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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (61 page)

—Yo le odiaba. Y él me odiaba a mí. La base de ese odio lo constituía el color de mi piel, señor Hart, pero sospecho que era algo más profundo. Cuando el capitán Bedford me miraba, no veía a un hombre en las mismas circunstancias que él. Veía a un enemigo, era un sentimiento ancestral. Un enemigo mucho más peligroso que los alemanes con quienes estamos en guerra. Y confieso que desgraciadamente yo sentía lo mismo hacia él. Era el hombre que había esclavizado, torturado y obligado a mis antepasados a trabajar hasta caer muertos. Era como una pesadilla que no sólo me afectaba a mí, sino a mi padre, a mi abuelo y a todas las generaciones que me han precedido.

—¿Mató usted a Vincent Bedford?

—No. No me habría importado pelear con Vincent Bedford, y si, en el curso de la pelea, él hubiera muerto, no me habría causado ningún pesar. ¿Pero perseguirlo por la noche, como afirman esos hombres, acechándole y atacándolo por la espalda como un débil y despreciable cobarde? ¡No señor! ¡Jamás lo haría, ni ahora ni nunca!

—¿No lo haría?

Scott estaba sentado con el torso inclinado hacia delante. Su voz retumbaba por la sala.

—No. ¿Pero quiere saber si me alegré al averiguar que alguien lo había matado? Pues, sí. Incluso cuando me acusaron falsamente, en mi fuero interno me alegré de lo ocurrido, porque consideraba a Vincent Bedford un ser diabólico.

—¿Diabólico?

—Sí. Un hombre que vive una mentira, como hacía él, es diabólico.

Tommy hizo una pausa. Lo que había percibido en las palabras de Scott iba en una dirección distinta de lo que dedujo que quería decir el aviador negro. Pero experimentó una súbita sensación de euforia, pues acababa de reparar en algo sobre Vincent Bedford que dudaba que otro hubiera detectado, con la posible excepción del hombre que le había asesinado. Tommy se detuvo segundos, casi aturdido por los pensamientos que se agolpaban en su mente. Luego recobró la compostura y se volvió hacia Scott, que aguardaba con impaciencia la próxima pregunta.

—Ya ha oído al
Hauptmann
Visser insinuar que usted ayudó a otra persona a cometer el crimen…

Scott sonrió.

—Creo que todos los presentes sabemos que esa insinuación no se tiene en pie, señor Hart. ¿Qué palabras empleó textualmente el
Hauptmann
? «Ridículo» y «absurdo». Nadie en este campo se fía de mí. Yo no me fío de nadie en este campo, y menos aún para fraguar una conspiración con el propósito de asesinar a otro oficial.

Tommy miró con disimulo a Visser, que se había sonrojado y se movía inquieto en la silla.

Luego se volvió de nuevo hacia su cliente.

—¿Quién mató a Vincent Bedford?

—No lo sé. Sólo sé a quién pretenden culpar.

—¿A quién?

—A mí.

Después de volver a dudar unos instantes, Scott alzó la voz, con toda la intensidad de un predicador.

—¡Esta guerra está llena de seres inocentes que mueren cada minuto, cada segundo, señor Hart! —dijo—. Si ha llegado mi hora, pese a ser inocente, paciencia. ¡Pero soy inocente de los cargos que se me imputan y lo seré hasta el día de mi muerte!

Tommy dejó que esas palabras flotaran en la sala. Luego se volvió hacia Walker Townsend.

—Puede interrogar al testigo —dijo con suavidad.

El capitán de Virginia se levantó y se dirigió despacio hacia el centro de la sala. Con una mano se acariciaba la barba incipiente; presentaba el aspecto característico de un hombre que mide sus palabras antes de pronunciarlas. Tommy, situado frente a él, observó que Scott estaba sentado en el borde de la silla, como una viva imagen de tensión y energía, impaciente por oír la primera pregunta del fiscal. En sus ojos no se apreciaba nerviosismo, sólo la atención y concentración de un boxeador. Tommy comprendió en aquel segundo que Scott debió de constituir una tremenda fuerza a los mandos de su Mustang; el aviador negro tenía la singular capacidad de concentrarse sólo en la pelea que tenía ante sí. Era un auténtico guerrero, pensó Tommy, y en cierto modo más profesional que los oficiales de carrera que estaban pendientes de cada palabra suya. Para Tommy, el único hombre presente en la sala que podía rivalizar en intensidad con Scott era Heinrich Visser. La diferencia entre ellos consistía en que la concentración de Scott provenía de una profunda rectitud, mientras que la de Visser era la dedicación de un fanático. Pensó que en una pelea justa, Scott asestaría unos golpes tanto o más contundentes que Visser y más eficaces que Walker Townsend. El problema era que la pelea no era justa.

—Vamos a tomarnos esto con calma y prudencia, teniente —dijo Townsend con voz melosa, casi acariciadora—. Hablemos primero de los medios.

—Como usted guste, capitán —respondió Scott.

