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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (33 page)

El pequeño huerto que había vislumbrado en la oscuridad presentaba un aire triste y casi abandonado. Había patatas y unas verduras que pugnaban por arraigar. La cosa era sospechosa, la mayoría de los huertos de los prisioneros de guerra eran atendidos con extraordinario mimo y dedicación; los hombres que los plantaban estaban muy encariñados con ellos, no sólo por los productos que les proporcionaban, que contribuían a suplir las escasas raciones de comida que obtenían de los paquetes de la Cruz Roja, sino debido a la gran cantidad de tiempo que les dedicaban.

Éste era diferente. Tenía un aire sombrío, descuidado. La tierra había sido removida, pero había unos terrones que nadie se había molestado en deshacer. Algunas plantas precisaban ser podadas.

Tommy se arrodilló, sintiendo el contacto de la tierra. Estaba húmeda, tal como había supuesto, dada la escasez de sol que se filtraba allí. Emanaba un olor acre, a podrido.

Tommy contempló la tierra de color pardo. Si el asesino hubiera derramado sangre aquí, pensó, éste no habría tenido mayores dificultades en regresar al día siguiente y cubrirla con tierra. Con todo, observó detenidamente el pequeño terreno, hasta el borde del barracón 103.

De pronto se detuvo, notando que su corazón latía aceleradamente.

Fijó los ojos en una maltrecha tabla grisácea, instalada justo sobre el suelo. El muro mostraba una mancha pequeña pero visible color marrón oscuro, casi granate. Seca, como una escama.

Tommy se levantó. Tuvo la presencia de ánimo de volverse para comprobar de nuevo si alguien le espiaba. Observó a cada uno de los hombres que caían en su campo visual. Comprendió que era posible que alguno de ellos, o todos, estuviera observando lo que hacía. Hizo un rápido cálculo mental al tiempo que se volvía para examinar de nuevo la mancha que había advertido en el muro.

Respiró hondo. Era lo que él había imaginado. Si se acercaba, sabía que le proporcionaría un dato al hombre que había asesinado a Vincent Bedford, y Tommy no quería hacerlo. Existe una línea sutil que separa la estrategia de defender a un hombre negando su culpabilidad —rebatiendo las pruebas contra él y ofreciendo unas explicaciones alternativas a los hechos— y el momento en que la defensa asume un ataque distinto. Cuando modifica el rumbo y se adentra en aguas procelosas, señalando con un dedo acusador a otra persona. Tommy sabía que el dar un paso adelante entrañaba ciertos riesgos.

Echó de nuevo un vistazo a su alrededor.

Luego, sin darle mayor importancia, echó a andar entre las descuidadas hileras de verduras plantadas junto al barracón 103. Se arrodilló y tocó con las yemas de los dedos la mancha. Era sangre seca.

Pasó los dedos por la tierra. Cualquier otro indicio de muerte había sido absorbido, pero esta tabla había captado uno. Poca cosa, pero ya era algo. Tommy trató de imaginar la secuencia que se había desarrollado por la noche. El hombre armado con el cuchillo. Vic vuelto de espaldas a él. El golpe rápido y contundente, asestado con la precisión de un asesino.

Pensó que Vic debió de dar unas sacudidas convulsivas y desplomarse en brazos del hombre que le había matado, ligeramente ladeado, inconsciente durante unos momentos, mientras se desangraba.

Estremecido, Tommy volvió a examinar la tabla. Comprendió que los mismos ángulos que la oscuridad había creado en aquel lugar también habían impedido que la reciente lluvia lavara la mancha. Lo cual no dejaba de ser una triste ironía, pensó fríamente con una mueca entre amarga y divertida.

Durante irnos instantes, Tommy no supo qué hacer. Si hubiera tenido a su lado al artista irlandés, le habría pedido que hiciera un boceto. Pero pensó que las probabilidades de que fuera en busca de Colin Sullivan en el recinto norte y hallara la mancha intacta al regresar, eran escasas. Lo más prudente era suponer que alguien le espiaba.

Así pues, Tommy asió la tabla y tiró de ella con fuerza. Se oyó un crujido y la delgada madera cedió.

Tommy se levantó, sosteniendo el trozo de madera que se había desprendido. La mancha de sangre estaba en el centro de la tabla. Al aproximarse más comprobó que los daños sufridos por la pared del barracón 103 eran mínimos, aunque apreciables. Se volvió, advirtiendo que una docena de
kriegies
había dejado de hacer lo que estaba haciendo y le observaba con fijeza. Confió en que la curiosidad que traslucían sus rostros fuera la típica curiosidad de los
kriegies
, fascinados por cualquier cosa que se les antojara insólita o distinta, que rompiera la tediosa monotonía del Stalag Luft 13.

Se echó la tabla al hombro, como si fuera un rifle, preguntándose si acababa de hacer algo no sólo estúpido sino muy peligroso. Claro que la guerra consistía precisamente en colocarse en situaciones arriesgadas. Eso era lo fácil. Lo difícil era sobrevivir a los riesgos.

