacciones que había supuesto que generaría la actuación de Scott y la suya propia. También había previsto la tensa cólera en el rostro del comandante Clark y que la reacción del coronel MacNamara sería más calculada. Pero la expresión que le había sorprendido más fue la sonrisa sarcástica, casi de gozo, que había observado en el rostro de Walker Townsend, el ayudante de Clark. El capitán había mostrado un gesto extrañamente eufórico, como si acabara de recibir una inesperada y magnífica noticia, lo cual, pensó Tommy Hart para sus adentros, era justamente lo contrario de lo que cabía esperar.

Mientras avanzaba a través de la sala experimentó un estremecimiento, casi un escalofrío que le traspasó el pecho como la primera ráfaga helada de una mañana invernal en su casa de Vermont.

Pero ésta no era límpida, sino lóbrega y turbia como la niebla. Tommy sabía que en alguna parte entre el público, mirándolo, estaba el asesino de Vincent Bedford. Sin duda, ese hombre se mostraría menos eufórico ante la pública amenaza de Lincoln Scott. Es probable que incluso hubiera tomado alguna decisión.

Tommy alargó la mano con firmeza, irguió la cabeza, y abrió la puerta, saliendo apresuradamente del teatro hacia el sol de mediodía de últimos de primavera que lucía en el Stalag Luft 13. Se detuvo, resollando, y aspiró profundamente el aire oxidado, contaminado, impuro y rodeado por una alambrada de espino del campo de prisioneros.

7
La ruleta del ratón

Después de la vista, Lincoln Scott quedó solo en su dormitorio. Se mostraba estimulado por los acontecimientos de esa mañana. Había estrechado la mano de Tommy Hart y de Hugh Renaday, tras lo cual se había arrojado al suelo sin transición para realizar unos ejercicios abdominales a toda velocidad. Quedaron en reunirse más tarde para planificar el siguiente paso y Tommy dejó a Scott en la habitación. El aviador de Tuskegee se puso a danzar en una esquina de la habitación, boxeando contra contrincantes imaginarios, asestando contundentes golpes con la izquierda y derechazos capaces de tumbar al otro sobre la lona, utilizando la intensa luz diurna que se filtraba por la ventana del cuarto de literas y que arrojaba la suficiente oscuridad en las esquinas para crear las sombras necesarias para un combate simulado.

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