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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (41 page)

Mientras caminaban por el pasillo central del barracón, Tommy miró a Scott de reojo. Como de costumbre, Scott caminaba erguido, mostrando una expresión tensa y agresiva. Tommy pensó que poseía una enigmática dureza que ni él mismo conocía, que brotaba de lo más recóndito de su ser, una región inexplorable. Se preguntó en qué pensaría el aviador negro. Scott tenía el raro don de hacer que cualquiera pareciera más pequeño a su lado. Tommy supuso que esa cualidad dependía de lo que uno hubiera visto en la vida, y la forma en que lo hubiera asimilado, y Lincoln Scott había visto muchas cosas. En cuanto a él, no creía que Vermont y Harvard fueran equiparables al periplo del otro, aunque ambos hubieran llegado al mismo lugar y en el mismo momento. Scott seguía sin parecer un prisionero de guerra. Había perdido peso —eso era inevitable dadas las magras raciones de comida—, pero sus ojos no traslucían ni la amarga resignación, ni la abatida paciencia de quien ha sido derrotado.

Tommy pensó en él. ¿Había conseguido el Stalag Luft 13 fundir al soldado que llevaba dentro al igual que unos cuantos kilos? ¿Había perdido su deseo, su firmeza de carácter, su tesón? A veces se atosigaba con tantas preguntas, temiendo no ser capaz de invocar esas cualidades cuando tuviera que echar mano de ellas.

Especialmente ahora, pensó, cuando Phillip Pryce ha desaparecido y sólo queda su recuerdo para señalármelas. Tommy se mordió el labio, tratando de controlar sus emociones. Tan difícil le resultaba imaginar a Phillip muerto como creer que seguía vivo. Era como si el inglés hubiera sido eliminado de la existencia de Tommy con la rotundidad de la muerte, pero sin la realidad que la acompaña. Phillip se había despedido de él con la mano y luego se había desvanecido. Sin una explosión, sin un tiro, sin gritos de auxilio, sin sangre. La imagen que Tommy retenía en su mente de la sonrisa irónica e impávida, que Phillip mostró en aquel último momento, le dolía como un puñetazo en el estómago.

Tommy caminaba a paso rápido y sostenido junto a Lincoln Scott, pero se sentía solo.

—¿Va a hablar usted, Hart, o debo hacerlo yo?

La rabia apenas contenida de Scott arrancó a Tommy de sus cavilaciones.

—Yo lo haré —se apresuró a responder—, pero procure mostrar lo que piensa a MacNamara. ¿Me ha comprendido?

Scott asintió con la cabeza.

—Sí —prosiguió en voz baja—. Compórtese como un caballero, un caballero cabreado, pero no diga nada que pueda ofender a ese cretino, porque es el juez y quizás elija el juicio de mañana para ajustar cuentas.

Tommy llamó tres veces con los nudillos a la puerta del dormitorio del alto oficial americano.

Durante los segundos de espera, Scott murmuró:

—Me comportaré como un caballero, Hart. Pero, ¿sabe?, me estoy cansando de mostrarme siempre razonable. A veces pienso que me mostraré razonable hasta el momento en que les oiga dar la orden de fuego.

—Yo no estoy tan seguro de que se haya mostrado siempre razonable —repuso Tommy. Scott sonrió divertido.

Oyeron una voz indicándoles que pasaran y Scott abrió la puerta. MacNamara estaba sentado en un rincón de la habitación, con los pies embutidos en calcetines, sobre la litera, y con sus gafas rayadas y torcidas apoyadas en la punta de la nariz. En la manta, junto a él, había un plato de hojalata con los restos del invariable estofado que comían los
kriegies
, y en la mano sostenía un manoseado ejemplar de
Grandes esperanzas
de Dickens. Tommy reconoció al instante esta combinación. El sistema habitual de los
kriegies
a la hora de comer: tomar un bocado, masticar lentamente, leer un párrafo o dos, comer otro bocado. A veces tenían la impresión de que el tiempo era un aliado de los alemanes.

