—No te muevas —musitó Hugh.
La luz se alejó de Tommy y de Scott y permaneció suspendida junto al punto donde Hugh yacía en el suelo, abrazándose la rodilla pero inmóvil, con la cara sepultada en la tierra fría. El borde de la luz se hallaba a escasos centímetros de su bota. Estaban a punto de descubrir su presencia. El canadiense pareció alargar la mano hacia la oscuridad, como si ésta fuera una manta protectora con que cubrirse.
La luz permaneció suspendida en lo alto unos instantes, lamiendo perezosamente el contorno de la figura postrada de Hugh. Luego, lánguidamente, casi como si se burlara de ellos, retrocedió unos metros hacia el barracón 103.
Hugh no se movió. Despacio, levantó la cara del suelo y se volvió hacia el lugar donde Tommy y Scott seguían inmóviles.
—¡Dejadme! —dijo con voz queda, pero firme—. No puedo moverme. ¡Seguid sin mí!
—No —respondió Tommy, hablando con un tono angustiado—. Iremos a recogerte cuando se apague el reflector.
Este se detuvo de nuevo, iluminando el suelo a unos cinco metros de donde se hallaba Hugh.
—¡Maldita sea! ¡Dejadme, Tommy! ¡Esta noche estoy acabado!
Kaput!
Scott tocó a Tommy en el brazo.
—Tiene razón —dijo—. Debemos seguir adelante.
Tommy se volvió bruscamente hacia el aviador negro.
—Si esa luz descubre su presencia, dispararán contra él. Y se armará la gorda. ¡No lo abandonaré!
¡Una vez abandoné a alguien, y no volveré a hacerlo!
—Si vas ahí —murmuró Scott—, acabarás matándolo a él, a ti mismo y quizás a otros.
Tommy se volvió, angustiado, hacia Hugh.
—¡Es mi amigo! —susurró consternado.
—¡Entonces compórtate como su amigo! —replicó Scott—. ¡Haz lo que te dice!
Tommy se volvió, escudriñando las sombras en busca de Hugh. El reflector continuaba moviéndose de un lado a otro, disparando luz a pocos metros de donde aquél yacía postrado. Pero lo que asombró a Tommy, y también debió de asombrar a Scott, fue que el aviador le aferraba el brazo con fuerza.
Hugh se había tumbado boca abajo y, moviéndose con deliberada y exasperante lentitud, avanzaba arrastrándose, apartándose de la fachada del barracón, dirigiéndose sistemática e inexorablemente hacia el campo de revista, alejándose de los hombres que se dirigían hacia el barracón 107. De paso se alejaba del haz del reflector, lo cual constituía tan sólo un alivio momentáneo, pues se dirigía directamente hacia la enorme área central del Stalag Luft 13. Era una zona neutral, una explanada oscura donde no había ningún lugar donde ocultarse, pero Tommy sabía que Hugh había calculado que si los alemanes le sorprendían allí no pensarían automáticamente que ocurría algo anormal en las oscuras hileras de barracones. El problema era que no existía la forma de regresar inmediatamente a un lugar seguro desde el centro del campo de ejercicios.
En el transcurso de las horas nocturnas que quedaban, quizás Hugh pudiera retroceder a rastras hasta el barracón 101. Pero lo más seguro era que tuviera que aguardar allí hasta que amaneciera o le descubrieran. En cualquier caso, su posición lo exponía a morir.
Tommy distinguió la tenue silueta del canadiense reptando hacia el campo de ejercicios.
Entonces Tommy se volvió hacia Scott y señaló la entrada del barracón 107.
—De acuerdo —dijo—. Ahora sólo estamos tú y yo.
—Sí —respondió Scott—. Y los que esperan dentro.
Ambos hombres se encaminaron en silencio hacia las espesas sombras junto a los escalones de entrada del barracón 107. Al llegar allí, Tommy Hart y Lincoln Scott se detuvieron, llenos de remordimientos. Tommy se volvió para mirar el lugar desde el que Hugh se había alejado a rastras, pero no pudo ver la silueta de su amigo, el cual parecía haber sido engullido, para bien o para mal, por la oscuridad.
