La Guerra de los Dioses (20 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

Pocos lloraron por Linchado Geoffrey; Usha estaba segura de que no lo había hecho ni uno solo. Lin le había encontrado alojamiento en un cuarto situado encima de una taberna, arregló las cosas para que trabajara sirviendo las mesas del local, y después se había echado en la cama de la muchacha explicando con detalle lo que esperaba a cambio de su magnanimidad. Ella había rechazado sus pretensiones con indignación y rabia.

Lin, que no era de los que aceptan un «no» por respuesta, podría haberla forzado, pero, al tener planeado un pequeño robo para esa misma tarde, decidió que no podía perder el tiempo que le llevaría hacer que la chica llegara a apreciarlo. Entonces la había dejado, pero continuó acosándola con sus odiosas atenciones día tras día.

Usha no tardó mucho tiempo en descubrir, con gran horror por su parte, que estas personas no apresaban peces, sino propiedades ajenas. También se enteró —a punta de cuchillo— que una vez que alguien era admitido en el gremio y lo hacían partícipe de sus secretos, nadie se iba con esos conocimientos... vivo.

—¡A menos que puedas desaparecer mágicamente, hija de Raistlin!

Esto se lo dijo Lin Geoffrey con tono burlón, resentido por los continuos desaires de Usha. El nombre provocó una carcajada generalizada, y la joven fue bautizada «Hija de Raistlin» por un clérigo de Hiddukel, que solemnizó la ceremonia vertiendo una jarra de cerveza sobre la cabeza de Usha. A partir de entonces, todos la llamaron Hija de Raistlin, y el nombre siempre iba acompañado de una risa o una mueca burlona.

Usha no tenía a quién recurrir, nadie que la ayudara, ya que Dougan Martillo Rojo había desaparecido. La muchacha esperaba que volviera a visitarla para preguntarle por qué la había dejado en manos de esta gente horrible, pero el enano no volvió a dar señales de vida, no regresó. Además, Dougan tampoco podría haber hecho nada por ella; los ladrones nunca la perdían de vista, siempre había alguien vigilándola.

Ni siquiera en su cuarto se libraba de esta observación constante. Un cuervo venía a visitarla a menudo; el ave entraba volando por la ventana abierta de su miserable alojamiento sin ser invitada. En una ocasión, Usha dejó cerrada la ventana, prefiriendo pasar calor a tener que aguantar a su visitante de negras plumas. Sin desanimarse, el cuervo picoteó el cristal desde fuera hasta que Usha no tuvo más remedio que dejarlo entrar para no exponerse a la ira del dueño del local. Una vez dentro de su cuarto, el cuervo lo recorría a saltitos, picoteando y cogiendo cualquier objeto que encontraba. Afortunadamente, la muchacha había escondido dentro del jergón de paja los objetos mágicos que le habían dado los irdas, y el cuervo nunca los descubrió, aunque tampoco Usha se atrevió a sacarlos por miedo a aquellos penetrantes ojos amarillos.

Recibió el «adiestramiento» de los ladrones, temerosa de rehusarlo. Lo primero que aprendió fue el exquisito arte de ratear. Su maestra fue una vieja realmente espantosa que colgaba campanillas de sus ropas y después ordenaba a Usha que intentara quitarle algún objeto —una bolsa de dinero, un pañuelo de seda, una gargantilla o un broche— sin hacer que sonara ninguna campanilla. Si Usha no lo conseguía, si una sola campanilla emitía un único tintineo, la vieja propinaba a la joven un golpe doloroso con una caña en cualquier parte del cuerpo que tuviera a su alcance.

Lo siguiente que le enseñaron fue cómo moverse por una habitación oscura y llena de objetos sin tropezar con nada ni hacer el menor ruido. Aprendió a concentrarse en su objetivo, a llevarlo a cabo por muchas distracciones que hubiera a su alrededor. Aprendió a escalar muros, a trepar por una cuerda, a deslizarse por una ventana. No fue una alumna muy aventajada hasta que una noche cayó en la cuenta de que podía utilizar todos estos conocimientos para escapar de la misma gente que se los estaba enseñando.

Desde entonces, los ladrones estuvieron satisfechos con sus progresos.

De eso hacía casi un mes. Hoy, el día en que ahorcaron a Linchado Geoffrey, fue cuando decidió intentar llevar a cabo la huida.

La casa gremial desbordaba desafío, envalentonamiento y licor. Los ladrones estaban dispuestos a luchar hasta la última gota de su sangre o hasta la última gota de aguardiente enano, lo que se acabara antes.

El tiempo transcurrió lentamente. Fue un día largo, bochornoso y sofocante, y también aburrido.

Las cabezas empezaron a doler a causa del consumo excesivo de alcohol y el desgaste de un entusiasmo y coraje exagerados.

