La guerra de Hart (73 page)

Read La guerra de Hart Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Esperó oír el sonido de la alarma. Pero no sonó.

Tommy abrió los ojos lentamente y vio a Fritz Número Uno de pie junto al cadáver de Visser. El hurón tenía el silbato en los labios y empuñaba su pistola. Entonces Fritz se volvió despacio y miró a Tommy, sin apartar el silbato de sus labios.

—Le fusilarán —murmuró—. Ha matado un oficial alemán.

—Lo sé —respondió Tommy—. No tuve más remedio.

Fritz se dispuso a hacer sonar el silbato, pero se detuvo y lo retiró de su boca. Orientó la linterna hacia el agujero en el suelo que Tommy había protegido, deteniéndose sobre la cuerda asegurada al árbol.

—Dios mío —repitió en un susurro.

Tommy guardó silencio. No comprendía por qué el hurón no pedía refuerzos ni hacía sonar la alarma.

Fritz Número Uno parecía atrapado en sus reflexiones, calibrando, midiendo, sopesando los pros y los contras. De pronto se agachó hacia Tommy y murmuró con tono insistente:

—¡Diga a los hombres que están en el túnel que la fuga se ha terminado!
Kaput!
¡Que regresen inmediatamente a sus barracones! Está a punto de sonar la alarma. Dígaselo en seguida, señor Hart.

¡Es la única posibilidad que tiene de salvarse!

Tommy se quedó atónito. No estaba seguro de lo que se proponía el alemán, pero comprendió que le ofrecía una oportunidad y no dudó en aprovecharla. Sin saber muy bien de dónde había sacado las fuerzas necesarias, echó a correr a través de la musgosa hierba del bosque hasta el borde del túnel. Se asomó al agujero y vio el rostro del Número Diecinueve, expectante.

—¡Los alemanes están por todas partes! —murmuró Tommy con tono perentorio—. ¡Están por todas partes! ¡Retroceded inmediatamente! ¡La función se ha terminado!

—¡Mierda! —farfulló el Número Diecinueve—. ¡Me cago en sus madres! —agregó, pero no vaciló en obedecer. Se deslizó por el estrecho pozo del túnel y comenzó a retroceder por él. Tommy oyó el sonido amortiguado de una conversación cuando Diecinueve se encontró con Veinte, pero no captó las palabras, aunque suponía qué decían.

Al volverse vio a Fritz Número Uno a pocos pasos. Había apagado la linterna, pero las primeras luces que se filtraban a través de los árboles conferían a su oscura silueta un aspecto fantasmagórico. El hurón indicó a Tommy que se acercara. Y se dirigió medio a rastras y medio a la carrera hacia el hurón.

—Sólo tiene una posibilidad, señor Hart. Traiga el cadáver y sígame, ahora mismo. No haga preguntas. ¡Apresúrese!

Tommy meneó la cabeza.

—Mi mano —dijo—. No creo tener las fuerzas necesarias.

—Entonces morirá aquí —repuso secamente Fritz Número Uno—. De usted depende, señor Hart.

Pero debe decidirse ahora. Yo no puedo tocar el cuerpo del
Hauptmann
. O lo mueve ahora mismo, o morirá junto a él. Pero creo que sería injusto dejar que un hombre como él le mate, señor Hart.

Tommy cobró aliento. Las imágenes de su casa, de su escuela, de Lydia inundaron su imaginación. Recordó a su capitán de Tejas con su risa seca y nasal: «Muéstranos el camino a casa, Tommy.» Y a Phillip Pryce, con su peculiar forma de gozar de las cosas más nimias. En aquel momento pensó que sólo un cobarde redomado le da la espalda a la oportunidad de vivir, por dura y remota que fuera. Así, aun a sabiendas de que sus reservas de energía estaban prácticamente agotadas, de que sólo le quedaba la fuerza del deseo, Tommy se agachó y, lanzando un sonoro quejido, consiguió echarse el cadáver del oficial alemán al hombro. El cadáver emitió un crujido atroz, y Tommy sintió ganas de vomitar. Luego, levantándose como pudo, se esforzó por conservar el equilibrio.