MacNamara apartó la novela, observando a los visitantes con interés, mientras éstos se plantaban con un par de zancadas en el centro de la habitación y se cuadraban ante él. En virtud de su rango, MacNamara había conseguido uno de los escasos dormitorios en los que se alojaban sólo dos personas. El comandante Clark, su compañero de cuarto, se hallaba ausente en esos momentos.

Tommy tuvo la presencia de ánimo de echar un vistazo a su alrededor, pensando que quizá vería alguna fotografía pegada en la pared o algún recuerdo colocado en una esquina que le indicara algo sobre la personalidad del coronel que le fuera útil. Pero no vio nada que revelara el menor rasgo sobre MacNamara.

—Tenientes… —dijo éste tocándose la frente para devolverles el saludo—. Descansen. ¿Qué les trae por aquí?

—Deseamos informarle de un robo, señor —respondió Tommy sin perder tiempo.

—¿Un robo?

—Así es.

—Continúe.

—Ha sido sustraída del dormitorio del señor Scott una prueba clave, que yo había obtenido y me proponía presentar mañana en el juicio. Sospechamos que el robo se produjo durante el rato que el señor Scott estuvo discutiendo con los hombres frente al barracón 101. Protestamos enérgicamente contra este acto, señor.

—¿Una prueba, dice usted? ¿De qué se trata?

Tommy dudó, y el coronel se apresuró a añadir:

—Aquí no hay nadie del otro bando, señor Hart. Toda información que usted me transmita quedará entre nosotros.

—No me cabe duda, señor —repuso Tommy, aunque no lo creía. No se atrevía a mirar a Lincoln Scott.

—Bien. —La voz de MacNamara mostraba una firmeza que tal vez ocultara su irritación, pero Tommy no estaba seguro de ello—. Vuelvo a preguntarle de qué prueba se trata.

—De una tabla, señor, que arranqué del costado de un barracón. Mostraba evidentes rastros de sangre de Trader Vic. Rastros de salpicaduras, como dicen los profesionales.

MacNamara abrió la boca para responder, pero se detuvo. Retiró los pies de la cama y durante unos instantes observó los dedos de sus pies enfundados en los raídos calcetines, y los movió para desentumecerlos. Después se incorporó, como para prestar mayor atención.

—¿Una tabla manchada de sangre?

—Sí, señor.

—¿Cómo sabe que es sangre del capitán Bedford?

—Es la única conclusión a la que puedo llegar, señor. Nadie más ha sangrado tanto.

—Cierto. ¿Y esa tabla qué demostraba, según usted?

Tommy dudó unos momentos antes de responder.

—Un elemento clave de la defensa, señor. Indica el lugar donde fue asesinado Trader Vic y desmonta la percepción del crimen por parte de la acusación.

—¿Provenía del
Abort
?

—No, señor.

—¿Provenía de otro lugar?

—Sí, señor.

—¿Y según usted qué es lo que eso demuestra?

—Señor, si podemos demostrar que el crimen ocurrió en otro lugar, pondremos en tela de juicio todo el caso de la acusación. El fiscal afirma que el señor Scott salió del barracón 101 detrás el capitán Bedford y que la discusión y pelea se produjo entre los edificios, junto al
Abort
. Esta prueba indica un escenario distinto y respalda la protesta de inocencia del teniente Scott, señor.

—Lo que usted alega es correcto, teniente. ¿Y dice que este objeto ha desaparecido? —respondió MacNamara midiendo cuidadosamente sus palabras.

Antes de que Tommy pudiera responder, Scott terció inopinadamente:

—¡Sí, señor! Fue robado de mi dormitorio. ¡Sustraído, robado, hurtado, birlado, mangado! Como quiera llamarlo, señor. ¡En el jodido momento en que yo estaba ausente!

—Modere su lenguaje, teniente —ordenó MacNamara.

Scott lo miró fijamente.

—De acuerdo, coronel —dijo con calma—. Moderaré mi lenguaje. No quisiera enfrentarme a un pelotón de fusilamiento sólo por decir palabrotas. Podría ofender la delicada sensibilidad de alguno.

