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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (25 page)

Tommy se detuvo y miró atónito al frágil abogado.

—No te veo como un comando, Phillip —dijo riendo, pero cuando Pryce se volvió hacia él, la risa se disipó, pues observó que el rostro de su amigo, ceniciento incluso a la luz del sol, reflejaba un dolor que parecía reverberar en lo más profundo de su ser.

—Yo no —dijo Pryce con voz entrecortada—. Mi hijo.

—¿Tienes un hijo? —preguntó Tommy.

—Phillip —terció Hugh—, nunca nos dijiste…

Pryce alzó la mano para que cesaran las preguntas de los otros dos hombres. Durante unos instantes, el anciano parecía casi translúcido. Su piel tenía un color cerúleo, como un pez. Al mismo tiempo, avanzó un paso hacia ellos, pero tropezó, y Tommy y Hugh se apresuraron a sostenerlo.

Pryce volvió a levantar la mano y luego, de manera sorpresiva, se sentó en el suelo, en el sendero que discurría por el perímetro del campo. Miró con tristeza a los dos aviadores y dijo lenta y dolorosamente.

—Amigos, lo lamento. Tuve un hijo. También él se llamaba Phillip.

Unas pocas lágrimas se habían acumulado en los párpados arrugados del teniente coronel. Su voz sonaba como cuero agrietándose bajo la tensión. A pesar del llanto, Pryce sonrió, como si su profundo pesar fuera, en cierto modo, divertido.

—Supongo, Hugh, que él es el motivo por el cual estoy aquí.

Hugh se inclinó sobre su amigo.

—Phillip, por favor…

Pryce meneó la cabeza.

—No, no. Debí contaros la verdad hace tiempo, chicos. Pero os la oculté. Decidí poner al mal tiempo buena cara. Seguir adelante ¿comprendéis? No quería convertirme en una carga más pesada de lo que soy…

—No eres una carga —repuso Tommy.

Él y Hugh se sentaron en el suelo junto a su amigo, que empezó a decir algo mientras dirigía la vista sobre la alambrada, hacia el mundo que se extendía más allá de la misma.

—Mi Elizabeth murió al comienzo del bombardeo alemán de Gran Bretaña, en 1940. Yo le había pedido que se fuera al campo, pero era testaruda. Deliciosamente testaruda, era la cualidad que más amaba en ella. Era valiente y no estaba dispuesta a permitir que un pequeño cabo austríaco la obligara a abandonar su hogar, por más malditos bombarderos que nos enviara. De modo que le dije que cuando sonaran las sirenas, se metiera en el refugio, pero a veces prefería esperar sentada en el sótano a que los ataques cesaran. Sobre nuestra casa cayó una bomba de doscientos veinticinco kilos. Al menos ella no sufrió…

—Phillip, no tienes… —dijo Hugh, pero el anciano sonrió y meneó la cabeza.

—Entonces nos quedamos solos mi hijo y yo. Él ya se había alistado. Diecinueve años, y ya era oficial en el regimiento escocés. Faldas y gaitas girando al son de ese ruido chirriante que los escoceses llaman música, espadas de hoja ancha y tradiciones. Su madre era escocesa, y creo que él pensaba que se lo debía. El regimiento escocés, el clan de los Fergus y el clan de los Mac Diarmid.

Hombres duros. Habían recibido instrucción como comandos, habían combatido en Dieppe y en St.