—Ahora, rápido —le conminó Fritz Número Uno—. ¡Debe adelantarse a las luces del alba o todo estará perdido!

Tommy sonrió ante la anticuada expresión que había utilizado el alemán, pero observó que las franjas grises del amanecer comenzaban a consolidarse, haciéndose más intensas a cada segundo.

Avanzó un paso, tropezó, recobró el equilibrio y respondió con un hilo de voz:

—Adelante, estoy preparado.

Fritz Número Uno asintió con la cabeza. Luego comenzó a adentrarse en el bosque.

Tommy siguió al alemán con paso vacilante. El cuerpo de Visser pesaba mucho, como si incluso después de muerto tratara de matarlo.

Las ramas le arañaban el rostro. Las raíces de los árboles le hicieron tropezar en más de una ocasión. El bosque entorpecía su progreso, obligándole a detenerse, tratando de derribarlo. Tommy continuó avanzando, arrastrándose bajo el peso que portaba, esforzándose con cada paso que daba conservar el equilibrio, buscando cada vez que apoyaba un pie en el suelo hallar las fuerzas para seguir adelante.

Respiraba de forma entrecortada y trabajosa. El sudor le empañaba las pestañas. El dolor que sentía en la mano herida era insoportable. Las lesiones latían sin cesar, produciéndole terribles escalofríos. Cuando pensaba que ya no le quedaban más fuerzas, en seguida se negaba a reconocerlo y lograba sacar fuerzas de flaqueza, las suficientes para avanzar torpemente unos metros más.

Tommy no tenía remota idea de cuánto trecho habían recorrido. Fritz Número Uno se volvió para instarle a proseguir.

—¡Rápido, señor Hart! Apresúrese. ¡No falta mucho!

Justo cuando pensó que no podía dar un paso más, Fritz Número Uno se detuvo de pronto y se arrodilló. El alemán indicó a Tommy que se acercara. Tommy recorrió los últimos metros trastabillando y se dejó caer junto a él.

—¿Dónde…? —atinó a decir, pero Fritz le hizo callar.

—Silencio. Hay guardias por los alrededores. ¿No huele el aroma de este lugar?

Tommy se limpió la cara con la mano indemne y aspiró un poco de aire por la nariz. Entonces se percató de la mezcla de olores humanos, desechos y muerte que impregnaba el bosque a su alrededor. Miró a Fritz Número Uno perplejo.

—¡El campo de trabajo de los rusos! —murmuró Fritz.

El alemán señaló con el dedo.

—Lleve el cadáver lo más cerca que pueda y déjelo. No haga ruido, señor Hart. Los guardias no dudarán en disparar si oyen el menor sonido sospechoso. Y ponga esto en la mano del
Hauptmann
.

Fritz Número Uno extrajo del bolsillo de su guerrera la hebilla del cinturón del ruso que había tratado de venderle a Tommy hacía unos días. Tommy asintió con la cabeza. Tomó la hebilla, se volvió y se echó de nuevo el cuerpo de Visser al hombro. Cuando se disponía a alejarse, Fritz Número Uno le detuvo. El hurón miró los ojos vidriosos de Visser.

—¡Gestapo! —masculló. Luego escupió en la cara del difunto—. ¡Váyase, rápido!

Tommy avanzó pesadamente a través de los árboles. El hedor era insoportable. Divisó un pequeño claro a un par de docenas de metros de la rudimentaria alambrada de espino y las afiladas estacas que rodeaban el campo de trabajo de los rusos. No había nada permanente en la zona rusa, pues los hombres que la ocupaban no estaban destinados a sobrevivir a la guerra y al parecer la Cruz Roja no controlaba sus condiciones de vida.

Tommy oyó ladrar a un perro a su derecha. Un par de voces rasgaron el aire a su alrededor. «No me atrevo a avanzar más», pensó.