MacNamara se encogió de hombros, como si aceptara la furia del aviador negro, como si la indignación de éste no tuviera importancia. Tommy tomó nota de ello, tras lo cual avanzó un paso y dijo, subrayando sus palabras con enérgicos ademanes:

—Señor, sin duda recordará que la acusación de Trader Vic contra el teniente Scott por haberle robado unos objetos fue el detonante de esta situación. Gran parte de la antipatía que le tienen los hombres proviene de ese incidente. Ahora la víctima es el teniente Scott, y el objeto que ha desaparecido es infinitamente más importante que un recuerdo de guerra, una cajetilla de tabaco o una tableta de chocolate.

MacNamara alzó la mano, asintiendo lentamente con la cabeza.

—Lo sé. ¿Qué quiere que haga yo?

Tommy sonrió.

—Como mínimo, señor, creo que deberíamos interrogar a cada miembro de la acusación bajo juramento. A fin de cuentas, son quienes se benefician de esta acción ilegal. Asimismo, creo que deberíamos interrogar a todos los testigos de la acusación, porque muchos de esos hombres parecen odiar al teniente Scott tanto como el capitán Bedford. También deberíamos interrogar a algunos de los hombres que han proferido amenazas más serias contra el teniente Scott. Y creo que deberíamos posponer durante unos días el juicio. Por otra parte, creo que el robo de este elemento clave pone de relieve la presunción de inocencia de Scott. En muchos aspectos, el robo constituye en sí mismo una prueba de su absoluta inocencia. Es más que probable que la tabla fuera robada por el auténtico asesino. Propongo que retire usted de inmediato los cargos contra el teniente Scott.

—¡No!

—¡Señor! ¡La defensa se ha visto entorpecida por acciones ilegales e inmorales dentro del campo!

Eso indica…

—¡Lo que indica está claro, teniente! Pero no demuestra nada. Y no hay nada que respalde la idea de que esta prueba haya existido o que hubiera conseguido los espectaculares resultados que usted afirma.

—¡Señor! ¡Tiene usted la palabra de honor de dos oficiales!

—Sí, pero aparte de eso…

—¿Qué? —interrumpió Scott—. ¿Acaso nuestra palabra tiene menos peso? ¿Es menos veraz? Quizá piense que mi palabra es menos valiosa. Pero la palabra de honor de Hart tiene el mismo color que la suya, señor, la del comandante Clark o de cualquier otro hombre en el Stalag Luft 13.

—Yo no he dicho eso, teniente. No se trata de ninguna de esas cosas. Pero carece de corroboración. —MacNamara habló casi en tono conciliatorio.

—Otros oficiales me vieron arrancar la tabla —terció Tommy.

—¿Por qué no están aquí con usted?

Tommy imaginó al instante a los compañeros de cuarto de Trader Vic y a los miembros de la banda de jazz que se habían encarado con él en el pasillo del barracón 101. Pensó que probablemente eran los hombres que habían robado la tabla. Y sabía que mentirían sobre el robo.

Pero sabía quién no podía mentir.

—No estoy seguro de quiénes son.

—¿No cree poder identificarlos?

—No. Excepto a uno.

—¿Quién es?

—El capitán Walker Townsend. La acusación. Me vio con ese objeto.

Este nombre hizo que el coronel se pusiera súbitamente de piel, crispado. Durante algunos segundos guardó silencio, enfrascado en sus reflexiones. Luego dio la espalda a los dos hombres y caminó hasta el otro extremo de la pequeña habitación, tras lo cual dio media vuelta y retrocedió sobre sus pasos, hasta plantarse de nuevo frente a ellos. Tommy observó que el coronel calculaba, casi como si inspeccionara los daños causados por un ataque a un avión, tratando de dilucidar si volvería a volar. Tommy también tomó nota de la reacción de MacNamara, al igual que de todo cuando decía el oficial superior americano. Confiaba en que Lincoln Scott estuviera tan atento como él.

