La Guerra de los Dioses (22 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

Tiritando a despecho del calor, Usha regresó a la sala, recogió sus posesiones, y se encaminó hacia su alojamiento.

16

Regreso a Palanthas.

La tienda de artículos para magos.

Las sospechas de un Caballero Gris.

Cuando la bruma de la magia del anillo se disipó, Palin se encontró en una calle de una ciudad que, tras un fugaz momento de desorientación, reconoció como Palanthas. Las puntas de los minaretes de la Torre de la Alta Hechicería brillaban tétricamente con un tono rojizo de sangre bajo la luz del sol. Cerca, el Templo de Paladine estaba en sombras, su blanco mármol apagado, como oscurecido por nubes. Pero no había nubes en el cegador, refulgente cielo azul.

Palin miró a uno y otro lado de la calle en la que se había materializado. Afortunadamente, era una calle secundaria que probablemente estaba en la zona mercantil de la ciudad. Eran tiendas, no viviendas, las que flanqueaban la calzada pavimentada. Varios transeúntes, sobresaltados por su repentina aparición, se habían parado para mirarlo fijamente, pero al reparar en la blanca túnica del mago se limitaron a sortearlo y siguieron con sus asuntos. Palin se quitó el anillo del dedo y lo guardó en un bolsillo, intentando simular indiferencia.

Lo sorprendió ver tanta gente por la calle, la mayoría caminando tranquilamente, yendo de un sitio para otro como si fuera un día laboral cualquiera. No estaba seguro de lo que esperaba encontrar en una ciudad ocupada por los caballeros negros; gente encerrada dentro de sus casas, quizá, tropas patrullando las calles, grupos de esclavos encadenados. Pero lo que veía eran amas de casa camino del mercado, con sus hijos agarrados a las faldas; artesanos de uno u otro gremio caminando a buen paso, con aspecto de estar, como siempre, muy atareados y con prisa por llegar a algún sitio importante. Estaban incluso los habituales holgazanes, gandules y desocupados haraganeando por las inmediaciones de tabernas, y los pordioseros en las esquinas.

La urbe era tan semejante a la que Palin había conocido en el pasado, que el joven se preguntó si su tío no se habría equivocado. Tal vez Palanthas no había caído en poder de los Caballeros de Takhisis. Todo esto era desconcertante. Y lo más desconcertante de todo era esta pregunta: ¿por qué había aparecido en la esquina de una calle desconocida?

Había esperado que el anillo lo llevara a la torre, así que ¿por qué lo había traído aquí? Dalamar debía de tener sus razones.

Palin examinó con detenimiento los carteles colgados sobre las puertas de los comercios, confiando en descubrir en qué parte de la ciudad se encontraba. Casi de inmediato vio la explicación que creía respondía a su pregunta. Justo enfrente, al otro lado de la calle, había una tienda de artículos para magos, como indicaba el letrero con las tres lunas —la plateada, la roja y la negra— que colgaba encima de la puerta.

Pensando que, incluso si Dalamar no tenía intención de que apareciera aquí, éste sería un buen sitio para empezar y quizá para comprar algunos productos mágicos mientras hacía averiguaciones, Palin cruzó la calle.

La puerta de la tienda estaba abierta de par en par, lo que no era insólito puesto que la tarde estaba mediada y era día de mercado. Pero Palin se sorprendió al no ver un guardia corpulento a la entrada, preparado para cerrar el paso a turistas, mirones y kenders, que se sentían atraídos por las tiendas de artículos para magos como las moscas por la miel.

Palin entró en el establecimiento y se paró un momento nada más cruzar el umbral, esperando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad del interior en contraste con la luz del sol. Los olores familiares hicieron que se sintiera como en casa, que olvidara su inseguridad: la dulce fragancia de flores secas que no acababan de encubrir el hedor subyacente a putrefacción y muerte, mezclado con el tufo añejo a moho y el olor a cuero viejo.

