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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (42 page)

—No está mal, Hart —comentó Scott. Levantó la vista hacia el lugar que miraba Tommy y observó a los dos soldados alemanes apostados en la torre de vigilancia—. Lo que más me gustó fue la parte sobre retirar los cargos. No dará resultado, claro está, pero le puso nervioso y le dará algo desagradable en qué pensar esta noche cuando los alemanes apaguen las luces. Eso me gustó.

—Valía la pena intentarlo.

—A estas alturas, vale la pena intentarlo todo. ¿Sabe a quién le habría gustado? Al anciano inglés, al que se llevaron. Pryce habría admirado su maniobra, aunque no funcionara.

—Seguramente tiene razón —repuso Tommy.

—Pero no hay muchos trucos en el sombrero, ¿no es cierto, Hart?

—No. Aún tenemos a Fenelli, el médico. Su testimonio arrojará algunas dudas sobre el asunto, y cuando se ponga a largar desbaratará el caso de Townsend. Pero quisiera tener algo más. Algo concreto. La auténtica arma del crimen, otro testigo, algo convincente. Por esto la tabla era una prueba indispensable.

Avanzaron unos pasos a través de la creciente oscuridad.

—Dígame, Scott —preguntó Tommy de sopetón—, ¿qué opinión le merece MacNamara?

Scott dudó unos instantes antes de responder con otra pregunta:

—¿En qué sentido? ¿Como oficial, como juez o como ser humano?

—En todos los sentidos. Vamos, Scott, ¿qué impresión tiene de él?

Tommy observó una pequeña sonrisa en los labios del aviador negro.

—Como oficial, es un militar de pies a cabeza. Un oficial de carrera que ambiciona ascender y que probablemente se consume de rabia cada segundo que permanece aquí, completamente olvidado, mientras sus compañeros de West Point hacen lo que los alumnos de esa academia suelen hacer, o sea, enviar a hombres a la muerte, prender medallas en sus propios pechos y ascender en la escala militar. Como juez, sospecho que será tres cuartos de lo mismo, aunque de vez en cuando se esforzará en dar la impresión de que aspira a hacer justicia.

—Estoy de acuerdo —dijo Tommy—. Pero hay una diferencia entre ser justo y parecerlo.

—¡Exactamente! —replicó Scott con voz queda—. Ahora bien, como persona… ¿Tiene usted idea, Hart, de los muchos Lewis MacNamara que he conocido a lo largo de mi vida?

—No.

—Docenas. Centenares. Demasiados para llevar la cuenta.

Scott emitió un suspiro de asentimiento.

—MacNamara es ese tipo complicado que niega enérgica y públicamente sus prejuicios, pero que luego eleva el listón un poco más cada vez que un negro amenaza con saltarlo. Habla sobre justicia e igualdad y sobre cumplir con las normas establecidas, pero lo cierto es que las normas que yo tengo que superar son muy distintas de las que tiene que superar usted, Hart. Las mías se ponen siempre más difíciles cada vez que estoy a punto de alcanzar el éxito. He visto a MacNamara en los colegios a los que he asistido, desde la escuela primaria en el South Side de Chicago hasta la universidad. MacNamara era el policía irlandés que patrullaba por mi barrio aceptando sobornos y manteniendo a todo el mundo a raya, y el director de la escuela primaria que nos obligaba a compartir cada libro de texto entre tres en cada clase y nos impedía que nos lo lleváramos a casa por las tardes para estudiar la lección. Era el oficial que examinó mi historial académico, inclusive un doctorado, y me aconsejó que me hiciera cocinero. O el celador de un hospital. En todo caso un cargo inferior y poco importante. Y cuando conseguí la mayor calificación en el examen de ingreso en la academia de aviación, fue un MacNamara quien me exigió que volviera a examinarme, debido a cierta «irregularidad». La única irregularidad era haber obtenido yo una nota más alta que los chicos blancos. Y cuando por fin conseguí ingresar, al llegar a Alabama me encontré a MacNamara esperándome. Como le expliqué, Hart, fuera quemaban cruces y dentro imponían unas normas prácticamente imposibles de cumplir. Los MacNamaras que había allí te echaban del proyecto por haber cometido un solo error en un examen escrito. Cualquier error, por insignificante que fuera, te costaba caro en el aire. ¿Quiere saber por qué los chicos de Tuskegee son los mejores pilotos de caza en el cuerpo de aviación? ¡Porque teníamos que serlo! Ya se lo he dicho, Hart, usted tiene que cumplir unas normas y yo otras. ¿Quiere saber lo más gracioso?

—¿Lo más gracioso?

—Bueno, digamos que la mayor ironía.

—¿A qué se refiere?

—En última instancia, me resulta más sencillo tratar con los Vincent Bedfords de este mundo que con los Lewis MacNamaras. Al menos Trader Vic nunca trató de ocultar quién era y cómo pensaba.

Y nunca pretendió ser justo cuando no lo era.

Tommy asintió con la cabeza. Caminaba junto a Scott a través de la fresca atmósfera. La límpida brisa nocturna evocaba en su mente recuerdos de Vermont.