Cayeron las sombras de la noche, y trajeron energías y ánimos renovados. Los ladrones siempre se crecían con la oscuridad. Sus espías no tenían nada nuevo que informar, y las calles adyacentes a la casa gremial permanecían tranquilas. Se decía que los caballeros estaban ocupados con sus propios asuntos, que no se habían agrupado ni habían sido llamados a las armas. La mayoría pensó que esto no era más que una añagaza para que se confiaran y bajaran la guardia, así que siguieron agazapados, esperando.

Usha estaba con ellos en la casa gremial; le habían dado un arma, una daga pequeña, pero la joven no tenía intención de usarla. Durante una de las farfullantes borracheras de Linchado Geoffrey, Usha se había enterado de la existencia de un pasaje secreto que conducía desde la casa del gremio, por debajo de la muralla, hasta el puerto. Había recogido y traído consigo sus escasas pertenencias: algunas ropas y los artefactos mágicos de los irdas, estos últimos envueltos en un paquete que guardaba debajo de la mesa, a sus pies. Cuando los caballeros atacaran, planeaba huir aprovechando la confusión.

En cuanto hubiera salido de este espantoso sitio, buscaría su barco y escaparía de esta maldita ciudad. Su único pesar era dejar a Palin, pero no había sabido nada de él en todas estas semanas y estaba llegando a la conclusión, con todo el dolor de su corazón, de que la confianza que había puesto en los dioses era infundada. Jamás volvería a verlo.

Era casi media noche en Palanthas, y ningún ejército se agrupaba en sus calles; los ladrones empezaron a pensar que, después todo, los caballeros no iban a atacarlos.

—¡Nos tienen miedo! —gritó alguien.

El espíritu jactancioso se contagió, y la cerveza y el aguardiente enano corrieron a raudales.

En realidad, los ladrones no tenían nada que temer, al menos de momento. Pero lord Ariakan, que no temía en absoluto al Gremio de Ladrones, tenía la firme intención de limpiar ese «nido de ratas», según le dijo a un ayudante. Este proyecto estaba incluido en su lista, pero en último lugar. Los ladrones eran una molestia, un fastidio, pero nada más. En este momento crítico, ocupado en la batalla para controlar Ansalon, no pensaba, citando sus palabras, «desperdiciar soldados imprescindibles, para limpiar un montón de estiércol».

Pero los ladrones no sabían nada de esto, y estaban convencidos de que habían ahuyentado a los fanfarrones Caballeros de Takhisis. Pasaron la noche palmeándose la espalda unos a otros, felicitándose entre ellos; tan ruidosa y vocinglera era la celebración que, al principio, no oyeron llamar a la puerta.

Murf, el enano gully que, por alguna razón conocida sólo por los dioses, era capaz de beber cantidades ingentes sin emborracharse, fue el único que escuchó el apagado ruido, como unos suaves arañazos. Pensó que eran ratas escarbando en el callejón, y, como se le había despertado el apetito después de tanto lamer la cerveza derramada en el suelo, el gully se dispuso a conseguir su cena. Corrió la mirilla y se asomó al exterior, pero no vio nada más que una profunda y aterciopelada oscuridad.

Creyendo que era sólo la noche, el gully abrió la puerta de par en par.

Una figura encapuchada, vestida con ropas de terciopelo negro, estaba plantada en el umbral. La figura mantenía una inmovilidad tan completa que Murf, ansioso por atrapar su cena, no se fijó en ella, y se puso a cuatro patas para empezar a rastrear sus presas.

La persona encapuchada parecía acostumbrada a los gullys y a sus costumbres, y esperó pacientemente hasta que Murf, creyendo haber visto una rata corriendo por debajo, alargó la mano para levantar el repulgo de la túnica negra y echar un vistazo.

Un pie calzado con bota pisó la mano del gully y la sujetó contra el suelo.

Murf hizo lo que habría hecho cualquier enano gully en circunstancias similares: soltó un berrido que sonó como si un invento gnomo hubiera dejado escapar un chorro de vapor a presión.

El chillido, que debía de haberse oído hasta en Solace, hizo que los ladrones tiraran las jarras de cerveza y cogieran las armas. Su nuevo cabecilla, un truhán llamado Mike al que se conocía por
El Viudo
debido a la circunstancia de que todas sus esposas, inexplicablemente, morían a poco de casarse, corrió hacia la puerta. Seis feroces secuaces lo seguían de cerca.

Todo el mundo en la casa gremial había enmudecido y miraba hacia la puerta con desconfianza y alarma. Sus espías, que deberían haberles advertido de que un visitante se aproximaba antes incluso de que hubiera puesto los pies en el callejón, habían guardado un extraño silencio.
El Viudo
abrió la puerta de par en par de un tirón y la luz de antorchas y velas se derramó en el callejón. Usha, que observaba desde su mesa, vio una persona que sólo podía ser un Túnica Negra.

El pánico se apoderó de ella. ¡Dalamar la había encontrado! Quiso correr, pero se había quedado paralizada; tenía las piernas insensibles, incapaces de sostenerla en pie, y un fuerte temblor la sacudía de la cabeza a los pies. Lo único que podía hacer era mirar fijamente al hombre de negro.

Éste levantó su mano, delgada y consumida, y dibujó una letra en el aire.