La tienda era grande y, aparentemente, muy próspera. Por lo menos había seis mostradores con tapas de cristal llenos de anillos y broches, colgantes y cristales, brazaletes y pulseras, algunos de ellos hermosos, otros horrendos, y otros de aspecto relativamente corriente. Colocados en estantes había tarros de cristal que contenían una gran variedad de cosas, desde ojos de tritón flotando en una especie de líquido viscoso, hasta lo que parecían ser barras de regaliz. (Que Palin supiera, no había ningún hechizo para el que se necesitaran dulces, y sólo se le ocurría que el regaliz era para los magos golosos.) Hileras de libros de conjuros se alineaban en las paredes, catalogados por el color de su encuademación y, en algunos casos, por el grabado de runas en los lomos. Pergaminos enrollados y atados pulcramente con cintas de diferentes colores aparecían guardados en pequeños nichos polvorientos. Sobre una mesa había expuestos estuches para pergaminos y saquillos de cuero, terciopelo o simple paño (para magos pobres), junto con una variada colección de pequeñas dagas.

En la tienda había de todo, salvo su propietario.

Una cortina roja ocultaba la trastienda. Suponiendo que el propietario se encontraría allí, Palin estaba a punto de llamar cuando una voz sonó justo detrás de él.

—Si buscas a la dama Jenna, acaba de salir un momento. Tal vez pueda ayudarte yo.

Un hombre vestido con los ropajes grises de mago, pero que llevaba una espada al costado, estaba frente a Palin.

El joven comprendió que era un Caballero de la Espina, y que debía de haber estado oculto en las sombras, detrás de la puerta.

También reconoció el nombre de la propietaria: la dama Jenna, una poderosa hechicera y la amante de Dalamar, a decir de todos.

—No, gracias —contestó amablemente—. Esperaré a que la dama Jenna regrese. Tengo que hacerle una pregunta acerca de un componente de hechizos.

—Tal vez pueda responder yo esa pregunta —ofreció el Caballero Gris.

—Lo dudo —replicó Palin—. Los conjuros que realizo yo y los que ejecutas tú no tienen nada en común. Si no te importa, esperaré a Jenna. Puedes marcharte, no te entretengas por mí. Debías de estar a punto de salir, junto a la puerta, cuando entré yo.

—No me marchaba —dijo el Caballero Gris, cuyo tono era agradable, incluso habríase dicho que divertido—. Estoy apostado en esta tienda. Por cierto, creo que todavía no has firmado en el libro. Si haces el favor de acercarte aquí...

El Caballero Gris se dirigió hacia un pequeño escritorio que estaba a la izquierda de la puerta. Sobre el mueble había un libro grande, encuadernado en cuero y cuyas páginas tenían trazadas pulcras líneas manteniendo entre sí espacios regulares. Palin bajó la vista y vio una lista de nombres, seguidos de lo que parecía ser un registro de compras y ventas. Advirtió que no había muchos nombres, y que la fecha de la última anotación era de dos días antes.

—Firma aquí. —El Caballero Gris indicó una línea—. Luego tendré que pedirte que me enseñes todos los objetos arcanos que llevas. No te preocupes; te los devolveré... si es que no están en la lista de objetos prohibidos al ser considerados peligrosos para el Estado. Si están, te serán confiscados, pero se te compensará.

Palin no daba crédito a sus oídos.

—¿Peligrosos? ¿Confiscados? ¡No lo dirás en serio!

—Te aseguro, Túnica Blanca, que hablo completamente en serio. Es la ley, como sin duda sabrás ya que entraste aquí. Vamos, vamos. Si los guardias te dejaron pasar por las puertas principales no debes de llevar nada demasiado poderoso.

