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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (70 page)

Hugh no respondió. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, tratando de resistir el indecible dolor que estallaba dentro de él. Estaba a punto de perder la conciencia, pero se esforzó en conservar la calma.

Visser le soltó la pierna.

—Puedo ordenar que le hagan daño, antes de que le fusilen, teniente. Puedo hacer que el dolor sea tan intenso que espere ansioso la bala que ponga fin a su tormento. Se lo pregunto por última vez: ¿qué hacía fuera de su barracón?

Hugh cobró aliento profundamente, tratando de aplacar las oleadas de dolor que le recorrían.

—Responda, teniente, por favor. Tenga presente que su vida depende de ello —insistió Visser con firmeza.

Por segunda vez aquella noche, Hugh Renaday comprendió que la cuerda de su vida había llegado a su fin. Volvió a respirar hondo y contestó:

—Le estaba buscando a usted,
Herr Hauptmann
.

Visser lo miró un tanto sorprendido.

—¿A mí? ¿Por qué quería verme a mí, teniente?

—Para escupirle en la cara —replicó Hugh.

Cuando terminó, escupió violentamente contra el alemán. Pero tenía la boca seca y no pudo lanzarle un escupitajo, sino que simplemente roció la mesa con unas gotas de saliva.

El
Hauptmann
se apartó un poco. Luego sacudió la cabeza y limpió la superficie del escritorio con la manga de su único brazo. Alzó el revolver, apuntando a Hugh a la cara. Mantuvo esta posición unos segundos, apuntando el arma hacia la frente. El alemán amartilló el revólver y luego oprimió el cañón contra la piel del canadiense. Un frío más intenso que el dolor que sentía le atravesó el cuerpo. Hugh cerró los ojos y trató de pensar en cualquier cosa excepto en lo que pasaba. Transcurrieron unos segundos. Casi un minuto. No se atrevía a abrir los ojos.

Entonces Visser volvió a sonreír y retiró el arma.

Hugh sintió desvanecerse la presión del cañón sobre su frente y, tras una pausa, abrió los ojos.

Vio a Visser bajar el enorme Mauser, con un gesto exagerado, devolverlo a su estuche y cerrar éste.

Hugh respiraba trabajosamente. Tenía los ojos fijos en el revólver. Ansiaba experimentar una sensación de alivio, pero sólo sentía terror.

—¿Cree que tiene suerte de seguir con vida, teniente?

Hugh asintió con la cabeza.

—Qué triste —repuso Visser con aspereza. Se volvió hacia Fritz Número Uno y dijo—: Cabo, llame a un
Feldwebel
y dígale que reúna a un pelotón. Quiero que se lleven al prisionero y lo fusilen de inmediato.

«Scott es inocente.»

«Scott es inocente.»

El eco del mensaje reverberaba a lo largo del túnel, a medida que pasaba de hombre a hombre.

Nadie tuvo en cuenta, en el asfixiante, caluroso, sucio y peligroso mundo de la fuga, el hecho de que esas tres palabras arrastraran consigo docenas de interrogantes. Cada
kriegie
sólo sabía que el mensaje era tan importante como los dos o tres últimos golpes del pico, y cada
kriegie
sabía que contenía una especie de libertad, casi tan poderosa como la libertad hacia la que se arrastraban, de modo que fue transmitido con una ferocidad cuya intensidad rivalizaba con la de la batalla que Tommy había librado para conseguirla. Ninguno de los hombres sabía lo que había ocurrido al término del túnel, pero todos sabían que con los dos extremos de la muerte y la fuga tan próximos, nadie mentiría. De modo que cuando el mensaje alcanzó la antesala situada en la base del pozo que arrancaba en el retrete del barracón 107, las palabras contenían un exaltado fervor, casi religioso.

El piloto de caza neoyorquino se inclinó sobre el fuelle, tratando de oír el mensaje transmitido por el siguiente hombre en la fila. Escuchó atentamente, al igual que el hombre que trabajaba junto a él, que aprovechó el momento para tomarse un respiro de la dura tarea de manipular cubos llenos de tierra arenosa.

—Repite eso —musitó el piloto de caza.

—¡Scott es inocente! —oyó decir—. ¿Lo has entendido?

—Sí.

El piloto de caza y el
kriegie
que levantaba cubos de tierra se miraron unos momentos. Luego sonrieron.

El piloto de caza se volvió, alzó la vista y miró por el pozo del túnel.

—¡Eh, los de ahí arriba! Un mensaje de la parte delantera…

El comandante Clark se adelantó apresuradamente, casi empujando a Lincoln Scott a un lado. Se arrodilló junto a la entrada del túnel, inclinándose sobre el pozo.

—¿Qué ocurre? ¿Han alcanzado la superficie?

El débil y oscilante resplandor de las velas se reflejaba en los rostros de los dos hombres dispuestos en la antesala. El piloto neoyorquino se encogió de hombros.

—Más o menos —repuso.

—¿Qué mensaje es ése? —inquirió Clark bruscamente.

—¡Scott es inocente! —contestó el piloto de caza. El hombre de los cubos asintió con vehemencia.

