La guerra de Hart (37 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

—Pero ¿qué pasa? —dijo Hugh.

Casi al instante, un destacamento de guardias armados que se habían enfundado apresuradamente sus uniformes salió de uno de los edificios del recinto de la administración. Se colocaron sus cascos de acero al tiempo que se afanaban en abrocharse las guerreras. El escuadrón echó a correr por el camino que discurría frente al despacho del comandante, obedeciendo las apresuradas órdenes de un
Feldwebel
. No bien resonaron los pasos de sus pesadas botas en el camino de tierra prensada, cuando media docena de hurones atravesaron la puerta principal haciendo sonar sus silbatos, entre juramentos y voces de mando. La sirena, que por lo general sólo utilizaban para anunciar un ataque aéreo, empezó a emitir un potente aullido. Los tres hombres distinguieron a Fritz Número Uno en medio del grupo. Al verlos, el alemán empezó a agitar los brazos y a gritar furiosamente:

—¡En formación! ¡Pónganse en fila!
Raus! Schnell!
¡Inmediatamente! ¡Debemos efectuar un recuento!

Las palabras del hurón no traslucían su habitual campechanía. Empleaba un tono agudo, insistente y decididamente imperioso.

—¡Usted! —gritó señalando a Tommy—. ¡Teniente Hart! ¡Colóquese a un lado para pasar el recuento junto con los británicos!

De pronto, sonó otra ráfaga de metralla.

Sin más explicaciones, Fritz Número Uno echó a correr hacia el centro del campo, impartiendo órdenes a voz en cuello. Al mismo tiempo, el campo de revista se llenó de aviadores británicos que se afanaban en enfundarse las cazadoras, botas y gorras, apresurándose hacia el imprevisto
Appell
.

Tommy se volvió hacia sus dos amigos y oyó a Phillip Pryce murmurar febrilmente una maravillosa, terrible y sobrecogedora palabra:

—¡Fuga!

Los aviadores británicos permanecieron en posición de firmes en el campo de revista durante casi una hora, mientras los hurones pasaban frente a las filas de hombres una y otra vez, contándolos y recontándolos, blasfemando en alemán y negándose a responder a preguntas, en especial la más importante. Tommy se hallaba a una media docena de metros del último bloque de hombres, flanqueado por otros dos oficiales americanos que habían sido sorprendidos en el recinto británico al producirse el intento de fuga. Tommy conocía superficialmente a los otros dos americanos; uno era un campeón de ajedrez del barracón 120 que solía sobornar a los gorilas para que le dejaran pasar al recinto donde había mejores rivales; el otro era un espigado actor neoyorquino reclutado por los británicos para aparecer en una de sus representaciones teatrales. El ex piloto de caza se convertía en una rubia explosiva más que convincente cuando aparecía luciendo una peluca de fabricación casera, un ceñido traje negro confeccionado por los sastres del campo con retazos de viejos y raídos uniformes, por lo que estaba muy solicitado para actuar en las producciones teatrales de ambos recintos.

—Aún no sé qué coño ha ocurrido —murmuró el ajedrecista—, pero están furiosos.

—Corren muchos rumores. Por lo visto faltan más de un par de hombres de dos de esas formaciones —respondió el actor—. ¿Crees que nos retendrán aquí mucho rato?

—Ya los conoces a estos malditos alemanes —repuso Tommy con voz queda—. Si sólo hay nueve tíos donde ayer había diez, tendrán que contar cien veces o más hasta asegurarse de ello.

Los otros dos americanos le dieron la razón.

—¡Eh! —exclamó en voz baja el campeón de ajedrez—, ¡mirad quien se acerca! El Gran Jefe en persona. Y ese que le acompaña, ¿no es el nuevo «pequeño jefe»? ¿El tío encargado de vigilar lo que haces, Hart?

Tommy miró hacia el otro extremo del recinto y vio bajar los escalones del edificio administrativo al
Oberst
Von Reiter con la cara encendida, vestido con el uniforme de gala, como si le hubieran interrumpido cuando acudía a una reunión importante. Le seguía el
Hauptmann
Heinrich Visser, quien presentaba como de costumbre un aspecto un tanto desaliñado. En contraste con la acerada mirada y la postura tiesa de Von Reiter, mostraba una expresión levemente divertida, aunque también podía tratarse de una mueca de crueldad.

Detrás de los dos oficiales aparecía un nutrido grupo de gorilas, armados con fusiles y ametralladoras. En el centro del grupo marchaban unas dos docenas de oficiales británicos, todos ellos a medio vestir —dos de ellos estaban completamente desnudos— que acababan de salir de las oficinas del campo. Uno de ellos cojeaba ligeramente. Los dos hombres desnudos lucían unas amplias sonrisas de gozo. Todos parecían animados, y más que satisfechos de sí mismos, pese al hecho de que les obligaran a caminar con las manos colocadas detrás de la cabeza.