Se dirigió hacia el extremo del barracón y vio que uno de los hombres que jugaba al béisbol era el capitán Walker Townsend. El virginiano saludó a Tommy con un gesto de la cabeza, reparando en la tabla que transportaba al hombro, pero no interrumpió el juego. Por el contrario, atrapó la pelota en el aire con un movimiento preciso y elegante. La pelota emitió un sonido fuerte y seco al golpear el desteñido guante de cuero que llevaba el capitán.

Tommy entregó la tabla manchada de sangre a Lincoln Scott, que estaba sentado en su litera. Al verlo entrar en la habitación, el piloto negro lo miró con sorpresa y agrado.

—Hola, abogado —dijo—. ¿Más excursiones?

—Regresé al lugar donde estuvimos anoche y encontré esto —respondió Tommy—. ¿Puede ponerlo a buen recaudo?

Scott tomó la tabla de sus manos y la examinó con detención.

—Supongo que sí. ¿Pero qué es?

—La prueba de que Trader Vic fue asesinado entre los barracones 102 y 103, allí donde creíamos nosotros. Es sangre reseca, creo.

Scott sonrió, pero negó con la cabeza.

—Es posible. Pero también podría ser barro, o pintura. Supongo que no tenemos los medios para analizarlo, ¿verdad?

—No. Pero la parte contraria tampoco.

Scott siguió observando la tabla con escepticismo, pero asintió con la cabeza.

—Aunque sea sangre, ¿cómo podemos demostrar que pertenecía a Bedford?

Tommy sonrió.

—Pensando como un abogado, teniente —contestó—. Quizá no tengamos que hacerlo. Nos limitaremos a sugerirlo. Se trata de crear las suficientes dudas sobre cada aspecto del caso para que toda la estrategia de la acusación se desmorone. Ésta es una pieza importante.

Scott seguía mostrándose escéptico.

—Me pregunto de quién será el huerto —comentó mientras manipulaba con cautela la tabla que Tommy había desprendido del muro, examinándola una y otra vez—. Quizá nos indique algo.

—Es posible —convino Tommy—. Supongo que debí de averiguar ese punto antes de atraer la atención el lugar. No creo que tengamos muchas posibilidades de obtener esa información.

Scott asintió con la cabeza y guardó la tabla debajo de su camastro.

—Sí —dijo pausadamente—. ¿Por qué alguien iba a ayudarnos?

El aviador negro se enderezó e, inopinadamente, se puso serio. Parecía como si de golpe algo le hubiera arrancado de sus reflexiones para obligarle a regresar a la realidad. Echó un rápido vistazo entorno, pasando por alto a Tommy, examinando cada una de las recias paredes de madera, su prisión dentro de la prisión. Tommy intuyó que Scott había viajado a algún lugar en su imaginación y al regresar había asumido de nuevo su hosca actitud, como si estuviera enojado con todos.

Tommy se abstuvo de comentar que varias personas trataban de ayudar al aviador negro. En vez de ello, se volvió hacia la puerta para abandonar la habitación, pero antes de que pudiera dar un paso, Scott le detuvo con una mirada furiosa y una pregunta formulada con tono de amargura:

—¿Cuál es el siguiente paso, abogado?

Tommy se detuvo antes de responder.

—Pura rutina. Hablaré con algunos testigos de la acusación para averiguar qué diablos van a decir y luego comentaré nuestra estrategia con Phillip Pryce y Hugh Renaday. Gracias a Dios que cuento con la ayuda de Phillip. Si hemos adelantado algo, es gracias a él. En cualquier caso, cuando me haya entrevistado con él, usted y yo empezaremos a prepararnos para el lunes por la mañana, porque estoy seguro de que Phillip habrá esbozado un guión que habremos de seguir al pie de la letra.

Scott asintió, dando un leve respingo.

—Tengo la impresión —dijo en voz baja—, que las cosas no se desarrollarán de forma tan teatral.

Tommy había abierto la puerta y se disponía a salir, pero al oír la frustración que expresaban las palabras de Scott se volvió.

—¿Cuál es el problema? —preguntó.

—¿No ve el problema? ¿Está usted ciego, Hart?

Indeciso, Tommy entró de nuevo en el pequeño cuarto de literas.

—Veo que estamos acumulando pruebas y datos que confío que entorpezcan los esfuerzos de la acusación demostrando las mentiras…

—Supuse que bastaría la verdad para demostrar mi inocencia —le interrumpió Scott meneando la cabeza.

—Ya lo hemos hablado —replicó Tommy secamente—. Rara vez ocurre así. No sólo ante un tribunal, sino ante cualquier circunstancia.

Scott suspiró y se puso a tamborilear con los dedos sobre el cuero de su Biblia.

—De modo que podemos demostrar que Bedford no fue asesinado en el
Abort
. Podemos sugerir que lo mataron de una forma que indica un asesinato. Podemos alegar que el arma del crimen no fue el cuchillo que colocaron aquí para incriminarme, aunque no podemos explicar por qué está manchado con la sangre de Bedford o de otra persona. Podemos alegar que la noche de autos el verdadero asesino robó mis botas y mi cazadora, aunque será difícil que un juez acepte este hecho.