De improviso MacNamara agitó la mano en el aire, como si hubiera concluido su ecuación mental y escribiera el resultado.

—De acuerdo, caballeros. Expondremos el tema mañana ante el tribunal. Podrán formular entonces sus preguntas, y quizás el capitán Townsend y la acusación puedan ofrecerles algunas respuestas al respecto.

MacNamara miró a los dos hombres jóvenes, arrugando el ceño y sonriendo al mismo tiempo.

—Puede que con ello consiga asestar un golpe, teniente Hart —dijo el oficial meneando ligeramente la cabeza—. Un golpe certero y contundente. Pero falta por ver la magnitud de los daños que con ello causa a la acusación. En cualquier caso, mantendré un talante objetivo al respecto.

Tommy asintió, aunque no estaba muy convencido de ello y dudaba que Scott lo considerara otra cosa que una descarada mentira. Saludó a su superior y dio media vuelta para encaminarse hacia la puerta, pero Scott, que estaba a su lado, vaciló unos instantes. Tommy se puso nervioso, temiendo que Scott soltara alguna de sus inconveniencias, pero vio que el aviador negro señalaba la novela que MacNamara había depositado, abierta, junto a su litera.

—¿Le gusta Dickens, señor? —preguntó Scott.

En el rostro del coronel MacNamara se dibujó una breve expresión de asombro antes de que respondiera:

—En realidad, es la primera vez que tengo tiempo para leer. De joven no era aficionado a la novela. Leía principalmente libros de historia y matemáticas. Eran los temas que te ayudaban a ingresar en West Point y que hacían que siguieras allí. Ni siquiera recuerdo que en la academia militar impartieran una clase sobre Dickens. Por supuesto, de niño y cuando asistía a la escuela no disponía de tanto tiempo como ahora, gracias a los malditos alemanes. Pero hasta ahora, parece muy interesante.

Scott asintió con la cabeza.

—Mis estudios escolares también se basaban principalmente en literatura técnica y libros de textos —dijo al tiempo que una breve sonrisa se filtraba en su rostro—. Pero me quedaba tiempo para leer a los clásicos, señor. Dickens, Dostoievski, Tolstói, Proust, Shakespeare. También tenía que leer a Homero y algunas tragedias griegas. No consideraba que mi educación fuera completa sin conocimientos fundamentales de los clásicos, señor. Eso me lo enseñó mi madre. Es maestra.

—Es posible que lleve razón, teniente —respondió MacNamara—. No se me había ocurrido pensar en ello.

—¿De veras? Me asombra. En cualquier caso, Dickens era un escritor interesante, señor —prosiguió Scott—. Cuando uno lee sus mejores obras hay que tener presente una cosa.

—¿Qué, teniente? —preguntó MacNamara.

—Nada es exactamente lo que parece a primera vista —contestó Scott—. Ese era el genio de Dickens. Buenas noches, señor. Disfrute con su lectura.

Los dos jóvenes abandonaron el dormitorio del coronel.

Cuando salieron del barracón 114, la oscuridad empezaba a caer sobre el campo de prisioneros, envolviendo el mundo en el gris mortecino del anochecer. Los muros de alambre de espino que rodeaban el perímetro se recortaban como unas líneas retorcidas dibujadas a carbón sobre los últimos rayos de luz diurna. La mayoría de los
kriegies
se habían retirado a sus dormitorios, preparándose para la noche, pertrechándose contra el frío nocturno que se filtraba inexorable. De vez en cuando, Hart y Scott veían a otro aviador que se daba prisa a través de las sombras debido a la oscuridad amenazadora e inminente. La oscuridad siempre podía significar muerte, en especial a manos de un joven guardia nervioso y mal adiestrado armado con una metralleta. Tommy alzó la vista y contempló, a través de los primeros momentos crepusculares, una torre de vigilancia cercana y vio a dos gorilas descansando, con los brazos apoyados en el borde, como unos hombres en un bar. Pero ellos los observaban atentamente, esperando que apretaran el paso.

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