La guerra de Hart (63 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Era una pregunta que no requería respuesta.

—A las ocho en punto de la mañana. Aquí. Todos. Es una orden. Ahora pueden retirarse.

Los tres miembros del tribunal se pusieron en pie, al igual que los oficiales alemanes. Los
kriegies
se levantaron también y empezaron a desalojar la sala.

Walker Townsend se inclinó hacia Tommy, ofreciéndole la mano.

—Ha hecho un magnífico trabajo, teniente —dijo—. Mejor de lo que nadie podía imaginar de un abogado defensor que comparece por primera vez ante un tribunal en un caso capital. Ha recibido una buena formación en Harvard.

Tommy estrechó en silencio la mano del fiscal. Townsend ni siquiera saludó a Scott, sino que se volvió para cambiar impresiones con el comandante Clark.

—Tiene razón, Tommy —dijo Scott—. Y te lo agradezco, al margen de la decisión que tomen.

Pero Tommy tampoco le respondió.

Sentía una intensa frialdad interior, pues por fin, en aquellos últimos segundos, creía haber vislumbrado la verdadera razón por la cual había sido asesinado Trader Vic. Era casi como si la verdad flotara ante él, vaporosa y huidiza. De pronto alargó la mano inconscientemente, asiendo el aire frente a él, confiando en que lo que había visto constituyera si no toda la respuesta cuando menos buena parte de la misma.

17
Una noche para saldar deudas

Scott fue el primero en hablar cuando llegaron a su dormitorio en el barracón 101.

El aviador negro se mostraba por momentos deprimido y por momentos excitado, pensativo y exaltado a la vez, como si se sintiera abrumado por la angustia y la tensión del momento y no supiera cómo reaccionar ante la larga noche que se avecinaba. A ratos atravesaba deprisa la habitación, asestando puñetazos a unos adversarios imaginarios, tras lo cual se apoyaba en la pared, como un púgil en el décimo asalto que se aferra a las cuerdas para tomarse un breve respiro antes de reanudar la pelea. Miró a Hugh, que estaba tumbado en su litera como un obrero cansado tras la larga jornada laboral, y luego a Tommy, que era quien se mostraba más entero de los tres, aunque, paradójicamente, era el más voluble.

—Supongo —comentó Scott con cierto tono melancólico—, que deberíamos celebrar mi última noche de… —Vaciló, sonrió con tristeza y concluyó la frase—. ¿De inocencia? ¿De libertad? ¿De ser acusado? No, no es probable. Y supongo que no es exacto decir «libertad», porque todos estamos encerrados aquí y ninguno de nosotros es libre. Pero es la última noche de algo, lo cual ya es importante. ¿Qué os parece? ¿Descorchamos la botella de champán o la de brandy Napoleón de 100 años? ¿Asamos unos solomillos a la parrilla? ¿Preparamos una torta de chocolate y la decoramos con velitas? ¡Oh, cualquier cosa que nos ayude a pasar la noche!

Scott se separó de la pared y se acercó a Tommy. Le tocó en el hombro en un gesto que, de haber prestado Tommy más atención, habría comprendido que era la primera manifestación espontánea de afecto del aviador negro desde su llegada al Stalag Luft 13.

—Vamos, Tommy —dijo con calma—, el caso ha terminado. Has hecho lo que debías. En cualquier medio civilizado, habrías logrado crear una duda razonable, que es lo que exige la ley. El problema es que éste no es un medio civilizado.

Scott se detuvo y suspiró antes de continuar.

—Ahora sólo queda esperar el veredicto, que desde la mañana en que hallaron el cadáver de Vic sabemos cuál será.

Esta frase sacó a Tommy del trance en el que permanecía sumido desde el fin de la sesión de aquel día. Miró a Lincoln Scott y después movió lentamente la cabeza.

—¿Qué ha terminado? —preguntó—. El caso acaba de empezar, Lincoln.

Scott lo miró perplejo.

Hugh, tendido en la litera, dijo, casi como si se sintiera agotado:

—Esta vez has conseguido desconcertarme, Tommy. ¿Qué quieres decir con eso?

De pronto, Tommy golpeó la palma de una mano con el puño y, remedando a Scott, asestó un puñetazo al aire, se volvió rápidamente y propinó un par de derechazos seguidos de un gancho izquierdo ante sus amigos. La intensa luz de la bombilla que pendía del techo arrojó marcadas sombras exageradas sobre su rostro.

—¿Qué hago? —preguntó de pronto, parándose en seco en el centro de la habitación, sonriendo como un poseso.

—Comportarte como un loco —repuso Hugh, esbozando una sonrisa.

—Practicar irnos golpes de boxeo con un contrincante imaginario —terció Scott.

—Exactamente. ¡Has dado en el clavo! Yeso es lo que ha estado ocurriendo desde hace unos días.

Tommy se llevó una mano a la cabeza, se apartó un mechón de los ojos y aplicó el índice sobre sus labios. Se acercó de puntillas a la puerta, la abrió con cautela y se asomó al pasillo, para comprobar si había alguien observando o escuchándoles. El pasillo estaba desierto. Cerró la puerta y regresó junto a sus compañeros con una exagerada expresión de euforia en su rostro.