Tommy llamó dos veces a la puerta y murmuró:
—Cuarenta y uno y cuarenta y dos…
Después de una breve vacilación, la puerta emitió un leve crujido cuando alguien que se hallaba dentro del barracón la abrió unos centímetros.
Tommy y Scott avanzaron de un salto, empujaron la puerta y se precipitaron dentro del barracón.
Tommy oyó una voz, alarmada pero queda, que dijo:
—¡Eh! Vosotros no… —Pero se disipó. Lincoln Scott y él se quedaron quietos en la entrada, observando el pasillo.
La escena que contemplaron era sobrecogedora. Media docena de velas arrojaban una tenue luz, dispuestas cada tres metros aproximadamente. El pasillo estaba lleno de
kriegies
, sentados en el suelo, con las piernas encogidas para ocupar menos espacio. Unas dos docenas de hombres iban vestidos como Tommy y Scott habían previsto, con ropa que les daban el aspecto de paisanos. Sus uniformes habían sido reformados por los servicios de compostura del campo, teñidos mediante unas ingeniosas mezclas de tinta y pinturas, de forma que ya no presentaban el acostumbrado color caqui y verde oliva del ejército estadounidense. Muchos hombres, como el que Tommy había visto abandonar el barracón 101, sostenían toscas maletas o maletines. Algunos lucían gorras de obreros y portaban unas falsas cajas de herramientas.
El hombre que había abierto la puerta vestía uniforme. Tommy dedujo que no tenía previsto fugarse. Asimismo, observó que cada pocos metros había unos hombres que constituían las tropas de apoyo, todos ellos vestidos de uniforme. En total, había unos sesenta sentados en el pasillo central del barracón. De éstos, quizá sólo dos docenas pensaban fugarse y aguardaban con paciencia su turno.
—¡Maldita sea, Hart! —le espetó el hombre que había abierto la puerta—. ¡Vosotros no estáis en la lista! ¿Qué habéis venido a hacer aquí?
—Digamos que a cumplir la misión de averiguar la verdad —repuso Tommy con resolución.
Sin más, pasó sobre los pies del último hombre que esperaba salir del barracón y echó a andar por el pasillo. Lincoln Scott siguió a Tommy, sorteando también los obstáculos. La débil luz de las velas arrojaba unas curiosas sombras alargadas sobre las paredes. Los
kriegies
permanecieron en silencio, observando a los dos hombres que se abrían paso entre ellos. Parecía como si Tommy y Lincoln hubieran descubierto el secreto ritual nocturno de una insólita orden monacal.
Frente a ellos vieron un pequeño cono de luz proveniente del retrete situado al final del pasillo.
En esos momentos salió de él un
kriegie
, sosteniendo un tosco cubo lleno de tierra, que entregó a uno de los hombres de uniforme que había a su lado. El cubo pasó de mano en mano, hasta desaparecer en uno de los cuartos del barracón, como si se tratara de un anticuado cuerpo de bomberos pasando cubos de agua hasta la base de las llamas. Tommy se asomó al cuarto y vio que alzaban el cubo hacia un agujero en el techo, donde un par de manos lo aferró. Sabía que extenderían la tierra por el estrecho espacio debajo del techo, por el que podía pasar un hombre arrastrándose, después de lo cual harían descender el cubo vacío, que volvería a pasar por las afanosas manos de los hombres, hasta llegar al retrete.
Tommy se acercó a la puerta. Los rostros de los hombres reflejaban angustia, a medida que otro cubo lleno de tierra era alzado de un agujero en el suelo del único retrete del barracón.
El túnel se iniciaba debajo del retrete. Los
kriegies
ingenieros se las habían ingeniado para levantar éste y desplazarlo unos palmos hacia un lado, creando una abertura de poco menos de medio metro cuadrado. El tubo de desagüe descendía por el centro del orificio, pero lo habían bloqueado en la parte superior. Los hombres del barracón 107 habían inhabilitado el retrete con el fin de excavar el túnel. Durante unos momentos Tommy sintió admiración por las ingeniosas mentes que habían concebido el plan. En éstas oyó una áspera y airada voz junto a él.