Nazaire. Cuando mi hijo venía a casa de permiso me mostraba algunas de las técnicas más exóticas que había aprendido, entre ellas cómo silenciar a un centinela, que era precisamente lo que hemos descubierto aquí. Me contó que su instructor, un escocés bajito y musculoso con un acento que volvía casi incomprensibles sus palabras, siempre concluía sus charlas sobre matar con la siguiente frase: «Recuerden, caballeros: siempre limpiamente.» A Phillip eso le encantaba. «Limpiamente», me decía mientras yo trinchaba la carne, y se echaba a reír. Tenía una risa franca y alegre. Emitía unas estentóreas carcajadas que a la menor provocación estallaban como un volcán. Le encantaba reír. Incluso cuando jugaba al rugby, en sus tiempos de escolar, sonreía y reía mientras la sangre le chorreaba de la nariz. Cuando su madre murió a consecuencia del ataque aéreo, pensé que dejaría de ser alegre, pero a pesar de la profunda tristeza que le embargaba, seguía teniendo una alegría irreprimible. Gozaba de la vida, se deleitaba con ella. Todos le querían. No sólo yo, su aburrido padre que lo adoraba, sino sus compañeros de escuela, los jóvenes que frecuentaba en fiestas y demás acontecimientos sociales y luego los hombres que tenía a su mando, porque todos sabían que era un buenazo, inteligente y de fiar. Un hombre que guardaba lo mejor de un niño. Parecía crecer con cada minuto que pasaba, y yo me estremecía al pensar en lo que el mundo le tenía reservado.

Pryce respiró hondo.

—En los comandos tenían una regla. Cuando se encontraban detrás de las líneas alemanas, si caías herido te dejaban allí. Una regla cruel, pero esencial, supongo. El grupo siempre es más importante que el individuo. El blanco y la misión son más importantes que un hombre.

Pryce continuó con voz entrecortada:

—Pero ése no era el estilo de mi hijo. No. Phillip era demasiado leal. Un amigo jamás abandona a un amigo, por negra que parezca la situación, y mi hijo era amigo de todos.

Hugh miraba también a través de la alambrada. Sus ojos reflejaban una expresión nostálgica, casi como si imaginara las praderas de su casa, más allá de los árboles que parecían montar guardia en el límite del bosque bávaro.

—¿Qué ocurrió, Phillip? —preguntó.

—Su capitán recibió tres disparos en la pierna, que quedó destrozada, y Phillip se negó a abandonarlo. En el Norte de África. No muy lejos de Tobruk, en aquel desastre organizado por Rommel y Montgomery. Transportó a su comandante unos quince kilómetros a través de aquel maldito desierto, rodeados por el Afrika Korps, a hombros, el capitán amenazando con pegarse un tiro cada kilómetro, ordenando a Phillip que lo dejara, pero Phillip se negó, por supuesto.

Caminaban durante el día y buena parte de la noche y se hallaban tan sólo a doscientos metros de las líneas británicas cuando Phillip entregó por fin al capitán a un par de sus hombres. Por las noches había patrullas alemanas por todas partes, las líneas eran muy fluidas y no sabías distinguir entre el enemigo y los tuyos. Era muy peligroso. Corrías el riesgo de que te dispararan desde ambos lados. De modo que Phillip ordenó a sus hombres que se adelantaran, transportando a su capitán, y él se quedó para cubrir su retirada. Se convirtió en el último hombre, con un rifle Bren y algunas granadas. Les aseguró que se reuniría con ellos de inmediato. Los otros consiguieron regresar a casa. Phillip no. No se sabe qué ocurrió exactamente. Desaparecido en combate, ni siquiera oficialmente muerto, pero por supuesto yo sé la verdad. Recibí una carta del capitán. Un hombre muy amable, profesor de Oxford antes de la guerra, que leía a los clásicos y enseñaba latín y griego.

Me explicó que se habían producido explosiones y fuego de ametralladoras en el lugar donde Phillip había montado su retaguardia. Me dijo que Phillip debió de pelear desesperadamente, porque el fuego continuó durante mucho rato, sin cesar, lo cual permitió al resto del equipo ponerse a salvo.

Así era mi hijo. Habría sacrificado gustosamente su vida para salvar la de otros, pero no estaba dispuesto a sacrificarla a bajo precio. Necesitaban más que un puñado de esos cabrones alemanes para acabar con él. El capitán perdió la pierna. Pero sobrevivió porque gracias a mi hijo consiguió ponerse a salvo. A Phillip le concedieron la Cruz Victoria. Murió.