—¿Cómo he podido ser tan idiota y no haberme dado cuenta antes? —dijo con tono quedo, aunque cada palabra parecía estar marcada con fuego.

—¿Darte cuenta de qué? —inquirió Scott.

Tommy se acercó a sus amigos y susurró:

—¿Con qué comerció Trader Vic poco antes de morir?

—El cuchillo con el que lo mataron.

—Exacto. El cuchillo. El cuchillo que necesitábamos. El cuchillo que tuvimos en nuestro poder, pero luego nos desprendimos de él, y que Visser está empeñado en encontrar. El maldito cuchillo.

El maldito e importante cuchillo. De acuerdo. ¿Pero qué más?

Los otros dos se miraron.

—¿A qué te refieres? —preguntó Scott—. El cuchillo era el objeto crítico…

—No —declaró Tommy—. Todos estábamos pendientes de ese cuchillo, cierto. Mató a Vic. No caben dudas de que fue el arma del crimen. Pero Bedford obtuvo también de unos hombres desconocidos en este campo algo tanto o más importante que ese cuchillo. Ese piloto de un caza, el tipo de Nueva York, nos dijo que vio a Vic manejando dinero alemán, documentos oficiales y un horario de trenes…

—Sí, pero…

—¡Un horario de trenes!

Lincoln y Hugh guardaron silencio.

—No pensé en ello porque, al igual que todos, estaba obsesionado con el maldito cuchillo. ¿Por qué necesitaría un
kriegie
un horario de trenes, a menos que creyera poder tomar uno? Pero esto es imposible, ¿no? ¡Nadie ha conseguido fugarse jamás de este campo de prisioneros! Porque aunque consiguieras atravesar la alambrada y el bosque y llegar a la ciudad sin despertar sospechas, y aun cuando consiguieras llegar al andén, para cuando el tren de las siete quince o el que sea que se dirige a Suiza entrara en la estación, el lugar estaría repleto de gorilas de la Gestapo buscándote, ya que la alarma habría sonado mucho tiempo antes en nuestro querido Stalag Luft 13. ¡Todos lo sabemos! Y todos sabemos que el hecho de que nadie haya logrado fugarse de aquí lleva meses carcomiendo al coronel MacNamara y a su repelente ayudante Clark. —A continuación Tommy bajó la voz otra octava, de forma que sus palabras eran poco más que un susurro—. ¿Pero qué tiene de particular el día de mañana?

Los otros se limitaron a seguir mirándolo en silencio.

—Mañana es diferente debido a una cosa, la única cosa que este juicio ha obligado a hacer a los alemanes. Distinta de todos los días que llevamos aquí. ¡Pensad en ello! ¿Qué es lo que no cambia nunca? Ni en Navidad ni en Año Nuevo. Ni el día más espléndido de verano. ¡Ni siquiera en el cumpleaños de ese cerdo de Hitler! ¿Qué es la única cosa que nunca varía? ¡El recuento matutino!

La misma hora, el mismo lugar. ¡Lo mismo todos los días! Un día tras otro. Trescientos sesenta y cinco días al año, inclusive los años bisiestos. Como el mecanismo de un reloj, amanece y los alemanes nos cuentan cada mañana. Salvo mañana. Los alemanes han accedido «amablemente» a retrasar el
Appell
porque todos están preocupados de que el veredicto de este caso provoque un motín. Los alemanes, que jamás alteran su condenada rutina, mañana lo harán. De modo que mañana, única y exclusivamente mañana, retrasarán el recuento. ¿Cuánto rato, una hora, dos? ¡Oh, esas bonitas formaciones compuestas cada una por cinco hombres para contarnos! Pues bien, mañana esas formaciones no se constituirán hasta mucho después de la hora habitual.

Scott y Hugh cruzaron una mirada. Los ojos de Tommy reflejaban una euforia que contagió en seguida a los otros dos.

—Insinúas… —dijo Scott.

Pero Tommy le interrumpió.

—Mañana en esas formaciones faltarán unos hombres.

—Continúa, Tommy —dijo Scott, prestando mucha atención.

—Veréis, si sólo desapareciera un hombre, o dos, o incluso tres o cuatro, su falta podría disimularse cuando los hurones examinaran las filas, aunque no ha ocurrido nunca. Supongo que es concebible hallar la forma de darles un par de horas de ventaja. ¿Pero y si se tratara de más hombres: veinte, treinta, quizá cincuenta? La ausencia de tantos hombres sería evidente desde el primer momento durante el
Appell
, y la alarma sonaría de inmediato. ¿Cómo darles el tiempo suficiente de fugarse, teniendo en cuenta que es imposible que los cincuenta hombres aborden el primer tren que entre en la estación, lo que les obligaría a tomar varios trenes a lo largo de la mañana?

Hugh señaló a Tommy con un dedo al tiempo que asentía con la cabeza.

—Tiene sentido —dijo—. Es lógico. ¡Es preciso retrasar el recuento matutino! Pero no veo qué tiene que ver la muerte de Vic con una fuga.

