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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (68 page)

—¿Ha oído usted esa amenaza, teniente?

Fenelli sonrió.

—No he oído una amenaza, comandante, sino una promesa. O quizás una simple afirmación.

Como decir que el sol saldrá mañana. Puede contar con ello. Y no creo que tenga usted la menor idea de en qué se diferencian. Y se me ocurre otra cosa, ¿sabe? Creo que a usted y a su futuro inmediato les conviene que Tommy regrese sano y salvo cuanto antes.

El comandante Clark no respondió. Nerviosamente, se dirigió hacia la entrada del túnel, que se abría en silencio frente a ellos. Al cabo de un momento, comentó sin dirigirse a nadie en particular:

—El tiempo apremia.

Ante su asombro, el
Hundführer
no disparó contra él de inmediato. Ni tampoco lo hicieron los guardas de la torre de vigilancia que le apuntaban al pecho con su ametralladora del calibre treinta.

Hugh Renaday permaneció inmóvil, con los brazos en alto, casi suspendido en el haz de luz. El resplandor del reflector lo cegaba y pestañeó varias veces, tratando de escrutar la noche más allá del cono de luz y distinguir a los soldados alemanes que hablaban a voces entre sí. Sintió un pequeño alivio: no había sonado la alarma general. Hasta el momento, no habían disparado contra él, lo que también habría disparado la alerta en el campo.

A su espalda, oyó el crujido de la puerta principal al abrirse, seguido por dos pares de pisadas a través del campo de revista, hacia el lugar donde él se hallaba de pie. Al cabo de unos segundos, dos gorilas cubiertos con cascos, empuñando sus fusiles, penetraron en el haz del reflector, como unos actores que se incorporaban a la obra que se representa en el escenario.

—Raus! Raus!
—gritó uno de los gorilas—. ¡Síganos!
Schnell!

El segundo gorila se apresuró a palpar a Hugh de pies a cabeza en busca de algún arma, tras lo cual retrocedió, encañonándole por la espalda con su fúsil.

—Sólo he salido para aspirar un poco de este agradable aire primaveral alemán —dijo Hugh—. No entiendo por qué os lo tomáis así…

Los gorilas no respondieron, pero uno de ellos le hundió bruscamente el cañón del fúsil en la espalda. Hugh avanzó cojeando, sintiendo un renovado dolor en la rodilla, unas intensas descargas de dolor. Se mordió el labio tratando de disimular su cojera lo mejor que pudo, moviendo la pierna mala hacia delante.

—En serio —dijo con tono animado—, no entiendo a qué viene todo este follón…

—Raus!
—contestó el gorila hoscamente, empujando a Hugh, que avanzaba renqueando, con la culata del fúsil.

Hugh apretó los dientes y continuó adelante, arrastrando su pierna lastimada. Detrás de él, el reflector se apagó estrepitosamente. Los ojos del canadiense tardaron unos segundos en adaptarse de nuevo a la oscuridad. Cada uno de esos segundos estuvo marcado por otro empujón del guardia.

Durante unos momentos, Hugh se preguntó si los alemanes iban a ejecutarlo en privado, en algún lugar donde los otros
kriegies
no pudieran contemplar su cadáver. Pensó que era muy posible, dadas las ampollas que había levantado el juicio y la tensión que reinaba en el campo. Pero el dolor que sentía en la pierna le impedía seguir haciendo conjeturas. Lo que tuviera que ocurrir ocurriría, se dijo, aunque sintió cierto alivio al percatarse de que los guardias se dirigían hacia el edificio de administración. Hugh vio una sola luz encendida dentro del barracón de techo bajo, casi como en señal de saludo.

Al llegar a los escalones de entrada, el gorila empujó a Hugh con más brusquedad y el canadiense tropezó y por poco cae de bruces.

—¡Reprime tu entusiasmo, cabrón! —masculló cuando recobró el equilibrio. El alemán le indicó que siguiera adelante, y Hugh subió los escalones tan rápidamente como se lo permitía su pierna.