Pryce volvió a menear la cabeza.

—Mi hijo era muy hermoso. Perfecto, encantador. Era un corredor incansable. Aún me parece verlo en el campo de juego al término de un partido, cuando era un chiquillo, caminando y riendo como si tal cosa, mientras los demás resollaban y se arrastraban. Rebosaba alegría. Supongo que se sintió así hasta el último momento, pese a estar acorralado por esos cabrones y haberse quedado sin munición. El día que recibí la carta del capitán, se acabaron para mí las esperanzas, Hugh. Sólo deseaba matar alemanes. Matarlos y morir yo también. Matarlos por haber matado a mi hijo. Ésa es la razón por la que me metí en el Blenheim contigo, Hugh. En realidad, el artillero a quien sustituí no estaba enfermo. Yo le ordené que me cediera su puesto, porque quería ser yo quien disparara esa ametralladora. Era el único medio que tenía de matar a esos jodidos.

Pryce suspiró. Se llevó la mano a las mejillas, tocando suavemente las lágrimas que se deslizaban por ellas.

—¿Sabéis, chicos? —dijo mirando a Tommy y a Hugh—, en ciertos aspectos me recordáis a Phillip.

Era alto y estudioso, como Tommy. Y fuerte y atlético, como tú, Hugh. Maldita sea, no quiero que os muráis. No podría soportarlo.

Se limpió las lágrimas con la manga de su camisa.

—Creo —dijo despacio, inspirando profundamente cada tres palabras—, que mi pobre y destrozado corazón se alegraría si nuestro joven e inocente señor Scott saliera de esto con vida. Ahora hablemos sobre la vista que se celebrará esta mañana.

Lincoln Scott estaba sentado en el borde de su litera, la única que había en la desierta habitación, cuando entró Tommy, acompañado por Hugh y Pryce. Faltaban unos minutos para las diez de la mañana y el aviador negro sostenía la Biblia sobre sus rodillas, cerrada, casi como si las palabras que contenía pudieran filtrarse directamente por las gastadas tapas de cuero negro y penetrar en su corazón a través de las palmas de sus manos. Cuando entraron los tres hombres, se levantó. Saludó a Tommy y a Hugh con un gesto de la cabeza y miró a Phillip Pryce con cierta curiosidad.

—¿Más ayuda de las Islas Británicas? —preguntó.

Pryce avanzó hacia él con la mano extendida.

—Exactamente, chico. Mi nombre es Phillip Pryce.

Scott le estrechó la mano con firmeza. Pero al mismo tiempo sonrió, como si acabaran de contarle un chiste.

—¿He dicho algo divertido? —inquirió Pryce.

El aviador negro bajó la cabeza.

—En cierto modo, sí.

—¿El qué?

—Yo no soy su chico —replicó Scott.

—¿Cómo dice?

—Ha dicho: «exactamente, chico». Yo no soy su chico. Ni de usted, ni de nadie. Soy un hombre.

Pryce ladeó la cabeza.

—Me temo que no acabo de entender… —dijo.

—Es la palabra: «chico». Cuando llaman a un negro «chico», lo hacen en sentido peyorativo. Era como antaño se dirigían a los esclavos. Así me llamaba el capitán Bedford, una y otra vez, tratando de provocarme. —Scott se expresaba con una voz serena pero que contenía ese tono frío y tenso que Tommy había detectado desde sus primeras conversaciones con él—. Por supuesto, no fue el primer cretino que me ofendió de ese modo desde que me alisté, y seguramente no será el último. Pero yo no soy el chico de usted ni de nadie. Es una palabra ofensiva. ¿No lo sabía?

Pryce sonrió.