Con un gran esfuerzo, arrojó el cadáver de Visser al suelo. Tommy se inclinó sobre él y depositó la hebilla del cinturón entre los dedos del alemán. Luego retrocedió y durante un momento se preguntó si había odiado a Visser lo suficiente como para matarlo, pero en seguida comprendió que eso no era lo que contaba. Lo que contaba era que Visser estaba muerto y que él se aferraba precariamente a la vida. Acto seguido, sin volver a mirar el rostro del alemán, dio media vuelta y, avanzando sigiloso pero con rapidez, regresó al lugar donde le aguardaba Fritz Número Uno.

Cuando llegó, el alemán hizo un gesto afirmativo.

—Quizá tenga una posibilidad, señor Hart —dijo—. Debemos apresurarnos.

El regreso a través del bosque fue más rápido, pero Tommy creyó que deliraba. La brisa que se deslizaba a través de las copas de los árboles le susurraba al oído, casi burlándose de su agotamiento. Las sombras se alargaban a su alrededor, cual docenas de reflectores tratando de captar su rostro para ponerlo al descubierto. Era como si su mano herida le gritase obscenidades, tratando de cegarlo de dolor.

Era el amanecer. El negro deja paso al gris y las primeras franjas de azul surcan el cielo, persiguiendo a las estrellas que le habían reconfortado antes con su presencia. A pocos metros de distancia, Tommy distinguió el agujero negro de la salida del túnel.

Fritz Número Uno se detuvo, ocultándose detrás de un árbol. Señaló el túnel.

—Señor Hart —murmuró asiendo a Tommy del brazo—. El
Hauptmann
Visser habría ordenado que me fusilaran al averiguar que fui yo quien negoció con el arma que mató a Trader Vic. La que usted me devolvió. Estaba en deuda con usted, esta noche, he pagado mi deuda.

Tommy asintió con la cabeza.

—Ahora estamos… ¿cómo se dice? —preguntó el hurón.

—En paz —respondió Tommy.

El alemán lo miró sorprendido.

—¿En paz?

—Es otra expresión, Fritz. Cuando uno ha saldado su deuda, se dice que está «en paz»… —Tommy sonrió, pensando que el agotamiento debía de haberle hecho perder el juicio, pues no se le había ocurrido nada mejor que ponerse a dar clases de inglés.

El hurón sonrió.

—En paz. Lo recordaré. Tengo mucho que recordar.

Luego señaló el agujero.

—Ahora, señor Hart, contaré hasta sesenta y luego tocaré el silbato.

Tommy asintió. Se puso en pie y echó a correr hacia el agujero. Sin volverse siquiera una vez, se lanzó de nuevo a la oscuridad y bajó apresuradamente los peldaños de la tosca escalera. Al aterrizar en el suelo del pozo, el dolor que le atenazaba la mano le cubrió de insultos. Sin pensar en los terrores que recordaba de su infancia, ni en los terrores que había experimentado esa noche, Tommy avanzó por el túnel. No había luz, ni una vela que los hombres hubieran olvidado, para guiarlo.

Todo estaba sumido en una inmensa oscuridad, como burlándose del amanecer que iluminaba el mundo exterior.

Tommy regresó a la prisión, solo, extenuado, ciego y profundamente herido, seguido por el lejano sonido del silbato de Fritz Número Uno resonando en el ordenado mundo en la superficie.

20
Una cura provisional

En el barracón 107 reinaba el caos.

Los hombres que no habían conseguido fugarse, congregados en el pasillo central, se quitaban a todo correr sus trajes de paisano para volver a vestir sus raídos y gastados uniformes. Muchos de ellos habían cogido unas raciones adicionales de comida con que alimentarse hasta llegar a lugar seguro, y se estaban metiendo chocolate y carne enlatada en la boca, temiendo que los alemanes se presentaran y confiscaran todos los alimentos que habían ido almacenando con diligencia durante las últimas semanas. Los miembros de la tropa de apoyo guardaban la ropa, los documentos falsos, billetes, pasaportes, permisos de trabajo y demás objetos confeccionados por los
kriegies
para dar una falsa legitimidad a su ansiada existencia fuera de la alambrada, en libros vaciados o escondrijos situados detrás de los tabiques. Los integrantes de la brigada de los cubos de tierra se dejaron caer del agujero en el techo, limpiándose el sudor y la tierra de la cara, mientras un aviador aseguraba de nuevo el panel de acceso en su lugar confiando en que los alemanes no lo descubrieran. Un oficial permanecía junto a la puerta del barracón, espiando a través de una hendija en la madera, para ayudar a los hombres a salir solos o en pareja cuando no hubiera moros en la costa.