—¡Hart! ¡Hijo de perra! ¿Qué diablos hace aquí?
Tommy se volvió hacia el comandante Clark.
—He venido en busca de unas explicaciones, comandante —repuso fríamente.
—¡Haré que le acusen de desacato, teniente! —le espetó Clark, sin alzar la voz pero sin ocultar su furia—. Regrese al pasillo y espere hasta que hayamos terminado aquí. ¡Es una orden!
Tommy meneó la cabeza.
—Esta noche no lo es, comandante. Todavía no.
Clark atravesó el reducido espacio y se plantó a pocos centímetros de Tommy.
—Ordenaré que le…
Pero Lincoln Scott le interrumpió. El musculoso aviador avanzó unos pasos y clavó el dedo en el pecho del diminuto comandante, parándole los pies.
—¿Qué ordenará que hagan con nosotros, comandante? ¿Ejecutarnos?
—¡Sí! ¡Están entorpeciendo una operación militar! ¡Desobedeciendo una orden en combate! ¡Es una falta capital!
—Por lo visto —dijo Scott con una sonrisa de ira—, acumulo todo tipo de cargos a gran velocidad.
Oyeron unas sofocadas risas emitidas por algunos hombres, un ataque de hilaridad provocado tanto por la tensión del momento como por lo que había dicho Scott.
—¡No nos moveremos de aquí hasta averiguar la verdad! —dijo Tommy, plantándole cara al comandante.
Clark hizo una mueca de rabia. Se volvió hacia varios
kriegies
que había cerca, junto a la entrada del túnel, y les ordenó entre dientes:
—¡Apresad a estos hombres!
Los
kriegies
dudaron, y en aquel segundo se oyó otra voz, que emanaba un sorprendente sentido del humor, acompañada por una agresiva risotada.
—¡Qué carajo, no puede hacer eso, comandante! Todos lo sabemos. Porque esos dos tíos son tan importantes como todos los que estamos aquí esta noche. La única diferencia es que ellos no lo sabían. Así que no deben de ser tan estúpidos como usted creía, ¿verdad, comandante?
Tommy bajó la vista y comprobó que el hombre que acababa de hablar estaba agachado junto al túnel. Vestía un traje de color azul oscuro y ofrecía el aspecto de un hombre de negocios un tanto desaliñado. Pero su sonrisa indicaba a las claras que era de Cleveland.
—¡Eh, Hart! —dijo el teniente Nicholas Fenelli con gesto risueño—. No supuse que volvería a verte hasta estar de regreso en Estados Unidos. ¿Qué te parece mi nuevo atuendo? Elegante, ¿no? ¿Crees que las chicas en casa se me echarán encima?
Fenelli señaló su traje, sin dejar de sonreír.
El comandante Clark se volvió indignado hacia el médico del campo.
—¡Usted no tiene nada que ver aquí, teniente Fenelli!
Fenelli meneó la cabeza.
—En eso se equivoca, comandante. Todos los aviadores que están presentes lo saben. Todos formamos parte del asunto.
En aquel momento salió un nuevo cubo de tierra de la entrada del túnel, poniendo al comandante Clark en el disparadero de seguir distribuyendo la tierra o encararse con Tommy Hart y Lincoln Scott. Clark miró a los dos tenientes y a Fenelli, quien le devolvió la mirada con una sonrisa insolente. El comandante indicó a la brigada del cubo que siguieran moviéndolo, orden que los hombres se apresuraron a obedecer, y el cubo pasó balanceándose frente a Tommy y a Lincoln.
Luego Clark se agachó y preguntó en voz baja a los hombres que se hallaban dentro del túnel:
—¿Falta mucho?
Transcurrió casi un minuto de silencio hasta que la pregunta fue transmitida a través del túnel y otro minuto hasta que hubo respuesta.