—Usted no niega que el arma mostrada por la acusación fue fabricada por usted mismo, ¿no es así?

—No lo niego, yo confeccioné ese cuchillo.

—Y no niega haber pronunciado esas frases amenazadoras.

—No señor, no lo niego. Pronuncié esas frases porque quería poner distancia entre el capitán Bedford y yo. Pensé que al amenazarlo le infundiría respeto.

—¿Y fue así?

—No.

—De modo que sólo tenemos su palabra de que esas frases no fueron unas amenazas en toda regla, sino un intento de «poner distancia», como ha dicho.

—Así es —contestó Scott.

Walker Townsend asintió con la cabeza, pero el gesto indicaba con claridad una interpretación particular.

—Y la noche en que el capitán Bedford fue asesinado, teniente, usted no niega haberse levantado de su litera y salir al pasillo del barracón 101, ¿verdad?

—No, tampoco lo niego.

—De acuerdo. Y no niega, señor, poseer la fuerza necesaria para transportar el cuerpo del capitán Bedford cierta distancia…

—Yo no hice eso… —interrumpió Scott.

—¿Pero tiene usted la fuerza necesaria, teniente?

Lincoln Scott se detuvo, reflexionó unos segundos y a continuación respondió:

—Sí, la tengo. Con cualquiera de mis brazos, y a hombros, si me permite adelantarme a su próxima pregunta.

Walker Townsend sonrió ligeramente, asintiendo.

—Gracias, teniente. Ha acertado usted. Ahora, hablemos un momento del motivo. ¿No oculta usted su desprecio hacia el capitán Bedford, incluso después de muerto?

—No, así es.

—¿Diría usted que su vida ha mejorado con la muerte del capitán Bedford?

Ahora fue Scott quien sonrió levemente.

—Debería haberme formulado esa pregunta de otro modo, capitán. ¿Ha mejorado mi vida porque ya no tengo que encontrarme con ese fanático cabrón cada día…? Pues sí. Pero es una ventaja ilusoria, capitán, teniendo en cuenta que puedo acabar mi vida ante un pelotón de fusilamiento.

—Estoy de acuerdo con usted en ese punto, teniente —dijo Townsend—. Pero no niega que cada día durante el tiempo en que ambos convivieron en este campo, Vincent Bedford le dio motivo para asesinarlo, ¿no es cierto?

Scott negó con la cabeza.

—No, capitán, no es cierto —dijo—. Los actos del capitán Bedford me dieron motivo para odiarlo a él y lo que él representaba. Me empujaron a enfrentarme a él, a demostrarle que no estaba dispuesto a dejarme amedrentar por sus convicciones racistas. Incluso el hecho de que tratase de que yo cruzara el límite del campo para recuperar la pelota de béisbol, lo cual pudo haberme costado la vida de no haberme prevenido el teniente Hart, sólo me dio motivo para disputar con el capitán Bedford. Pelear y negarme a doblegarme ante él y aceptar su conducta pasivamente no constituye un motivo para matar, capitán, por más que usted trate de pretenderlo.

—Pero usted le odiaba…

—No siempre matamos a quienes odiamos, capitán. Ni siempre odiamos a quienes matamos.

Townsend tardó unos momentos en formular la siguiente pregunta, que provocó un silencio sepulcral en la sala. Tommy tuvo el tiempo suficiente de pensar que Scott se defendía muy bien, cuando una voz estridente sonó entre el público sentado a su espalda, extendiéndose a través de la sala.

—¡Embustero! ¡Asqueroso negro embustero! —cada palabra estaba impregnada por un inconfundible acento sureño.

—¡Asesino! ¡Maldito asesino embustero! —gritó una segunda voz desde un sector distinto del público.

De pronto, con la misma rapidez, se oyó una tercera voz, pero esta vez las palabras iban dirigidas a quienes habían gritado.

—¡Dice la verdad! —gritó alguien—. ¿Es que no sabéis reconocer la verdad cuando la oís? —Estas palabras contenían un claro acento nasal de Boston. Un tono que Tommy reconoció de su época en Harvard.

En una esquina del teatro se oyeron unas voces, protestas y empujones. Al volverse para observar a la multitud de
kriegies
, Tommy vio a un par de aviadores a punto de llegar a las manos.

Al cabo de unos segundos se oyeron otros focos de ira y confrontación en varios puntos de la espaciosa sala, y los hombres arracimados en ella empezaron a empujarse unos a otros y a gesticular. Parecía casi como si estuvieran a punto de estallar tres o cuatro peleas antes de que el coronel MacNamara comenzara a asestar unos furiosos martillazos, realzados por la cascada de voces encolerizadas.

—¡Maldita sea! ¡Orden! —gritó MacNamara—. ¡Mandaré desalojar la sala si no se comportan con disciplina!

Durante unos instantes el ambiente de la sala se puso al rojo vivo, pero acabó por imponerse un tenso silencio.

El coronel MacNamara permitió que éste se prolongara, antes de amenazar de nuevo a la multitud de
kriegies
.