La puerta de entrada se abrió y a la tenue luz que emanaba del interior, Hugh distinguió la figura inconfundible de Fritz Número Uno, que sostenía la puerta abierta. El hurón parecía sorprendido al reconocer al canadiense.

—Señor Renaday —murmuró—. ¿Qué hace usted aquí? ¡Tiene suerte de que no le mataran de un tiro! —dijo en voz baja, con disimulo.

—Gracias, Fritz —respondió Hugh con tono quedo y una media sonrisa, al penetrar dentro del edificio de administración—. Confío en seguir así. Vivito y coleando.

—Eso va a ser difícil —repuso Fritz.

Fue entonces cuando Hugh vio al
Hauptmann
Heinrich Visser, con aspecto desaliñado y ostensiblemente furioso, sentado en el borde de su mesa, extrayendo de su pitillera uno de sus omnipresentes cigarrillos de color pardo.

Tommy paró la primera agresión con el antebrazo, golpeando a Murphy en la cara. El teniente de Springfield emitió un gruñido y empujó a Tommy brutalmente contra el muro de tierra de la antesala. Tommy sintió la tierra que le caía por el cuello de la camisa mientras Murphy trataba de clavarle los dedos. Por fin consiguió colocar el brazo izquierdo debajo del cuello de su agresor, empujándole la cabeza hacia atrás, y luego le arrojó contra el muro.

Murphy respondió alzando la mano derecha y asestando a Tommy un puñetazo en la mejilla, produciéndole un corte del que de inmediato brotó un hilo de sangre que se mezcló con la tierra y el sudor. Los dos hombres giraron abrazados en el estrecho espacio, propinándose patadas, zarandeándose, tratando de adquirir cierta ventaja, peleando en un cuadrilátero que no les proporcionaba ninguna ventaja.

Tommy era vagamente consciente del tercer hombre, situado más arriba en la escalera, el Número Uno en la lista de fuga, que seguía sosteniendo un pico en las manos. Murphy empujó violentamente a Tommy con un bramido de rabia, pero éste consiguió propinarle un gancho en la mandíbula con la suficiente fuerza para hacer que el otro retrocediera. Era una pelea sin espacio, como si un perro y un gato hubieran sido arrojados en una bolsa de lona y se hubieran enzarzado en una pelea, sin poder utilizar las ventajas y la astucia que la naturaleza les había concedido. Tommy y Murphy oscilaban atrás y adelante, cayendo contra la pared, músculo contra músculo, arañándose, clavándose las uñas, utilizando los puños, las patadas, tratando de hallar la forma de ganar ventaja sobre el otro. Las sombras y la oscuridad se deslizaban cual serpientes a su alrededor.

De pronto, un codo le golpeó en la frente y le dejó aturdido. Mareado y colérico, Tommy asestó una patada que alcanzó a Murphy en el mentón produciendo un ruido seco. Acto seguido, Tommy levantó la rodilla bruscamente y le golpeó en la ingle y el estómago. El teniente de Springfield emitió un gemido grave y cayó hacia atrás, aferrándose el vientre con las manos. En aquel segundo, Tommy percibió por el rabillo del ojo la sensación de algo que se movía hacia él y se agachó en el preciso momento en que el pico pasó casi rozándole la oreja. Pero la fuerza del movimiento hizo que la herramienta se clavara en la tierra. Tommy se volvió y levantó el puño derecho, alcanzando al otro en la cara. Se oyó un chirrido y un ruido seco al partirse un peldaño de la escalera. Tommy pensó que al tratar de asestarle un golpe mortal con el pico desde lo alto, el hombre lo había arriesgado todo. Se apresuró a asir el pico por el mango corto y lo arrancó del suelo, consiguiendo al mismo tiempo que su agresor perdiera el equilibrio y cayera de bruces.

Tommy se apoyó jadeando contra la pared de enfrente, blandiendo el pico delante de él. Lo alzó sobre su hombro, dispuesto a hundirlo en el cuello del enemigo. Murphy extendió las manos hacia él, pero se detuvo.