Había veintinueve hombres distribuidos a lo largo del túnel cuando Tommy había dado la voz de alarma al Número Diecinueve. La señal se había movido con mayor rapidez que los hombres, transmitida a través de una serie de gritos, tal como había sido difundido el mensaje de la inocencia de Scott. Pero a medida que se propagaba a través del túnel, los hombres que se hallaban en él se las veían y deseaban para emprender la retirada, que era mucho más difícil en aquel oscuro y reducido espacio. Los hombres se habían movido frenéticamente, desesperados, algunos retrocediendo a gatas, otros tratando de dar la vuelta. Pese a lo crítico de la situación, les había llevado bastante tiempo retroceder sobre sus pasos, decepcionados, temerosos, angustiados y furiosos ante la mala pasada que les había jugado la vida al arrebatarles aquella oportunidad. Las blasfemias resonaban en el estrecho túnel, las obscenidades reverberaban entre los muros.

Cuando habían empezado a salir los primeros hombres, Lincoln Scott se hallaba junto al borde de la entrada, contigua al retrete. El comandante Clark, situado a pocos pasos, impartía enérgicas órdenes con el fin de imponer cierta disciplina entre los presos. Scott se había vuelto, asimilando la desintegración de la escena que le rodeaba. Se había agachado para ayudar al Número Cuarenta y siete a trepar por el orificio de entrada.

—¿Dónde está Hart? —había preguntado Scott—. ¿Has visto a Tommy Hart?

El aviador meneó la cabeza.

—Debe de estar todavía en la parte delantera del túnel —respondió el hombre.

Scott ayudó al
kriegie
a desfilar hacia el pasillo, donde el hombre empezó a quitarse su atuendo de fuga. Scott se asomó al pozo del túnel. El resplandor de las velas parecía dibujar unas cicatrices sobre los rostros de los consternados hombres mientras trataban de trepar por la entrada del túnel.

Se agachó, asió la mano del Número Cuarenta y seis y con un tremendo tirón le ayudó a ascender a la superficie, formulándole la misma pregunta:

—¿Has visto a Hart? ¿Le has oído? ¿Está bien?

Pero el Número Cuarenta y seis movió la cabeza en señal de negación.

—Aquello es un caos. No se ve nada, Scott. No sé dónde está Hart.

Scott asintió con la cabeza. Después de ayudar al aviador a salir por el retrete y dirigirse hacia el pasillo, se agachó para asir el cable negro que descendía por el agujero.

—¿Qué hace, Scott? —inquirió el comandante Clark.

—Ayudar —repuso Scott.

Acto seguido dio media vuelta, como un montañista que se dispone a descender por un precipicio, y sin decir otra palabra al comandante, descendió hacia la antesala. Notó una tremenda tensión en la enrarecida atmósfera del túnel, casi como quien entra en una habitación de hospital presidida por el olor a enfermedad y nadie abre una ventana para que se ventile. En su precipitada retirada, los hombres habían dejado abandonado el fuelle, que uno de los primeros
kriegies
que había salido del túnel había apartado a un lado de una patada. Al ver al Número Cuarenta y cinco avanzar cargado con una maleta, Scott extendió la mano en la grisácea semioscuridad y se apresuró a tomarla de manos del agradecido
kriegie
.

Other books

Pilliars in the Fall by Daniels, Ian
A Million Nightingales by Susan Straight
HEALTHY AT 100 by Robbins, John
The Expatriates by Janice Y. K. Lee