—Comprendo que haya diferencias de opinión entre ustedes, y que los ánimos estén exaltados —dijo secamente—. ¡Pero debemos mantener el orden! Un consejo de guerra debe ser público, para que todos asistan a él. ¡Se lo advierto! ¡No me obliguen a tomar medidas para controlar otros disturbios antes de que se produzcan!

A continuación MacNamara hizo algo que sorprendió a Tommy. El coronel se volvió brevemente hacia el comandante Von Reiter y dijo:

—¡Eso es precisamente sobre lo que le previne reiteradas veces,
Herr Oberst
!

Von Reiter movió la cabeza para indicar que estaba de acuerdo. Luego éste se volvió hacia Walker Townsend y le indicó que prosiguiera.

Hubo otra cosa que sorprendió a Tommy. Cada vez que se había producido el menor alboroto durante la sesión, MacNamara se había apresurado a utilizar su martillo. Tommy había llegado a pensar que lo que mejor se le daba a MacNamara era golpear la mesa enérgicamente con el martillo, porque no parecía muy avezado en materia de derecho ni procedimientos penales. Pero esta vez tuvo la sensación de que el otro había esperado a que estallara el primer disturbio, que incluso en cierto modo había provocado, antes de exigir orden. Parecía como si hubiera previsto que estallara el tumulto.

Esto se le antojó muy curioso, pero apenas tuvo tiempo de meditar en ello cuando Walker Townsend formuló otra pregunta al testigo.

—¿Pretende usted, teniente Scott, que este tribunal, que todos los hombres que han acudido a escuchar su testimonio, que todos nosotros creamos que la noche en que fue asesinado el capitán Bedford, después de que usted saliera al pasillo, después de que le vieran merodeando en la oscuridad, regresó a su litera y no reparó en que una persona desconocida le había sustraído la cazadora y las botas de su lugar habitual, y que le había robado este cuchillo que había construido usted con sus propias manos, que se había llevado esos objetos y los había utilizado para asesinar al capitán Bedford, tras lo cual los restituyó de nuevo en su habitación, y que posteriormente usted no observó las manchas de sangre en ellos? ¿Es eso lo que pretende que creamos, teniente?

Scott se detuvo y luego respondió con firmeza:

—Sí. Precisamente.

—¡Mentira! —gritó una voz del fondo de la sala, haciendo caso omiso de la advertencia de MacNamara.

—¡Dejadlo hablar! —replicó alguien al instante.

El coronel tomó de nuevo el martillo, pero en seguida volvió a hacerse el silencio, aunque tenso, en la sala del tribunal.

—¿No le parece un tanto rocambolesco, teniente?

—No lo sé, capitán. ¡Nunca he cometido un asesinato! De modo que no tengo experiencia en la materia. Usted, sin embargo, ha participado en numerosos casos de asesinato, quizá pueda ofrecernos una respuesta. ¿Ninguno de los casos en los que participó era insólito o sorprendente?

¿Nunca comprobó que los hechos y las respuestas eran misteriosos y difíciles de descubrir? Usted tiene más experiencia que yo, capitán, de modo que debería poder responder a estas preguntas.

—¡Mi misión aquí no es responder, teniente! —replicó Townsend enfadándose por primera vez—.

Es usted quien está sentado en la silla de los testigos.

—Yo creo, capitán —respondió Scott con irritante frialdad, lo cual a Tommy le pareció casi perfecto—, que eso es justamente por lo que estamos en esta Tierra. Para responder a preguntas.

Cada vez que uno de nosotros se subía en un avión para entrar en combate, respondíamos a una pregunta. Cada vez que nos enfrentamos a los verdaderos enemigos de nuestra vida cotidiana, ya sean alemanes o sureños racistas, respondemos a preguntas. En eso consiste la vida, capitán. Es posible que usted, cautivo en este campo de prisioneros, encerrado detrás de una alambrada, lo haya olvidado. ¡Pero le aseguro que yo no!

Townsend volvió a hacer una pausa, moviendo lentamente la cabeza adelante y atrás. Luego se dirigió hacia la mesa de la acusación. A mitad de camino, se detuvo y miró a Scott, como si de golpe se le hubiera ocurrido algo, una pregunta en la que no había reparado antes. Tommy comprendió en seguida que se trataba de una trampa, pero no podía hacer nada al respecto. Confió en que Scott se diera cuenta también del ardid.

—Ah, teniente, una última pregunta, si no tiene inconveniente.

En éstas Tommy alargó la mano y derribó uno de sus libros de derecho de la mesa, el cual cayó estrepitosamente al suelo, sobresaltando a Scott y a Townsend.

—Lo lamento —dijo Tommy, agachándose y procurando hacer tanto ruido como pudo al recoger el libro del suelo—. No quise interrumpirle, capitán. Continúe.

Townsend lo miró enojado y repitió:

—Una última pregunta, pues…

Lincoln Scott miró a Tommy durante una fracción de segundo mientras leía la advertencia en el pequeño incidente que éste había protagonizado. Luego asintió con la cabeza y preguntó a Townsend:

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