—Debe de ser difícil para usted, Scott. Difícil y enojoso —comentó Tommy con tono tranquilo.

—¿Qué?

—Advertir de inmediato el odio en todas las personas con las que se tropieza y mostrarse siempre receloso de todo lo que ocurre.

Scott abrió la boca para responder y alzó la mano derecha en un breve gesto despectivo, que interrumpió a mitad de camino. Luego volvió a sonreír de nuevo.

—Lo es —respondió—, es una tarea ingrata —sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír—. Una tarea que, como habrá visto, me ocupa cada minuto del día. —Scott soltó una repentina carcajada—. Me ha pillado, Hart. Siempre le subestimo.

—No es usted el primero —repuso Tommy encogiéndose de hombros.

—Pero no me subestime usted a mí —replicó Scott.

—Dudo que lo haga nunca, Scott —dijo negando con la cabeza—. Quizá no le comprenda, y quizá no me caiga bien. Hasta puede que no crea todo lo que dice. Pero jamás le subestimaré.

Scott sonrió y soltó otra carcajada.

—¿Sabe, Hart? —preguntó con tono jovial—. No deja usted de sorprenderme.

—El mundo está lleno de sorpresas. Nada es nunca lo que parece. ¿No fue eso lo que dijo usted a MacNamara sobre Dickens?

Scott asintió con la cabeza.

—Vermont, ¿eh? Nunca he estado allí. Visité Boston una vez, pero eso es todo. ¿Lo echa de menos? —Scott se detuvo, meneó la cabeza y luego añadió—: Es una pregunta estúpida porque la respuesta es obvia. Pero de todos modos se la hago.

—Lo echo de menos todo —respondió Tommy—. Mi casa, mi chica, mi gente. Mi hermana menor, el perro. Hasta echo de menos Harvard, cosa que jamás imaginé. ¿Sabe incluso lo que echo de menos? Los olores. Nunca pensé que la libertad poseía un olor característico, pero así es. Uno lo percibía en el aire, cada vez que el viento lo arrastraba. Un olor a limpio. Como el perfume de mi chica el día de nuestra primera cita. Como la comida que prepara mi madre los domingos por la mañana. A veces salgo del barracón y al contemplar la alambrada pienso que jamás saldré de aquí y no volveré a percibir esos olores.

Ambos siguieron caminando hasta llegar a la entrada el barracón 101. Entonces Scott se detuvo.

Volvió la cabeza un momento, como para cerciorarse de que nadie les observaba. Daba la impresión de que se hallaban solos, envueltos por la luz crepuscular, antes de que la oscuridad cayera sobre el campo. Scott sacó del bolsillo de la cazadora una fotografía gastada y rota en las esquinas. Después de contemplarla lentamente, recreándose en ella, se la pasó a Tommy.

—Tuve suerte —dijo Scott con voz queda—. La mañana de mi última misión, cogí esta fotografía y la guardé en el bolsillo de mi uniforme de vuelo, junto a mi corazón. No sé por qué. No lo había hecho en ninguna misión salvo la última. Pero me alegro de haberlo hecho.

De la esquina de la puerta salía un poco de luz y Tommy se volvió un poco para ver la fotografía con más claridad. Era una instantánea de una mujer joven, de rasgos delicados, del color del cacao, sentada en una mecedora en el cuarto de estar de una casa pulcra y bien amueblada, sosteniendo un bebé en brazos. Tommy contempló la fotografía. La mujer tenía una mirada vivaz, alegre y dulce.

El bebé rozaba con la mano derecha la mejilla de su madre.

—No sé si les han comunicado que estoy vivo —prosiguió Scott con voz levemente entrecortada—.

Es muy difícil, Hart, imaginar que alguien que amas está muerto.

Tommy le devolvió la foto.

—Es preciosa —dijo con toda sinceridad—. Estoy seguro de que el ejército les ha informado que está prisionero.

—Supongo —dijo Scott—. Pero debería haber recibido una carta o un paquete o algo de casa, y no he sabido nada. Ni una palabra. —Miró de nuevo la foto durante unos momentos antes de volver a guardarla lentamente en el bolsillo—. No conozco a mi hijo. Nació después de que yo partiera a ultramar. Me cuesta imaginar que es real. Pero lo es. Seguramente es muy llorón. Yo lo era de niño, según me dice mi madre. Me gustaría vivir para verlo, siquiera una vez. Y me gustaría volver a ver a mi esposa. Por supuesto, en eso no me diferencio de usted, MacNamara, Clark, el capitán Townsend, los alemanes ni ningún otro hombre en este maldito lugar. Ni siquiera de Trader Vic.

Imagino que estaría tan ansioso de regresar a Misisipí. Me pregunto quién le esperaría allí.

—Su jefe en el concesionario de coches de segunda mano —repuso Tommy.

En uno de los dormitorios se estaba disputando una partida de bridge, a la que asistían tantos mirones como jugadores. A diferencia del póquer, que se prestaba a unos niveles más estrepitosos de participación y a mayor cantidad de observadores, el bridge discurría con tranquilidad hasta las últimas bazas de la partida, que provocaban una intensa y vociferante discusión sobre el modo de jugar las cartas. Los
kriegies
gozaban tanto con las discusiones como con las partidas; era otra forma de exagerar una actividad modesta, prolongándola para matar el mayor número de exasperantes minutos de cautiverio.