El actor y el campeón de ajedrez observaron el mismo contraste entre los alemanes y los ingleses en el mismo momento en que lo vio Tommy. Pero el campeón de ajedrez susurró:

—Puede que los ingleses se lo tomen a broma, pero me juego lo que quieras a que Von Reiter no lo encuentra nada divertido.

Los oficiales y los hombres que habían capturado atravesaron la puerta principal y se detuvieron delante de las formaciones de aviadores británicos. El oficial superior británico, un piloto de bombardero de rostro rubicundo, con bigote y el pelo rojizo salpicado de canas, se colocó frente a las mismas y ordenó a los hombres que se pusieran firmes. Varios miles de botas chocaron al unísono. Von Reiter miró con enfado al oficial superior británico, tras lo cual se volvió hacia las filas de hombres.

—¿Es que creen ustedes, los británicos, que la guerra es un juego? ¿Un deporte, como el críquet o el rugby? —inquirió con un tono estentóreo e irritado que recorrió toda la formación—. ¿Creen que estamos jugando?

La furia de Von Reiter se abatió sobre las cabezas de los hombres. Nadie respondió. Los hombres capturados que se hallaban a su espalda enmudecieron.

—¿Les parece una broma?

Del centro de las filas sonó una voz que tenía un marcado acento
cockney
.

—¡Al menos ha servido para romper esta jodida monotonía, jefe! —dijo con tono socarrón.

Se oyeron unas risas, que no tardaron en disiparse bajo la iracunda mirada de Von Reiter. El
Oberst
estaba que echaba chispas.

—Les aseguro que el alto mando de la Luftwaffe no considera el intento de fuga un asunto divertido.

De otra sección de la formación, una voz distinta, con acento irlandés, replicó:

—¡Esta vez la broma te la hemos gastado a ti, tío!

Hubo más risas, pero cesaron casi al instante.

—¿De veras? —preguntó Von Reiter con frialdad.

El oficial superior británico avanzó un paso. Tommy le oyó responder con voz calma, de forma un tanto contradictoria:

—Pero estimado comandante Von Reiter, le aseguro que nadie está bromeando…

Von Reiter interrumpió al oficial británico agitando su fusta.

—¡Está prohibido fugarse!

—Pero, comandante…


Verboten!

—Sí, pero…

Von Reiter se volvió hacia la formación de hombres.

—Hoy he recibido nuevas directrices de mis superiores en Berlín. Son bien sencillas: los aviadores aliados que traten de fugarse de los campos de prisioneros dentro del Reich serán tratados como terroristas y espías. Una vez capturados, no podrán regresar al Stalag Luft 13. ¡Serán abatidos a tiros en el acto!

Un profundo silencio cayó sobre las filas de hombres. El oficial superior británico tardó unos segundos en responder.

—Debo advertir al
Herr Oberst
—dijo con tono frío e inexpresivo— que lo que propone es una violación flagrante de la Convención de Ginebra, de la que Alemania es signataria. Semejante trato al personal aliado que trate de fugarse constituye un crimen de guerra, y quienquiera que lo cometa deberá enfrentarse antes o después a un pelotón de fusilamiento. O a la soga del verdugo,
Herr Oberst
. ¡Puede estar seguro!

—¡Son órdenes! —replicó bruscamente—. ¡Ordenes legítimas! ¡No me hable de crímenes de guerra, teniente coronel! ¡No es la Luftwaffe quien lanza bombas incendiarias y de acción retardada sobre ciudades llenas de civiles! ¡Ciudades llenas de mujeres, niños y ancianos! ¡Expresamente contra sus preciosas normas de la Convención de Ginebra!

Al hablar, Von Reiter miró al
Hauptmann
Visser, quien asintió con la cabeza y en el acto emitió una orden a los hombres que custodiaban a los aviadores británicos implicados en el intento de fuga. Los alemanes amartillaron de inmediato sus fusiles, o accionaron el percutor de sus ametralladoras Schmeisser. Éstas emitieron un sonido claramente letal. El escuadrón que rodeaba a los oficiales británicos colocó sus armas en posición de fuego.

Durante varios segundos en el campo de revista reinó el silencio más absoluto.

El oficial superior británico, con el rostro tenso y pálido, avanzó y rompió bruscamente el silencio.

—¿Amenaza con matar a unos hombres desarmados? —gritó con voz aguda, casi femenina debido al temor y la desesperación de que era presa. Cada palabra que pronunció traslucía la sensación de pánico.

Von Reiter, con el rostro todavía encendido pero con la irritante frialdad que produce tener las armas de su parte, se volvió hacia él.

—Actúo con plenos derechos, teniente coronel. Me limito a obedecer órdenes. Si las desobedeciera, pagaría con mi vida.

El oficial superior británico se aproximó al alemán.

—¡Señor! —gritó—. ¡Todos somos testigos! Si asesina usted a estos hombres…

—¿Asesinar? —replicó Von Reiter fulminando al inglés con la mirada—. ¿Cómo se atreve a hablarme de asesinato cuando ustedes lanzan bombas incendiarias sobre civiles desarmados?

Terrorfliegers!

—¡Si ordena a sus hombres disparar morirá en la horca, Von Reiter! ¡Yo mismo le colocaré la soga en el cuello!