—Qué interesante —dijo con evidente entusiasmo—. Resulta que un término amistoso utilizado a menudo en mi país, tiene un significado totalmente distinto para el señor Scott, debido a sus orígenes. Fascinante. Dígame, teniente Scott, ¿hay otras palabras de uso común en inglés impregnadas de significados distintos que yo deba evitar?

Scott parecía sorprendido por la respuesta de Pryce.

—No lo sé —dijo.

—Pues si las hay, haga el favor de informarme al respecto. A veces, cuando hablo con nuestro joven Tommy, pienso que hace siglos cometimos un gran error al permitiros a vosotros, los americanos, que os apropiarais de nuestra maravillosa lengua. Jamás debimos compartirla con vosotros, que no sois más que unos aventureros y unos inútiles. —Pryce hablaba a borbotones, casi con alegría.

—¿Y qué hace usted aquí? —interrumpió Scott de forma tajante.

—Pero mi querido… —Pryce se detuvo—. ¿Mi querido muchacho? ¿Le parece aceptable, teniente?

Scott se encogió de hombros.

—Pues bien, estoy aquí para echarles discretamente una mano y ofrecerles mis conocimientos profesionales. Y antes de que comparezca usted en la vista que va a celebrarse esta mañana, quería conocerlo personalmente.

—¿Usted también es abogado?

—En efecto, teniente.

Scott miró receloso e incrédulo al frágil anciano que tenía ante sí.

—¿Y quería echarme un vistazo? ¿Cómo si fuera un pedazo de carne o un fenómeno de feria? ¿Qué es lo que ha venido a ver aquí? —El aviador formuló las preguntas con aspereza, casi con rabia. La atmósfera se hizo tensa.

Pryce, sin perder un ápice de su desenvoltura, dudó un instante e hizo una pausa muy teatral antes de rematar su actuación.

—Sólo esperaba ver una cosa, teniente —dijo con voz queda.

—¿El qué? —inquirió Scott. Tommy vio que los nudillos de la mano con que sostenía la Biblia habían adquirido un tono más pálido de lo normal debido a la fuerza con que apretaba el libro.

—Inocencia —respondió Pryce.

Scott inspiró con fuerza, llenando su amplio y musculoso pecho de aire.

—¿Y cómo puede ver eso, señor Pryce? ¿Cree que la inocencia es como una cazadora que puedo ponerme por la mañana cuando hace frío? ¿La ve en mis ojos, mi rostro o en la forma en que me cuadro ante mis superiores? ¿Acaso se trata de un gesto? ¿Una sonrisa, quizá? Dígame, ¿cómo se demuestra una cualidad como la inocencia? Me gustaría saberlo, porque quizá me resultara útil en mi situación.

Pryce parecía encantado con las preguntas que el aviador negro le disparaba como ráfagas de ametralladora.

—Uno demuestra su inocencia no fingiendo ser lo que no es.

—En ese caso tiene usted un problema —le replicó Scott—, porque yo soy así.

Pryce asintió con la cabeza.

—Es posible. ¿Siempre se muestra usted tan enfadado, teniente? ¿Siempre se vuelve contra las personas que tratan de ayudarlo?

—Yo soy como soy. Lo toma o lo deja.

—¡Ah, una actitud muy propia de un americano!

—Soy americano. Aunque sea negro, soy americano.

—Entonces le aconsejo —dijo Phillip Pryce señalando a Tommy— que confíe en este compatriota que trata de ayudarle.

Scott entrecerró los ojos, fijándolos en el anciano aviador británico.

—¿Mientras mis otros compatriotas tratan de matarme? —preguntó con evidente despecho—. La confianza, según he podido comprobar, es mejor depositarla en quienes se la han ganado que en quienes la reclaman. Uno se gana la confianza de los demás en situaciones extremas. En el aire, cuando vuelas ala con ala a través de una turbulencia, o cuando vuelas a través de una escuadrilla de Messerschmidts. No es fácil ganártela, y cuando la consigues no la pierdes con facilidad.

Pryce soltó una carcajada.

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