Palin iba a decir que no había entrado por las puertas principales, pero se contuvo justo a tiempo. Podía resistirse, luchar, pero ¿con qué? Sólo disponía de una pequeña daga contra la espada de este hechicero. Y, en primer lugar, ¿cómo es que estos hechiceros llevaban espada? Hasta ahora, a ningún mago de Krynn se le había permitido combinar armas y hechicería. ¡Desde luego, la Reina de la Oscuridad estaba otorgando favores a sus secuaces!

Palin supo sin albergar la menor duda que este caballero hechicero era más poderoso que él. No podía hacer otra cosa que seguirle la corriente al hombre, fingir una actitud de cooperación, y rezar a Solinari para que el Caballero Gris no sintiera demasiada curiosidad por el Bastón de Mago.

Apoyó el cayado en un mostrador, como si fuera una cosa sin valor o importancia, y simuló gran renuencia en desatar y soltar sus saquillos y los pocos estuches de pergaminos que llevaba consigo. Los colocó extendidos ante el Caballero Gris, que no tocó ninguno de los objetos, limitándose a musitar unas pocas palabras con las que lanzó un encantamiento sobre ellos.

Cada saquillo y estuche empezó a brillar con un espectral fulgor, algunos con un tinte rojizo.

Satisfecho de que todos los objetos fueran mágicos, el Caballero Gris ordenó a Palin que vaciara el contenido de cada saquillo y cada estuche sobre la mesa.

Palin protestó un poco, pero hizo lo que le mandaba. Anillos, incluido el que le había dado Dalamar, rodaron sobre el tablero de la mesa. Sacó los pergaminos, desató las cintas, y permitió que el Caballero Gris echara un vistazo a los hechizos. Mientras tanto, crecía su cólera por el trato que estaba recibiendo, pero también aumentó su preocupación.

¿Qué pasaría cuando el hechicero gris se fijara en el Bastón de Mago?

El joven miró de soslayo a su alrededor con la esperanza de encontrar en la tienda algo que le sirviera de arma. Los broches y otros objetos encantados estaban guardados en cajas que, a su vez, estarían sin duda protegidas con hechizos. No tenía idea de lo que hacía ninguno de esos objetos, y podía suceder que cogiera un anillo que lo perjudicara más a él que al Caballero Gris. Lo mismo ocurría con los pergaminos y los libros de magia; no tenía tiempo para andar hojeándolos.

Si no quedaba más remedio, siempre podía golpearle la cabeza con un tarro, decidió Palin, y eligió el que cogería si llegaba el caso.

El caballero tenía gacha la cabeza, examinando el contenido de uno de los pequeños libros de hechizos de Palin.

El joven empezó a moverse furtivamente hacia los estantes y cuando alzaba la mano para coger el tarro el Caballero Gris levantó la cabeza.

—¡Ah, estás ahí! ¿Qué haces?

—Miraba si la mejorana está fresca —contestó Palin mientras cogía el tarro del estante. Quitó la tapadera y olisqueó—. Muy agradable. ¿Quieres olería?

Los ojos del hechicero gris se estrecharon en un gesto de sospecha.

—Suelta ese tarro y vuelve aquí. Esto me lo quedo. —Señaló un abultado montón de pergaminos, anillos, incluido el de Dalamar, y otros objetos—. Esto te lo puedes guardar. —Indicó el libro de hechizos, un saquillo que contenía arena, y otro en el que guardaba guano de murciélago.

Palin enrojeció de rabia y empezó a protestar, pero el Caballero Gris le dio la espalda y alargó la mano hacia el bastón.

—Echemos un vistazo a esto —decidió.

—Es un cayado corriente para caminar —dijo Palin, que casi no podía hablar por lo seca que se le había quedado la garganta—. Puedes ver que soy un mago de rango bajo. ¿Qué iba a hacer con un bastón mágico?

—Sí, en efecto. Pero ese adorno es poco usual en un bastón de caminante: la garra de un dragón aferrando un cristal. No te importará si lo inspecciono más detenidamente, ¿verdad?

El Caballero Gris pronunció unas palabras y lanzó el conjuro que revelaría las propiedades mágicas del cayado, del mismo modo que había puesto de manifiesto las de todos los objetos que llevaba Palin.