La puerta del dormitorio de Scott, con su ofensiva inscripción, había sido sustituida, tal como habían prometido los alemanes. Pero al aproximarse, los dos hombres vieron que estaba entreabierta. Antes de que Tommy pudiera reaccionar con asombro, oyó un canturreo y los fragmentos de una tonada procedente del cuarto del barracón, y reconoció la ruda voz de Hugh Renaday entre las melodías diversas y desafinadas y las letras obscenas de las canciones.

Cuando Tommy y Scott entraron en la habitación vieron al canadiense colocando sus cosas en el espacio que le correspondía. Las modestas pertenencias de Tommy estaban arrinconadas junto a la pared, sus libros de derecho apilados debajo de la litera y unas pocas prendas de ropa colgaban de una cuerda suspendida entre dos ganchos. No era mucho, pero mitigaba la desnudez y el deprimente aislamiento del cuarto. Hugh estaba clavando un viejo calendario en la pared. El hecho de que fuera del año pasado era menos llamativo que la fotografía de una joven semidesnuda dotada de un cuerpo espectacular que presidía el mes de febrero de 1942.

—No puedo vivir sin febrero —dijo Hugh, dando un paso atrás para admirar la fotografía—. Esa chica me ha costado dos cajetillas de cigarrillos. Después de la guerra iré en su busca y le pediré que se case conmigo diez segundos después de habernos conocido. Y no aceptaré su negativa.

—Es curioso —comentó Tommy contemplando la fotografía con detenimiento y admiración—. Esa chica no parece canadiense. Dudo que haya capturado alguna vez una ballena o haya comido grasa de ese animal. En cuanto a su modelito, no creo que resultara muy eficaz para protegerla del frío en el norte…

—Tommy, amigo mío, creo que no entiendes de qué se trata.

Hugh se echó a reír y Tommy hizo lo propio. Luego Hugh estrechó la mano al aviador negro.

—Me alegro de estar aquí, colega —dijo.

—Bienvenido al
Titanic
—respondió Scott. A continuación dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia su litera, pero de pronto se detuvo. Durante unos instantes permaneció rígido.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Scott volviéndose bruscamente hacia Hugh.

El canadiense le miró sorprendido y luego se encogió de hombros.

—Desde hace una media hora. Tardé pocos minutos en deshacer el equipaje y recoger mis cosas.

Fritz Número Uno me escoltó hasta aquí, después del
Appell
en el recinto sur. Nos detuvimos para consultarle algo a Visser, y luego a uno de los ayudantes de Von Reiter. Sobre números, cuestiones burocráticas. Supongo que para no cometer un error en el recuento de prisioneros de ambos recintos, para no ponerse a sonar los silbatos y alarmas buscando a alguien que se ha mudado de recinto.

—¿Vio a alguien cuando llegó? —inquirió Scott con sequedad.

—¿Qué si vi a alguien? Pues sí, había
kriegies
por todas partes.

—No, me refiero aquí dentro.

—Ni a un alma —respondió Hugh—. La puerta estaba bien cerrada. Una puerta nueva, por cierto, según he visto. ¿Pero qué le preocupa, colega?

—Eso —contestó Scott señalando una esquina de la habitación.

Tommy se acercó a Scott. En seguida reconoció lo que señalaba el aviador negro: recostada contra una esquina del cuarto de literas, aparecía la tabla manchada con la sangre de Trader Vic.

Tras salvar la distancia de una zancada, tomó el pedazo de madera y se apresuró a examinarla por un lado y por el otro. Luego Tommy alzó la vista y miró a Lincoln Scott, que seguía en el centro del reducido espacio.

—Compruébelo usted mismo —dijo con amargura.

Tommy arrojó la tabla hacia Scott, que la atrapó en el aire. La examinó por delante y por detrás, como había hecho Tommy.

Pero Hugh fue el primero en hablar.

—Tommy, muchacho, ¿qué diantres ocurre? ¿Qué tiene de particular ese pedazo de madera, Scott?

Scott meneó la cabeza y emitió una palabrota. Fue Tommy quien respondió a la pregunta.

—Ahora no es más que eso —dijo—. Leña para encender el hornillo. Esta mañana era una prueba de vital importancia. Ahora no es nada. Nada más que leña.

—No lo entiendo —dijo Hugh tomando la tabla de manos de Scott.

Entonces éste se lo explicó al tiempo que se la entregaba.

—Hace un rato, era una tabla que Tommy había descubierto fuera del barracón 105, manchada con sangre de Trader Vic. Una prueba de que lo habían asesinado en un lugar distinto del que fue hallado el cadáver. Pero durante las últimas horas alguien se ha tomado la molestia de robar la tabla de esta habitación y eliminar todo rastro de la sangre de Vic. Seguramente vertió agua hirviendo sobre ella, dejando que penetrara en cada grieta y resquicio, y luego la fregó con desinfectante.

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