—¡No lo hagas! —gritó. La fantasmagórica luz de las velas creaba alternativamente sombras y franjas de luz sobre aquel rostro aterrorizado.

Tommy dudó, pero no podía controlar su furia. Alzó el pico por segunda vez, mientras el tercer hombre empezaba a volverse y levantaba el antebrazo para detener el golpe.

—¡No te muevas! —le espetó Tommy—. ¡Que nadie dé un paso! —añadió sin dejar de empuñar el pico.

Murphy estaba tenso, como dispuesto a abalanzarse sobre él, pero se detuvo y buscó apoyo en la pared.

—¡Asesino! —le espetó Tommy.

Pero antes de que pudiera pronunciar otra palabra, el otro respondió con voz tan queda y sosegada que parecía desmentir la feroz pelea que habían librado hacía unos momentos:

—¡No digas otra palabra, Hart!

Tommy se volvió hacia la voz. Le llevó medio segundo reconocer la leve y suave cadencia sureña, y recordar dónde la había oído antes.

El director de la banda de jazz del campo de prisioneros del Stalag Luft 13 lo miró esbozando una sonrisa de picardía.

—Eres un tío muy tenaz, Hart —dijo sacudiendo la cabeza—. Como un perro rabioso, perro de presa yanqui, lo reconozco. Pero te equivocas en una cosa. Murphy no mató a nuestro amigo mutuo, Vic.

Lo maté yo.

—¿Tú? —murmuró Tommy atónito.

El otro sonrió.

—Sí, yo mismo. Fue más o menos lo que dedujisteis tú y ese condenado de Visser. Imagínate.

Asesinas a un tipo al viejo estilo de Nueva Orleans —dijo el director de la banda fingiendo clavar un cuchillo en el cuello de otro— y un gorila alemán de la Gestapo descubre el pastel. ¡Maldita sea!

¿Sabes una cosa, Hart? Volvería a hacerlo mañana si fuera preciso. Así que ya lo sabes. ¿Quieres seguir peleando con nosotros?

Tommy esgrimió el pico. No sabía qué responder.

—Tenemos un pequeño problema, Tommy —dijo el sureño sin alzar la voz y manteniendo la sonrisa—. Necesito ese pico. Estoy a dos pasos de alcanzar la libertad y llevamos cierta prisa.

Tenemos que movernos rápido si queremos salir de aquí. Esta mañana salen tres trenes hacia Suiza.

Los hombres que tomen el primero tienen más probabilidades de llegar cerca de la frontera y atravesarla. De modo que, comprenderás, necesito el pico ahora mismo. Lamento haber tratado de matarte con él. Menos mal que te zafaste a tiempo. Pero ahora vas a tener que entregármelo.

El director de la banda extendió la mano. Tommy no se movió.

—Primero, la verdad —dijo.

—Baja la voz, Hart —dijo el director de la banda—. Algunos gorilas encaramados a los árboles pueden oírnos. Aunque estemos bajo tierra. Las voces llegan muy lejos. Claro que podrían pensar que se trata de alguien susurrando desde la tumba, lo cual se aproxima bastante a la verdad, ¿no crees?

—Quiero saberlo todo —insistió Tommy.

Su rival volvió a sonreír. Hizo un gesto a Murphy, que se limpió la tierra adherida al cuerpo.

—Vístete —le ordenó—. En seguida nos pondremos en marcha.

—¿Por qué? —preguntó Tommy suavemente.

—¿Por qué? ¿Quieres saber por qué vamos a intentar salir de aquí?

—No —repuso Tommy meneando la cabeza—. ¿Por qué precisamente Vic?

El director de la banda se encogió de hombros.

