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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (54 page)

—Por supuesto —le cortó bruscamente Townsend—. Tengo una sola pregunta más para usted, teniente —dijo el fiscal en voz alta—. Se han hecho muchas conjeturas sobre si el asesino era diestro o zurdo…

—Sí señor.

—¿Su examen del cadáver le indicó algo al respecto?

—Sí señor. Debido a las contusiones y a la herida causada por el cuchillo, y después de hablar con usted, deduje que quien hubiera asesinado al capitán Bedford probablemente era ambidextro, señor.

Townsend asintió.

—Ambidextro significa que esa persona es capaz de utilizar tanto la mano derecha como la izquierda, ¿no es así?

—Sí señor.

—¿Como un boxeador que posea una gran destreza?

—Supongo.

—¡Protesto! —gritó Tommy levantándose de nuevo.

El coronel MacNamara lo miró y alzó la mano para impedir que Tommy prosiguiera.

—Sí, sí, ya sé lo que va a decir, teniente Hart. Es una conclusión que el testigo no pudo haber alcanzado. Tiene razón. Lamentablemente, señor Hart, es una conclusión que a todo el tribunal le resulta evidente. —MacNamara hizo un ademán para indicar a Tommy que volviera a sentarse—.

¿Desea hacer más preguntas al teniente Fenelli, capitán?

Townsend sonrió, miró al comandante Clark y negó con la cabeza.

—No señor. No tenemos más preguntas. Puede usted interrogar al testigo, teniente.

Temblando de ira, ofuscado debido a las múltiples sensaciones de furia por haber sido traicionado, Tommy se puso de pie y durante varios segundos miró de hito en hito al testigo sentado frente a él. La ambivalencia de sus emociones, le confundían. Se mordió el labio inferior, deseando tan sólo despedazar a Fenelli. Quería ponerlo en ridículo y demostrar a todo el campo que era un embustero, un cobarde, un farsante y un traidor. Tommy rebuscó a través de la densa ira que saturaba su mente la primera pregunta que demostraría que Fenelli era el Judas que él creía.

Respiraba trabajosa y entrecortadamente, y deseaba encontrar palabras devastadoras.

Abrió la boca para disparar su primera salva, pero se detuvo al observar por el rabillo del ojo la expresión pintada en el rostro de Walker Townsend. El capitán de Virginia estaba sentado con el torso levemente inclinado hacia delante, no tanto sonriendo de satisfacción sino aguardando con visible impaciencia. Y Tommy, en aquel breve instante, reparó en algo que le pareció importante: que lo que el capitán Townsend y el comandante Clark, sentado junto a él, aguardaban con impaciencia no era oír lo que Fenelli ya había declarado desde el estrado, sino lo que estaba a punto de decir, cuando Tommy le lanzara su primera y airada pregunta a través de la sala.

Tommy respiró hondo. Miró a Hugh Renaday y a Lincoln Scott y comprendió que ambos querían que atacara verbalmente al testigo deshonesto y le hiciera picadillo.

Tommy espiró lentamente.

Luego apartó la vista de Fenelli y la fijó en el coronel MacNamara.

—Coronel —dijo, esbozando una pequeña y falsa sonrisa—, es evidente que el cambio de opinión del teniente Fenelli ha pillado por sorpresa a la defensa. Solicitamos que aplace la sesión hasta mañana a fin de que podamos organizar nuestra estrategia.

El capitán Townsend se levantó.

—Señor, falta casi una hora para el
Appell
vespertino. Creo que deberíamos prolongar la sesión cuanto sea posible. El señor Hart tiene tiempo suficiente para formular preguntas al testigo y, en caso necesario, puede continuar haciéndolo mañana.

Tommy tosió. Cruzó los brazos y comprendió que acababa de evitar una trampa. El problema era que no sabía en qué consistía. Miró de reojo y observó que el comandante Clark tenía los puños crispados.

Curiosamente, MacNamara parecía un tanto ajeno a lo que ocurría, meneando la cabeza de un lado a otro.

—El teniente Hart lleva razón —dijo pausadamente—. Falta menos de una hora. No disponemos de tiempo suficiente y es preferible no interrumpir en este punto. Haremos una pausa y reanudaremos la sesión por la mañana. —El coronel se volvió hacia el
Hauptmann
Visser, que estaba sentado en un lado de la sala, y le amonestó con tono irritado—. Este tribunal trabajaría más eficazmente,
Herr Hauptmann
, de forma más rápida y ordenada, si no tuviéramos que interrumpir continuamente la sesión para asistir al recuento de prisioneros. ¿Quiere hacer el favor de comentárselo al comandante Von Reiter?

Visser asintió con la cabeza.

—Hablaré con él al respecto, coronel —se limitó a contestar.

—Muy bien —dijo MacNamara—. Teniente Fenelli, recuerde que, al igual que los otros testigos, sigue usted bajo juramento y no deber hablar sobre su testimonio ni ningún otro aspecto del caso con nadie. ¿Entendido?

—Por supuesto, señor —se apresuró a responder Fenelli.

—Se aplaza la sesión hasta mañana —dijo MacNamara levantándose.