El joven se puso tenso, esperando que el revelador brillo irradiara sobre el bastón. En el momento en que el caballero fuera a tocarlo, Palin estaba dispuesto a saltar sobre el hombre y derribarlo al suelo.

No hubo reacción alguna en el bastón.

Palin se quedó boquiabierto por la sorpresa. El Bastón de Mago, uno de los artefactos arcanos más poderosos de todo Krynn, permanecía apoyado contra el mostrador con una apariencia tan inocente y vulgar como la jupak de un kender.

Él Caballero Gris frunció el entrecejo. Estaba seguro de que el bastón era mágico, pero no podía admitir abiertamente que dudaba de la efectividad de su propio hechizo. Lanzó a Palin una mirada desconfiada, pensando que quizás el joven mago se las había ingeniado para ejecutar algún hechizo que anulara el suyo.

Palin estaba con las manos metidas en las mangas de su túnica y sonreía despectivamente.

—Ya te lo dije.

—Sí lo hiciste —replicó el Caballero Gris, que miró el bastón, tentado de lanzar de nuevo el hechizo; pero quizá consideró que actuar de ese modo lo haría quedar como un necio, y se contentó con echar a Palin una reprimenda—. Un bastón de aspecto tan llamativo puede traerte problemas, jovencito. Si tienes ganas de jugar a ser mago, espera hasta la Noche del Ojo. Al menos, sacarás algún dulce a cambio.

El rostro de Palin se tornó rojo como la grana ante el insulto. Aún así, no osó replicar; en realidad, no estaba en condiciones de discutir. Se tragó el orgullo y se consoló imaginándose la expresión del caballero si llegaba a enterarse alguna vez de que había tenido al alcance de la mano el famoso Bastón de Mago y lo había dejado escapar.

—Pon tu nombre. —El Caballero Gris empujó el libro hacia el muchacho.

Palin cogió la pluma y estaba a punto de obedecer cuando unos pasos, el susurro de una túnica y la penetrante fragancia de un perfume caro le hicieron volver la cabeza.

Una mujer, una de las mujeres más encantadoras y exóticas que Palin había visto nunca, entró en la tienda. Iba vestida con la Túnica Roja, una túnica cara, hecha de terciopelo y seda y adornada con pespuntes de hilo dorado. Llevaba el perfume para encubrir el desagradable olor de algunos componentes de hechizos que guardaba en bolsitas de seda que colgaban de un cinturón de cuero y eslabones de plata trenzados. Era seductora, poderosa, misteriosa, y, al llegar ella, hasta el Caballero Gris se puso erguido y saludó con una reverencia.

La mujer se detuvo y miró a Palin con curiosidad.

—¿Cómo estás, joven mago? Soy Jenna, propietaria de esta tienda. Te pido disculpas por no haber estado aquí cuando llegaste, pero me llamaron de la casa del Señor. Uno de los sirvientes rompió un jarrón valioso y me pidieron que lo recompusiera. Una tarea insignificante que habría rechazado en otras circunstancias, pero quedan tan pocos magos en la ciudad actualmente... ¿En qué puedo ayudarte?

—Dama Jenna —empezó Palin con patente admiración—, soy Pal...

—¡Palas! ¡Palas Margoyle! —Jenna se adelantó presurosa y lo tomó de la mano—. Querido muchacho, debería haberte reconocido antes, pero ha pasado mucho tiempo y estás muy cambiado. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? Creo que hace cinco años, durante tu Prueba. Vienes para hacer el curso de escritura de pergaminos, ¿verdad? Has llegado con un poco de antelación, pero no importa. En la actualidad apenas tengo trabajo en la tienda —añadió al tiempo que lanzaba una mirada fría al Caballero Gris. Jenna cogió a Palin del brazo y echó a andar hacia la zona de la trastienda, separada por la cortina.

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