—Por dos razones, Tommy, las mejores, si lo piensas. En primer lugar, Trader Vic pasaba información a los alemanes a cambio de algo que le interesaba. A veces, cuando quería algo especial, como una radio, una cámara o algo por el estilo, susurraba un número a un hurón. Por lo general a Fritz Número Uno. Era el número del barracón en que habíamos empezado a cavar un túnel. Al cabo de un par de días, se presentaban los alemanes, fingiendo que se trataba de un registro rutinario, y nos jodían el plan. Teníamos que empezar a cavar en otro sitio. Empezar de nuevo con todo el rollo. Creo que Vic nunca pensó que nos hacía tanto daño. Los alemanes destruían el túnel, a veces metían a un tío en la celda de castigo. Vic creía que nadie resultaba lastimado y que todos salíamos ganando, sobre todo él. Pero lo cierto era que nadie conseguía salir de aquí. Lo cual quizá fuera una buena cosa, ya veremos. El caso es que eso tenía amargados al viejo MacNamara y a Clark. Empezaron a excavar túneles más profundos y más largos. Más resistentes. Creían que si no lograban sacar por lo menos a uno de nosotros de aquí, habrían fracasado como comandantes. Después de la guerra no podrían volver a mirar a la cara a ninguno de sus viejos colegas de West Point. Tú mismo puedes entenderlo. No sabían con seguridad lo que hacía Vic. Nadie lo sabía, porque Vic no soltaba prenda. Se creía muy listo; hacía que sospecháramos unos de otros. Era un tipo muy astuto que lo tenía todo bien controlado. Hasta que esos dos hombres murieron en el túnel.

El hombre se detuvo y cobró aliento del aire áspero y enrarecido que lo rodeaba.

—Esos chicos eran amigos míos —prosiguió—. Uno de ellos tocaba el clarinete como jamás he oído hacerlo a nadie. En Nueva Orleans, la gente está dispuesta a vender su alma para tocar una nota la mitad de bien que él. Esa noche se suponía que no tenían que estar allí. Vic no sabía que habría alguien excavando a esas horas. Pero MacNamara y Clark nos ordenaron que excaváramos las veinticuatro horas del día. Dos túneles. Aquél y éste. Sólo que el primero se derrumbó sobre mis dos amigos cuando los malditos alemanes condujeron uno de sus camiones sobre la superficie. No habrían sabido dónde se hallaba de no habérselo dicho Vic.

Tommy asintió con la cabeza.

—Venganza —dijo—. Esa es una razón. Y traición, supongo.

Murphy miró a Tommy.

—La mejor razón —dijo—. Ese estúpido cerdo sólo cometió un error. No debes hacer tratos con el diablo, porque éste puede regresar y exigirte un precio más alto del que estás dispuesto a pagar. Eso fue lo que ocurrió. Lo curioso es que Vic era un buen aviador. En realidad, era un verdadero as. Un hombre valiente en el aire. Merecía todas las medallas que obtuvo. Pero en tierra no era un tipo de fiar.

Tommy se apoyó en la pared, tratando de asimilar todo cuanto estaba diciendo el director de la banda. Como unos naipes al barajarlos, los detalles empezaban a encajar, colocándose uno sobre otro de forma ordenada.

—Ahora ya lo sabes —continuó el director de la banda—. Vic me consiguió el cuchillo, tal como le pedí, y yo lo utilicé para matarlo, mientras Murphy procuraba distraerlo. Al principio pensamos en colgarle el muerto a uno de los hurones, fingir que habían asesinado a Vic al fallar un importante trato, pero tu amigo, Scott, nos lo puso en bandeja. No tuvimos muchas dificultades en echarle la culpa del crimen. Lo cual evitó que los alemanes se pusieran a husmear por los barracones. ¿Crees que el bueno de Lincoln Scott se da cuenta del gran servicio que ha hecho a la patria? Aunque imagino que no le sirve de consuelo.

—¿Por qué no dijisteis la verdad? —inquirió Tommy.

—Piensa con la cabeza, Tommy —repuso el músico—. ¿De qué nos habría servido a mí y a mi ayudante yanqui el que los demás la supieran? En Estados Unidos nos hubieran juzgado por el crimen. ¿Tantos esfuerzos por escapar para que en nuestro país nos acusaran de asesinato? ¡Ni pensarlo! Nos ha costado demasiado.

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