—Dos metros —respondió una voz sin cuerpo, elevándose por el agujero en el suelo—. Es como cavar una tumba.
—Sigan cavando —dijo el comandante, arrugando el ceño—. ¡Tiene que estar terminado a la hora prevista! —Luego se volvió hacia Tommy y Lincoln—. Su presencia aquí no es grata —dijo fría y sosegadamente, habiendo al parecer recobrado la compostura durante los minutos que tardó el mensaje en ser enviado túnel arriba y devuelto túnel abajo.
—¿Dónde está el coronel MacNamara? —inquirió Tommy.
—¿Dónde va a estar? —replicó Clark. Acto seguido respondió ásperamente a su propia pregunta—.
En su cuarto del barracón, deliberando con los otros dos miembros del tribunal.
Tommy se detuvo unos instantes.
—Y redactando un discurso, ¿no? —preguntó—. Con lo cual supongo que conseguirá retrasar aún más el
Appell
matutino.
Clark hizo una mueca y no respondió. Pero Fenelli sí.
—Sabía que eras lo bastante listo para llegar a esa conclusión, Hart —dijo emitiendo su típica risita—. Se lo dije al comandante, cuando me propuso hacer unas alteraciones en mi declaración.
Pero él no te creía capaz de ello.
—Cállese, Fenelli —dijo Clark.
—¿Alteraciones? —preguntó Tommy.
Clark no respondió. Se volvió hacia Hart con expresión dura, iluminado por las velas que exageraban el rubor con que la ira teñía sus mejillas.
—Tiene razón al deducir que la conclusión del juicio nos ofreció una importante oportunidad que no dudamos en aprovechar. Ya tiene la respuesta a su maldita pregunta. Quítense de en medio. No tenemos tiempo que perder y menos con usted, Hart, ni con usted, Scott.
—No le creo —respondió Tommy—. ¿Quién mató a Trader Vic? —preguntó con firmeza.
El comandante Clark señaló con el índice a Lincoln Scott.
—Él —contestó ásperamente—. Todas las pruebas indican su culpabilidad desde el principio, y eso es lo que el tribunal dictaminará mañana por la mañana. Téngalo por seguro, teniente. Y ahora, fuera de aquí.
Del agujero en el suelo brotó otro cubo de tierra, que tomó un
kriegie
para transportarlo en silencio al corredor. Tommy era el único vagamente consciente de que muchos de los hombres que se hallaban a su espalda habían avanzado unos pasos para oír lo que se hablaba junto a la entrada del túnel.
—¿Por qué mataron a Vic? —preguntó Tommy—. ¡Quiero respuestas, comandante!
Los hombres que abarrotaban el pasillo y los que trabajaban en la entrada del túnel dudaron unos momentos, dejando que la pregunta flotara en torno al reducido espacio, planteando la misma duda en cada
kriegie
.
Clark cruzó los brazos.
—No obtendrá más respuestas de mí, teniente —afirmó—. Todas las respuestas que necesita se han dicho en el juicio. Todos lo saben. ¡Ahora quítense de en medio y déjenos terminar!
El comandante se mostraba obstinado, inflexible. Tommy no sabía qué hacer. Tenía la sensación de que cerca de allí se encontraban las respuestas a todo cuanto había sucedido en el campo durante las últimas semanas, pero no sabía cómo salir adelante. El comandante había convertido su empecinamiento en una mentira inamovible y Tommy no sabía cómo derribar esa barrera. Notó que Lincoln Scott comenzaba a desfallecer, casi derrotado por este último obstáculo que se alzaba en su camino. Tommy se devanaba los sesos tratando de hallar una solución, una forma de maniobrar, pero se sentía confundido y vacío, incapaz de resolver el problema. Sabía que no podía comprometer la iniciativa de fuga. No sabía qué amenaza proferir, qué mecanismo accionar, qué inventarse para salir del punto muerto en el que se hallaba. En aquel segundo pensó que los hombres situados en el otro extremo del túnel no tardarían en huir, llevándose con ellos la verdad.