Al igual que antes, Tommy, Scott y Hugh Renaday esperaron a que el teatro se vaciara.

Permanecieron en silencio ante la mesa de la defensa hasta que el último eco de las botas de los aviadores se disipó de la cavernosa sala del tribunal. Lincoln Scott miraba al frente, con los ojos fijos en la silla vacía de los testigos.

Renaday apartó su silla y rompió el silencio.

—¡Maldito embustero! —exclamó furioso—. ¿Por qué no te lanzaste sobre él y le machacaste, Tommy?

—Porque eso era lo que ellos querían. En todo caso, era lo que esperaban. Lo que Fenelli dijo fue muy grave. Pero lo que iba a decir quizá fuera peor.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Renaday.

—No lo sé —repuso Tommy secamente—, lo supongo.

—¿Qué podía decir que fuera peor?

Tommy volvió a encogerse de hombros.

—Se mostraba evasivo sobre sus mentiras, utilizando con frecuencia las palabras «quizá», «debí» y «pude». Es posible que cuando le interrogara sobre la visita que le hicieron Townsend y Clark, no se mostrara tan evasivo. Puede que su próxima mentira nos hubiera hundido. Pero es otra suposición mía.

—Una suposición muy arriesgada, muchacho —dijo Hugh—. De esa forma das a ese cabrón embustero toda la noche para prepararse para el ataque.

—No estoy seguro de eso —repuso Tommy—. Creo que después de cenar haré una breve visita a Fenelli.

—Pero MacNamara dijo…

—¡Al cuerno con MacNamara! —replicó Tommy—. ¿Qué coño puede hacerme? Soy un prisionero de guerra.

Esta respuesta hizo que en el rostro de Lincoln Scott se dibujara una triste sonrisa. Asintió en silencio, como si prefiriera guardar para sí todos los pensamientos terroríficos que le asaltaban. Una cosa era evidente: puede que el coronel MacNamara no pudiera hacerle nada peor a Tommy, pero ése no era el caso de Lincoln Scott.

El cielo nocturno se había despejado, la enojosa y fría llovizna había remitido y todo indicaba que el tiempo mejoraría para el
Appell
vespertino. Tommy esperó con paciencia junto a Lincoln Scott mientras repetían por enésima vez el tedioso proceso del recuento. Durante unos instantes se preguntó cuántas veces los alemanes les habrían contado durante los años que llevaba en el Stalag Luft 13, y se juró que si conseguía regresar a su casa de Vermont, jamás permitiría que nadie le sometiera a esa clase de recuentos.

Miró a su alrededor, buscando a Fenelli, pero no lo encontró. Supuso que estaría agazapado en la última fila de una de las formaciones, lo más alejado posible de los hombres del barracón 101. En el fondo, le tenía sin cuidado. Esperaría hasta poco antes de que apagaran las luces para ir en su busca.

Repasó lo que iba a decir al médico en ciernes, tratando de dar con la combinación idónea de ira y comprensión para conseguir que Fenelli le explicara por qué había modificado su historia. Clark y Townsend habían influido en él, de eso estaba seguro. Pero no sabía en qué medida, y eso era lo que quería averiguar. También se proponía averiguar lo que Fenelli declararía por la mañana.

Aparte de eso, Tommy reconoció que se hallaba en una situación apurada. No tenía pruebas que presentar. El único testigo de la defensa era el mismo Scott. Sacudió la cabeza. No era mucho que ofrecer. Suponía que Scott sería un pésimo testigo, y tenía grandes dudas sobre su propia capacidad para convencer a los demás —y menos aún al coronel MacNamara y los otros dos miembros del tribunal— con un apasionado discurso.

Tommy oyó la orden de romper filas emitida desde la cabeza de las formaciones y siguió en silencio a Scott y a Hugh a través del campo de revista hacia el barracón 101, sin prestar atención al barullo de voces a su alrededor.

—Tenemos que comer algo —dijo Hugh mientras avanzaban por el pasillo central del barracón—.

Pero me temo que no hay gran cosa en la despensa.

—Coman ustedes —repuso Scott—. A mí me queda un paquete casi por estrenar. Tomen lo que quieran para prepararse la comida. Yo no tengo hambre.

Hugh iba a responder, pero se detuvo. Tanto él como Tommy sabían que eso era mentira, porque en el Stalag Luft 13 todos estaban siempre hambrientos.

Scott se adelantó y abrió la puerta del dormitorio. Se detuvo tras dar unos pocos pasos por su interior. Tommy y Hugh hicieron lo propio.

—¿Qué ocurre? —inquirió Tommy.

—Hemos vuelto a tener visita —respondió Scott—. ¡Maldita sea!

Tommy pasó deslizándose junto a los poderosos hombros del aviador negro, que se hallaba en el umbral. Vio que Lincoln Scott observaba algo y supuso que se trataría de otro burdo mensaje. Pero lo que vio le dejó estupefacto.

Un cuchillo clavado en el tosco armazón de madera de la litera de Tommy, encima de la raída almohada colocada en la cabecera, cuya hoja reflejaba el potente resplandor de la bombilla que pendía del techo.