El Viudo
gruñó y miró a sus secuaces por encima del hombro.

—Conoce la contraseña —dijo, y los ladrones bajaron las armas, si bien no las enfundaron. Varios de los magos del gremio tenían las manos metidas en sus saquillos u ocupadas desenrollando pergaminos, preparados para defender a sus compañeros de gremio si el intruso abusaba de su hospitalidad.

Murf seguía aullando aunque el mago había levantado el pie de su mano.

—¡Cierra tu bocaza! —ordenó
El Viudo
al tiempo que daba una patada al gully—. ¡Menudo centinela estás hecho! —le reprochó injustamente, puesto que Murf había sido el único que había reparado en la presencia del extraño.

»
¿Qué quieres, hechicero? —preguntó
El Viudo-
-. Y procura dar una buena respuesta o lo vas a pasar muy mal.

—Busco a alguien —dijo la voz desde las profundidades de la capucha—. No quiero haceros ningún mal y puede que os procure algún beneficio.

La voz no parecía de Dalamar, aunque Usha no podía estar muy segura de ello puesto que el hombre hablaba en un tono suave y susurrante. La muchacha no quiso correr riesgos; había recuperado la sensatez y el coraje, así que empezó a escabullirse sigilosamente buscando la seguridad de la puerta trasera y el pasadizo secreto.

Sin embargo, no había llegado muy lejos cuando una mano se cerró sobre su brazo. Uno de los ladrones se había girado en su silla y la miraba con los ojos inyectados en sangre.

—¡Sírveme más cerveza!

Temerosa de que si rehusaba atraería la atención, Usha hizo lo que le mandaba. Manteniendo gacha la cabeza, cogió el pichel de cerveza y empezaba a echar el dorado líquido en la jarra del ladrón cuando la figura encapuchada volvió a hablar:

—Busco a mi hija.

Usha empezó a temblar y el pichel resbaló de su mano y se estrelló en el suelo con estruendo.

—¡Eh, éste ha perdido a su hija! —dijo
El Viudo,
riendo—. ¿Crees que debo dejarlo entrar, Sally Valle?

Dirigió una mirada interrogante hacia el fondo de la sala. Una mujer alta, que vestía una túnica de color rojo y que llevaba varios saquillos colgados del cinturón, asintió con un cabeceo.

El hombre de negro entró, y
El Viudo
cerró la puerta tras él y echó el cerrojo.

—Quítate la capucha. Me gusta mirar a un hombre a los ojos —exigió
El Viudo
con actitud jocosa.

El hombre alzó las dos manos y, lentamente, retiró la capucha que le cubría la cabeza. Sus ojos se volvieron hacia
El Viudo,
que parecía arrepentido de haber hecho la sugerencia.

El semblante del mago estaba demacrado, y la piel se pegaba, tirante, sobre los altos pómulos. No era un hombre maduro, pero tenía blanco el cabello, y su tez mostraba un tinte dorado que brillaba con un lustre metálico a la luz de la lumbre. Pero eran sus ojos el rasgo más impresionante, ya que las pupilas tenían forma de reloj de arena.

El Viudo
se puso pálido, torció el gesto, y dijo con voz ronca:

—¡Por Hiddukel, hechicero, tienes una cara que parece salida de una pesadilla! Compadezco a tu hija si se parece a ti.

—Harías bien en no compadecer a quien es hija mía —dijo suavemente el mago. Sus dorados ojos se deslizaron con desinterés sobre todos los que estaban en la sala hasta llegar a Usha.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

Usha era incapaz de responder; había perdido la capacidad de hablar. Ni siquiera podía respirar, y unos puntitos brillantes titilaron ante sus ojos.

—¿Ella? —
El Viudo
se encogió de hombros—. La llamamos Hija de Raist... —La palabra acabó con un siseo de sobresalto.

Como un eco, se escuchó la exclamación ahogada de Sally Valle.

La mujer echó a correr y cogió a
El Viudo
por el brazo; se lo estrujó de tal modo que el ladrón pensó que se lo iba a arrancar de cuajo, al tiempo que le susurraba un nombre al oído con tono apremiante.

El Viudo
se quedó lívido y retrocedió. El nombre se repitió, sibilante, de ladrón en ladrón, haciendo que sonara como si la casa gremial estuviera repleta de serpientes.

Sally Valle empujó al jefe de los ladrones, que tragó saliva con esfuerzo y balbuceó mientras señalaba a Usha:

—¡Ahí está tu hija, maestro! ¡Llévatela! ¡Diga lo que diga, no le hemos puesto un dedo encima, lo juro! No lo sabíamos, maestro. ¿Quién lo habría imaginado? Bueno, quise decir que... No te ofendas...

—Fuera —ordenó Raistlin—. Salid. Marchaos todos.

Su voz seguía siendo suave, pero llegó hasta el último rincón de la sala, se deslizó entre las vigas, quedó flotando como un humo asfixiante sobre la habitación.

El Viudo
soltó una risita temblorosa y se atrevió a protestar:

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