Clark se puso de pie y se abstuvo de responder.

Lincoln Scott oyó las palabras, pero durante unos instantes no reparó en el impacto de las mismas. Observó al comandante, que sacudió la cabeza una y otra vez, como tratando de sustraerse a la explosión de las palabras pronunciadas en aquel reducido espacio.

Pero Fenelli captó en seguida la trascendencia del mensaje. No sólo del mensaje, sino de la forma en que había sido transmitido. Se asomó también al pozo del túnel y murmuró a los hombres situados más abajo:

—¿Viene de la parte delantera? ¿De Hart y de los números Uno y Dos?

—Sí. Desde allí. ¡Corre la voz! —le instó.

Fenelli se incorporó, sonriendo.

La cólera crispaba las facciones del comandante Clark.

—¡Ni se le ocurra, teniente! El mensaje se detiene aquí.

Fenelli lo miró boquiabierto.

—¿Qué?

El comandante Clark observó al doctor en ciernes.

—No sabemos con certeza cómo, por qué o de dónde proviene ese mensaje y no sabemos si Hart ha obligado a esos otros hombres a transmitirlo. No tenemos respuestas, y no consentiré que se difunda —dijo, casi como si Lincoln Scott se hubiera esfumado de pronto de la habitación.

Fenelli meneó la cabeza y miró a Scott.

Scott avanzó, plantándose delante del comandante Clark. Durante unos momentos apenas pudo contener su indignación; ardía en deseos de asestarle un derechazo en el mentón. Pero reprimió ese deseo, sustituyéndolo con la mirada más dura y fría que fue capaz de dirigir al oficial.

—¿Por qué le preocupa tanto la verdad, comandante?

Clark retrocedió, pero continuó callado.

Scott se acercó al borde de la entrada del túnel.

—O entra la verdad, o nadie sale de aquí —dijo con tono sosegado.

El comandante Clark tosió, observando al aviador negro para calibrar la determinación que reflejaba su semblante.

—No hay tiempo —dijo Clark.

—Es verdad —se apresuró a responder Fenelli—. No queda tiempo.

Entonces el médico de Cleveland miró por encima del comandante e hizo un pequeño ademán a uno de los hombres que manipulaban el cubo de tierra, situado en la entrada del retrete.

—¡Eh! —dijo Fenelli en voz alta—. ¿Has oído el mensaje de la parte delantera del túnel?

El hombre negó con la cabeza.

—Scott es inocente —dijo Fenelli sonriendo de satisfacción—. Es la verdad pura y dura y proviene de la cabeza del túnel. Corre la voz para que se enteren todos los hombres que hay en este barracón.

¡Scott es inocente! Y diles a todos que la fila no tardará en moverse, para que se preparen.

El hombre vaciló, miró a Scott y luego sonrió. Se volvió y susurró el mensaje al hombre que le seguía en el pasillo, que asintió con la cabeza. El mensaje fue transmitido a lo largo del centro del barracón, a todos los hombres que esperaban fugarse, a todos los hombres que constituían la tropa de apoyo y a todos los aviadores congregados en la entrada de cada dormitorio del barracón, creando un ambiente de excitación que reverberó en aquellos espacios cerrados y reducidos.

Scott se alejó de la entrada del túnel y se colocó en un rincón del pequeño retrete. Comprendía el peso de aquella frase, que había sido transmitida a través de los hombres del barracón 107. Sabía que en cuanto amaneciera se propagaría más allá. A las pocas horas se habría extendido por todo el campo de prisioneros y, posiblemente, si los hombres que iban a fugarse tenían suerte, ellos mismos llevarían consigo esas palabras para transmitirlas cuando alcanzaran la libertad. Era un peso que el comandante Clark, el coronel MacNamara, el capitán Walker Townsend y todos los hombres que trataban de acorralarlo y colocarlo frente a un pelotón de fusilamiento no serían capaces de levantar.

El peso de la inocencia.

Scott respiró hondo y contempló el agujero en el suelo. Ahora que la verdad había salido a la superficie, pensó Lincoln Scott, no tardaría en aparecer Tommy Hart.

Pero en lugar de la larguirucha figura del estudiante de derecho de Vermont, por el túnel se deslizó otro mensaje en respuesta al primero. Nicholas Fenelli, con los ojos brillantes y la voz ronca de la emoción, miró a Scott y murmuró:

—¡Han terminado! ¡Vamos a salir!

Tommy Hart se sostenía precariamente sobre el peldaño superior de la escalera, con el rostro vuelto hacia el orificio de quince centímetros de diámetro excavado en el techo de tierra, aspirando el vino embriagador del aire nocturno que penetraba en el túnel. En la mano derecha sostenía el pico. A sus pies, Murphy y el director de la banda de jazz se limpiaban febrilmente la tierra de la cara con un pequeño trapo, al tiempo que se apresuraban a vestirse con la ropa de fuga.

El director de la banda —músico, asesino y rey del túnel— no pudo resistirse a formular en voz alta una pregunta:

—¿A qué huele, Hart?