Von Reiter aspiró profundamente para serenarse. Miró al oficial superior británico con enojo.

Luego esbozó una sonrisa cruel.

—Usted, teniente coronel, es el oficial a cargo de los prisioneros británicos. Este estúpido intento de fuga es responsabilidad suya. ¿Está dispuesto a colocarse ante el pelotón de fusilamiento a cambio de las vidas de estos hombres?

El británico lo miró, atónito, y se abstuvo de responder.

—Me parece un trato justo, teniente coronel. La vida de un hombre para salvar las vidas de dos docenas de hombres.

—Lo que propone es un crimen —replicó el oficial.

Von Reiter se encogió de hombros.

—La guerra es un crimen —repuso sin más—. Me limito a pedirle que tome una decisión que otros oficiales deben tomar con frecuencia. ¿Está dispuesto a sacrificar una vida a cambio de la de sus hombres? ¡Decídalo ya, teniente coronel!

El comandante de campo levantó su fusta, como si fuera a dar la orden de abrir fuego.

Las filas de aviadores británicos se tensaron, tras lo cual oscilaron levemente, como sacudidas por un vendaval tan potente como la furia que sentían. Comenzaron a alzarse unas voces de protesta. En una de las torres de vigilancia se oyó el sonido de una metralleta al girar sobre su soporte, apuntando a las formaciones de prisioneros.

Las dos docenas de hombres que habían intentado fugarse se apelotonaron. En lugar de las expresiones risueñas y satisfechas que habían lucido tras ser interrogados, sus rostros aparecían pálidos al contemplar las armas que les apuntaban.

—¡Comandante! —gritó el oficial superior británico con voz ronca—. ¡No haga algo de lo que más tarde se arrepentirá!

Von Reiter lo observó con atención.

—¿Arrepentirme de matar al enemigo por haberse afanado en liquidar a mis compatriotas? ¿Por qué había de arrepentirme?

—¡Se lo advierto! —gritó el oficial.

—Espero su decisión, teniente coronel. ¿Está dispuesto a ocupar el lugar de esos hombres?

Tommy miró a Heinrich Visser. El alemán apenas podía ocultar el gozo que sentía.

—Creo que van a hacerlo —susurró el actor, que estaba junto a él—. ¡Hijos de puta!

—No, es un farol —repuso el campeón de ajedrez.

—¿Estás seguro? —preguntó Tommy en voz baja.

—No —contestó con suavidad el campeón de ajedrez—. Ni mucho menos.

—Van a matarlos —repitió el actor—. ¡Son capaces! He oído decir que ejecutaron a los que se fugaron de otro campo. Cincuenta británicos, según me dijeron. Salieron a través de un túnel y permanecieron fugados varias semanas. Los ejecutaron como si fueran espías. No podía creerlo, pero ahora…

Von Reiter se detuvo, dejando que la tensión se acumulara a su alrededor. Los gorilas, con el dedo apoyado en el gatillo de su arma, aguardaban una orden, mientras los aviadores británicos permanecían inmóviles, aterrorizados.

—¡De acuerdo, comandante! —dijo el oficial superior británico en voz bien alta—. ¡Yo ocuparé el lugar de esos hombres!

El comandante del campo se volvió con lentitud, bajando la mano con la que sostenía la fusta con gesto lánguido. Apoyó la otra mano en el puñal ceremonial enfundado en un estuche negro que colgaba del cinturón de su uniforme de gala. Tommy se percató de ese gesto y fijó la vista en el arma. Luego vio a Von Reiter golpear con la fusta sus relucientes botas negras.

—Muy bien —dijo pausadamente—, una decisión valerosa pero estúpida —hizo una pausa, como saboreando el momento—. Pero en este caso, no será necesario —informó al oficial superior británico, pero antes de que el hombre pudiera protestar de nuevo, Von Reiter se volvió y gritó a Heinrich Visser—:
Hauptmann!
¡Todos los hombres que trataron de fugarse del edificio de las duchas, quince días en la celda de castigo! ¡A pan y agua!

De los hombres apiñados en el recinto emanó un pavor semejante a una súbita ráfaga de viento.

Uno prorrumpió en sollozos. Otro se apoyó en el brazo de su vecino, pues las piernas apenas le sostenían. Un tercero comenzó a blasfemar, blandiendo el puño al oficial alemán, retándole a una pelea.

Entonces el comandante se volvió hacia el oficial superior británico y le espetó:

—¡Queda advertido! ¡No trataremos con la misma indulgencia a ningún otro prisionero que trate de fugarse! —exclamó alzando la voz y dirigiéndose a toda la formación de aviadores aliados—. ¡El próximo hombre que sea capturado fuera de la alambrada será ejecutado! No les quepa la menor duda. Jamás nadie ha conseguido fugarse de este campo, y nadie lo conseguirá jamás. Éste será su hogar mientras dure la guerra. El Reich no está dispuesto a malgastar sus recursos militares en perseguir a aviadores aliados fugitivos.

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