—Yo tampoco —repuso Tommy—. Aún no. Pero estoy seguro de que está relacionado con ello, y me propongo averiguarlo esta noche.

—Muy bien, estoy de acuerdo, ¿pero qué tiene que ver el hecho de que Scott se enfrente a un pelotón de fusilamiento en todo esto? —preguntó Hugh.

—Otra buena pregunta —contestó Tommy meneando la cabeza—. Y otra respuesta que voy a obtener esta noche. Pero apostaría mi última cajetilla de tabaco a que alguien que estuviera dispuesto a matar a Trader Vic para fugarse de este condenado lugar no dudaría en dejar que Lincoln se enfrentara a un pelotón de ejecución alemán.

Pocos minutos antes de la una de la mañana, según indicaba la esfera luminosa del reloj que Lydia le había regalado, Tommy Hart percibió los primeros y tenues sonidos de movimiento en el pasillo junto al dormitorio del barracón. Desde el momento en que los alemanes habían extinguido las luces en todo el campo, los tres hombres se habían turnado para vigilar junto a la puerta, afanándose en percibir el menor ruido sospechoso de hombres que se dirigieran hacia la puerta de salida. La espera se había hecho interminable. En más de una ocasión Tommy había reprimido la tentación de reunir a los otros y salir del barracón. Pero recordó la noche en que se había despertado al oír a unos hombres hacer lo mismo, y dedujo que ese mismo trío figuraba en la lista de hombres que iban a tratar de escapar esta mañana. Era preferible seguirlos que salir precipitadamente con sus dos compañeros, sin saber por dónde tirar, y arrostrar los peligros de los reflectores o los gorilas prestos a apretar el gatillo. Tommy pensó que los barracones que ofrecían más probabilidades de ser el lugar de reunión de los presuntos fugados eran el 105, donde se había cometido el asesinato, o el 107, situado dos barracones más allá, que aunque no era el más cercano a la alambrada y al bosque, tampoco era el más alejado.

Sus compañeros estaban sentados detrás de él, en el borde de una litera, esperando en silencio.

Tommy vio sus rostros bajo el resplandor del cigarrillo de Hugh.

—¡Ahí van! —murmuró Tommy.

Sostuvo una mano en alto y se inclinó más hacia la gruesa puerta de madera. Oyó la leve vibración de unos pasos sobre las tablas del suelo. Imaginó lo que ocurría en el pasillo, a pocos metros. Los
kriegies
habrían recibido las instrucciones pertinentes y estarían preparados con su equipo de fuga. Lucirían prendas reformadas de paisano. Quizá llevaran una maleta o un maletín.

No olvidarían tampoco unas raciones adicionales de comida, sus documentos falsos de identidad, sus permisos de trabajo y de desplazamiento; es probable que los billetes de tren los llevasen cosidos a los bolsillos de la chaqueta. No sería necesario decir nada, pero cada hombre practicaría para sus adentros, en silencio, las pocas frases en alemán que había aprendido de memoria que confiaba que le permitirían alcanzar la frontera con Suiza. Siguiendo un orden preciso, se detendrían en la puerta, esperarían a que los reflectores pasaran de largo y saldrían rápidamente.

Tommy supuso que esa noche no se atreverían a encender siquiera una vela, sino que cada hombre habría contado ya el número de pasos que había de su litera hasta la puerta.

Tommy se volvió hacia los otros.

—Ni un sonido —dijo—. Ni uno. Preparaos…

Pero Scott, curiosamente, alargó las manos y asió a los otros dos por los hombros, abrazándolos, de forma que sus rostros estaban a escasos centímetros unos de otros, y habló con insólita y feroz intensidad.

—He pensado, Tommy, Hugh —dijo lentamente, con voz clara y rotunda—, que hay una cosa que debemos tener muy presente esta noche.

Sus palabras sorprendieron a Tommy, provocándole un escalofrío.

—¿De qué se trata? —preguntó Hugh.

Tommy oyó a Scott inspirar profundamente, como si se sintiera abrumado por el peso de lo que iba a decir, creándole un problema que los otros ni siquiera imaginaban.

—Unos hombres han muerto para que el plan de esta noche se cumpla —susurró—. Unos hombres han trabajado con ahínco y han muerto para dar a otros la oportunidad de alcanzar la libertad. Dos hombres murieron atrapados en un túnel que estaban excavando y se derrumbó, poco antes de que yo llegara aquí…

—Es cierto —apostilló Hugh con tono quedo—. Nos enteramos de ello en el otro recinto.

Scott cobró aliento una vez más, antes de proseguir con voz suave aunque enérgica.

—¡Debemos tener presentes a esos hombres! —dijo—. ¡No podemos meter la pata y estropear los planes de los que piensan fugarse esta noche! ¡Debemos andar con pies de plomo!

—Debemos averiguar la verdad —soltó Tommy de sopetón.

Scott movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Es cierto —repuso—. Debemos averiguar la verdad. Pero debemos recordar el costo. Otros han muerto. Esta noche se saldarán unas deudas, y debemos tener esto presente, Tommy. Recordad que, en última instancia, somos oficiales del cuerpo de aviación. Hemos jurado defender nuestra patria.

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