No era un cuchillo cualquiera, sino «el» cuchillo. La calavera grabada en la punta del mango parecía sonreírle.

Hugh entró también en la habitación.

—Ya iba siendo hora de que alguien hiciera lo que es debido —murmuró—. Esa debe de ser el arma del crimen, Tommy, muchacho. ¡Y gracias a Dios, ahora está en nuestro poder!

Los tres hombres se acercaron con cautela al cuchillo.

—¿Creéis que han tocado algo? —preguntó Tommy.

—No lo parece —respondió Scott.

—¿Hay alguna nota?

—No. No veo ninguna.

—Debería haberla —dijo Tommy meneando la cabeza.

—¿Por qué? —preguntó Hugh—. Ese cuchillo habla por sí solo. Puede que nuestro benefactor anónimo sea ese piloto de caza, el tipo de Nueva York que te habló del asunto.

—Es posible —repuso Tommy, aunque no estaba muy convencido. Alargó la mano y extrajo con cuidado el arma clavada en la madera. La hoja relucía en sus manos, casi como si tuviera vida propia, lo cual, en cierto modo, era verdad. Tommy la examinó con mucha detención. Le habían limpiado las manchas de sangre y cualquier otra prueba incriminatoria, de forma que parecía casi nueva. La sopesó; era ligera, pero sólida. Deslizó un dedo por la hoja de doble filo. Estaba afilada como una cuchilla de afeitar. La punta no había quedado roma, ni al clavarse en el cuello de Trader Vic ni en la madera de la litera de Tommy. El mango era negro, de ónice, pulido hasta arrancarle intensos destellos y tallado por un artesano. La calavera presentaba un color blanco perlado, casi translúcido. El puñal evocaba historias de ritos y terror. Era un objeto cruel, pensó Tommy, que combinaba una terrible mezcla de simbolismo y afán asesino. De golpe comprendió que era el objeto más valioso que había sostenido en sus manos desde hacía meses, pero en seguida se dijo que no era cierto, que cualquiera de sus libros de derecho era más importante y, a su modo, más peligroso. Sonrió al percatarse de que se estaba comportando como un joven universitario idealista.

—Es el primer golpe de suerte que tenemos —comentó Hugh—. Mañana el teniente Fenelli se llevará una sorpresa morrocotuda. —Tomó el puñal de manos de Tommy, sopesándolo, y añadió—: Un objeto mortífero, todo hay que decirlo.

Scott lo tomó para examinarlo en silencio.

—No me fío de él —dijo devolviéndoselo a Tommy.

—¿A qué se refiere? —preguntó Hugh—. Es el arma del crimen, de eso no cabe duda.

—Sí. Seguramente es cierto. ¿Y aparece aquí como por arte de magia? ¿En el momento más crítico?

—No lo sé. ¡Pero puede que alguien se haya dado cuenta por fin de lo injusta que es esta farsa! —exclamó Hugh—. Alguien que ha decidido nivelar un poco las cosas. ¿Para qué vamos a quejarnos nosotros?

—¿Nosotros? Quería decir «yo» —replicó Scott suavemente.

Hugh dio un respingo, pero asintió despacio con la cabeza.

—Nadie en este campo quiere ayudarnos —dijo Scott volviéndose hacia Tommy—. Ni una sola persona.

—Ya lo hemos discutido antes —repuso Tommy—. No lo sabemos con certeza.

—Claro —respondió Scott dirigiendo los ojos hacia arriba en gesto de resignación—. Allá usted si prefiere pensar eso. —Luego contempló de nuevo el puñal ceremonial—. Fíjese en ese cuchillo, Tommy. Representa el mal y ha servido a una causa malévola. Tiene la muerte grabada en él. Sé que quizá no sea usted muy religioso, que sin duda es un yanqui de Vermont testarudo y duro de pelar —dijo con una media sonrisa—, y quiero pensar que soy mucho más moderno que mi viejo padre predicador, que cada domingo proclama desde el pulpito con voz alta y clara que todo cuanto no está directamente relacionado con las Sagradas Escrituras no posee valor alguno en esta Tierra, pero si examinan ese objeto de cerca comprenderán que no emana nada bueno de él y que no es de fiar.

—Es usted demasiado filosófico y poco pragmático —objetó Hugh.

—Quizá —respondió Scott—. Ya veremos quién tiene razón.

Tommy no dijo nada. Depositó el cuchillo sobre su litera después de palpar el mango por última vez. Incluso limpio, no era difícil imaginar que un experto que manipulara este arma no tendría mayores problemas en hundirla en el cuello de un hombre, al estilo comando, sajándole la laringe en su trayectoria hacia el cerebro. Se estremeció. Era un tipo de asesinato que le parecía en extremo cruel e inhumano, pero si se hubiera parado a reflexionar, habría comprendido que en una guerra apenas existe diferencia entre clavar un cuchillo en el cuello de un hombre o arrojar una bomba de doscientos veinticinco kilos a través de las olas para acabar con él. Pero Tommy estaba atrapado en su visión de los últimos segundos de Trader Vic, preguntándose si habría experimentado dolor o tan sólo asombro y confusión al sentir que el cuchillo se hundía en su cuello.

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