Supongo que podemos rebatir cada aspecto del caso de la acusación. ¿Pero qué sacaremos con ello?

Los otros tienen la prueba más contundente, la prueba que me conducirá ante el pelotón de fusilamiento.

Tommy contempló al impulsivo piloto de caza y por primera vez desde que lo conoció en la celda de castigo pensó que era un hombre complicado. Scott había vuelto a sentarse en la litera, con la espalda encorvada, desalentado. Parecía la viva imagen de un deportista que sabe que el partido está perdido, aunque no haya finalizado aún. Scott alzó su gigantesco puño derecho y se frotó las sienes. El aventurero de la noche anterior, el hombre seguro de sí que había salido en busca de pruebas para demostrar su inocencia sin dejarse amedrentar por la oscuridad ni los peligros que acechaban en el campo, había desaparecido. El piloto de caza que había encabezado la misión de medianoche parecía haberse evaporado. En su lugar había ahora un hombre resignado, abatido; un hombre que todavía tenía fuerzas y velocidad pero que era rehén de su situación. Tommy pensó que la historia era tan culpable de las circunstancias en las que se hallaba el aviador negro como cualquier prueba en su contra.

—¿A qué se refiere? —preguntó.

Scott suspiró y esbozó una sonrisa de tristeza.

—El odio —repuso.

Tommy no dijo nada. Tras dudar unos instantes, el aviador negro prosiguió:

—¿Tiene usted idea de lo agotador que resulta ser odiado por tantas personas?

Tommy negó con la cabeza.

—Eso supuse —dijo Scott. Sus palabras destilaban amargura. Luego enderezó la espalda, como con renovada energía—. En cualquier caso, ésta es la verdad y ellos podrán probarla más allá de toda duda razonable: yo odiaba a Bedford y él me odiaba y está muerto. El odio es cuanto necesitan.

Cada testigo que llamen a declarar, cada prueba que tengan (por falsa, artificial o inventada que sea, Hart) estará respaldada por el odio. Y cada decisión que se tome en este «juicio» que comenzará el lunes, estará condicionada por el odio. Todos me odian, Hart. Todos ellos. Claro, supongo que hay hombres en este campo a quienes yo les soy indiferente, y otros que saben que mi grupo de cazabombarderos les salvó el pellejo en más de una ocasión. Esos hombres están dispuestos a tolerarme. Pero a la postre, todos son blancos y yo soy negro, y eso significa odio. ¿Qué le hace pensar que el lunes conseguiremos algo, al margen de lo que podamos demostrar? Los negros jamás hemos conseguido nada. Jamás. Desde que el primer esclavo fue sacado de la bodega del primer barco, encadenado, y fue vendido en pública subasta.

Tommy abrió la boca para hablar. Había algo en la grandilocuencia de las palabras de Scott que le irritaba sobremanera, y quería decírselo. Pero Scott levantó la mano como un guardia en una esquina dirigiendo el tráfico, para interrumpirlo.

—No le culpo, Hart. No creo que sea usted necesariamente uno de los peores. Creo que hace todo lo posible para sacarme del apuro. Cosa que le agradezco. De veras. Pero a veces, cuando estoy aquí sentado, me pongo a pensar, como esta mañana, que eso no va a servirme de nada.

Scott sonrió, meneando la cabeza.

—Quiero que sepa, Hart —continuó—, que no le culpo por lo que pueda ocurrir. La culpa es del odio. ¿Quiere saber algo gracioso? Usted también lo tiene. Usted, Renaday y Pryce. Quizá no en la medida de MacNamara, Clark y ese desdichado cabrón al que han asesinado, pero lo tienen, en alguna parte de su ser, quizá donde no pueden ni verlo, ni sentirlo. Cuando termine este asunto, el último retazo de odio hacia mí y las personas como yo le llevará a usted hacer algo. O a no hacer nada, da lo mismo. Quizá no sea algo espectacular, importante o crucial, pero algo, como por ejemplo, omitir una pregunta clave. No querer desbaratar las cosas. ¿Quién sabe? Pero en última instancia, pensará que el hecho de salvar mi miserable pellejo no vale el precio que se le exige.

Tommy debió de poner cara de sorpresa, porque Scott rompió de nuevo a reír sacudiendo la cabeza.

—Tiene que comprender, señor Blanco Harvard de Vermont, que lo lleva dentro y no puede hacer nada por remediarlo —prosiguió Scott, expresándose momentáneamente con el tono cantarín propio de algunos negros, como burlándose de su situación—. Al final asomará la cabeza ese viejo y diabólico odio. Usted no dará el paso que puede dar, porque yo no soy un hombre blanco.

Scott suspiró y su voz recobró el tono educado y monótono de Chicago al que estaba acostumbrado Tommy.

—Pero debe saber, Hart, que no se lo reprocho. Usted hace lo que puede, y se lo agradezco. En todo caso, cree hacer lo que puede. Pero yo conozco la naturaleza de la gente. Quizás estemos encerrados aquí detrás de una alambrada, en el Stalag Luft 13, pero la naturaleza humana no cambia. Ése es el problema con la educación, ¿comprende? No conviene sacar al chico de la granja.

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