Tras vacilar unos segundos, Tommy respondió en un susurro:

—A gloria.

Él también estaba cubierto de tierra y sudor después de haber excavado. Durante los últimos diez minutos había sustituido a los otros dos, que habían hecho una pausa, extenuados por el esfuerzo.

Pero Tommy sentía renovadas fuerzas. Había excavado con furiosa energía, desprendiendo la tierra con el pico hasta arrancar un pedazo cubierto de hierba.

Siguió respirando profundamente. El aire era tan puro que creyó que iba a perder el sentido.

—¡Baja de una vez, Hart! —dijo el director de la banda.

Tommy aspiró una larga bocanada de aire nocturno y volvió a bajar a regañadientes. Miró a los otros. A la luz de la única vela que ardía, vio que tenían el rostro arrebolado por la emoción. Parecía como si en aquel momento, el ansia de alcanzar la libertad fuera tan poderosa que superara todas las dudas y los temores sobre lo que las próximas horas les tenían reservado.

—De acuerdo, Hart, esto es lo que haremos. Sujetaré una cuerda en la parte superior de la escalera y la ataré a un árbol cercano. Tú montarás guardia junto al árbol. Cada
kriegie
aguardará en la cima de la escalera una señal, dos rápidos tirones de la cuerda, que le indicará que no hay moros en la costa. Procura que salga un hombre cada dos o tres minutos. Ni más rápido ni más despacio. Así evitaremos llamar la atención y con suerte nos ajustaremos al horario previsto. Cuando salgan, ellos ya saben lo que tienen que hacer. Una vez que hayan salido todos, tú puedes bajar de nuevo por el túnel y regresar al recinto.

—¿Por qué no puedo esperar aquí?

—No hay tiempo, Hart. Esos hombres deben conseguir la libertad y tú serías literalmente un escollo.

Tommy asintió con la cabeza, comprendiendo que lo que decía el director de la banda era sensato. El músico le tendió la mano.

—Si quieres puedes localizarme en el French Quarter, Hart.

Tommy bajó la vista y contempló la cabeza del hombre. Lo imaginó asiendo a Trader Vic por el cuello. También pensó que hacía sólo unos minutos, esa misma mano había tratado de matarlo.

Entre el calor, la suciedad y el temor que envolvía a todos los que aguardaban dentro del túnel, todo había cambiado de repente. Tommy estrechó la mano del director de la banda. Este sonrió, mostrando su blanca dentadura en la oscuridad.

—También acertaste en otra cosa, Hart. Soy zurdo.

—Eres un asesino —dijo Tommy impávido.

—Todos somos asesinos —replicó el hombre.

Tommy negó con la cabeza, pero el músico rió.

—Lo somos, sí, pese a lo que digas. Quizá no volvamos a serlo, cuando esto haya acabado y nos sentemos junto al hogar, haciéndonos viejos y contando anécdotas de esta guerra. Pero ahora mismo, aquí, todos somos asesinos. Tú, yo, Murphy, también Scott, MacNamara, Clark, todos, incluso Trader Vic. Puede que él fuera el peor de todos, porque acabó asesinando, aunque por error, con el único fin de hacer que su miserable vida fuera más cómoda.

El músico meneó la cabeza.

—No es un buen lugar para morir, ¿no crees? —Luego miró a Tommy, que seguía sosteniendo el pico—. ¿Crees, amigo Tommy, que la verdad sobre este asunto saldrá alguna vez a la luz del día? —Antes de que Tommy pudiera responder, el músico movió la cabeza en sentido negativo—. No lo creo, Tommy Hart. No creo que al ejército le apetezca la idea de contar al mundo que algunos de sus mejores héroes eran también unos excelentes asesinos. No señor. No creo que estén ansiosos por contar esta historia.

Tommy tragó saliva.

—Suerte —dijo—. Nueva Orleans. Iré a verte algún día.

—Te invitaré a una copa —respondió el director de la banda—. Si logramos regresar a casa sanos y salvos, te invitaré a una docena de copas. Brindaremos por la verdad y por el hecho de que no sirve de nada.

—No estoy de acuerdo —replicó Tommy.

El músico emitió una última carcajada, se encogió de hombros y subió la escalera. En la mano sostenía una cuerda larga y delgada. Tommy le vio asegurarla al peldaño superior. Después arrancó otros pedazos de tierra, que cayeron sobre Tommy, quien pestañeó y apartó la cabeza. El músico se detuvo y apagó la última vela de un soplo. Acto seguido se escurrió por el agujero en la tierra, súbitamente bañado en el tenue resplandor de la luna, y desapareció.

Murphy soltó un gruñido. No tenía ganas de cambiar frases amables con Tommy. Se levantó y siguió al director de orquesta escalera arriba. A su espalda, Tommy oyó a Número Tres avanzando por el túnel como un exaltado cangrejo moviéndose a través de la arena. Tommy observó que Murphy agitaba las piernas unos instantes, tratando de hallar un punto de apoyo en la tierra que se desmoronaba junto a la salida del túnel. Luego Tommy subió por la escalera.

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