La guerra del fin del mundo (62 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

—Ustedes no son mejores que ellos —susurró el periodista miope—. ¿Se olvida que Epaminondas es su aliado y sus antiguos amigos miembros del gobierno?

—Descubre un poco tarde que la política es algo sucio —dijo el Barón.

—No para el Consejero —dijo el periodista miope—. Para él era limpia.

—También para el pobre Gentil de Castro —suspiró el Barón.

Al volver de Europa se había encontrado en su escritorio una carta, despachada desde Río varios meses atrás, en la que el propio Gentil de Castro, con estudiada caligrafía, le preguntaba: «¿Qué es esto de Canudos, mi afectísimo Barón? ¿Qué está ocurriendo en sus queridas tierras nordestinas? Nos achacan toda clase de disparates conspiratorios y no podemos siquiera defendernos pues no entendemos el asunto. ¿Quién es Antonio Consejero? ¿Existe? ¿Quiénes son esos depredadores Sebastianistas con quien se empeñan en vincularnos los jacobinos? Mucho le agradecería me ilustrara el respecto...». Ahora, el anciano al que el nombre de Gentil correspondía tan bien estaba muerto por haber armado y financiado una rebelión que pretendía restaurar el Imperio y esclavizar el Brasil a Inglaterra. Años atrás, cuando comenzó a recibir ejemplares de
A Gazeta de Noticias
y
A Liberdade,
el Barón de Cañabrava le escribió al Vizconde de Ouro Préto, preguntándole qué absurdidad era esa de sacar dos hojas nostálgicas de la monarquía, a estas alturas, cuando era obvio para todo el mundo que el Imperio estaba definitivamente enterrado. «Qué quiere usted, mi querido... No ha sido idea mía ni de João Alfredo ni de Joaquim Nabuco ni de ninguno de sus amigos de aquí, sino, exclusivamente del Coronel Gentil de Castro. Ha decidido gastarse sus dineros sacando esas publicaciones con el propósito de defender el nombre de quienes servimos al Emperador, del vilipendio a que nos someten. A todos nos parece bastante extemporánea la reivindicación de la monarquía en estos momentos, pero ¿cómo cortarle este arranque al pobre Gentil de Castro? No sé si usted lo recuerda. Un buen hombre, nunca figuró demasiado...»

—No estaba en Río sino en Petrópolis, al llegar las noticias a la capital —dijo el Vizconde de Ouro Préto—. Con mi hijo, Alfonso Celso, le mandé decir que no se le ocurriera volver, que sus diarios habían sido arrasados, su casa destruida y que una turbamulta en la rua do Ouvidor y en el Largo de San Francisco pedía su muerte. Bastó eso para que Gentil de Castro decidiera volver.

El Barón lo imaginó, sonrosado, haciendo su maletín y dirigiéndose a la estación, mientras en Río, en el Club Militar, una veintena de oficiales mezclaban sus sangres ante un compás y una escuadra y juraban vengar a Moreira César, elaborando una lista de traidores que debían ser ejecutados. El primer nombre: Gentil de Castro.

—En la estación de Merití, Alfonso Celso le compró los diarios —prosiguió el Vizconde de Ouro Préto—. Gentil de Castro pudo leer todo lo ocurrido la víspera en la capital federal. Los mítines, el cierre de comercios y de teatros, las banderas a media asta y los crespones negros en los balcones, los ataques a diarios, los asaltos. Y, por supuesto, la noticia sensacional en
A República:
«Los fusiles descubiertos en
Gazeta de Noticias
y
A Liberdade
son de la misma marca y el mismo calibre que los de Canudos». ¿Cuál cree usted que fue su reacción?

—No tengo más alternativa que mandar mis padrinos a Aleindo Guanabara —musitó el Coronel Gentil de Castro, atusándose el blanco bigote—. Ha llevado la vileza demasiado lejos.

El Barón se echó a reír: «Quería batirse a duelo», pensó. «Lo único que se le ocurrió fue retar a duelo al Epaminondas Goncalves de Río. Mientras la muchedumbre lo buscaba para lincharlo, él pensaba en padrinos vestidos de oscuro, en espadas, en desafíos a primera sangre o a muerte.» La risa le humedecía los ojos y el periodista miope lo miraba sorprendido. Mientras ocurría eso, él viajaba hacia Salvador, estupefacto, sí, por la derrota de Moreira César, pero, en realidad, obsesionado por Estela, contando las horas que faltaban para que los médicos del Hospital Portugués y de la Facultad de Medicina lo tranquilizaran asegurándole que era una crisis pasajera, que la Baronesa volvería a ser una mujer alegre, lúcida, vital. Había estado tan aturdido por lo que ocurría a su mujer que recordaba como un sueño sus negociaciones con Epaminondas Goncalves y sus sentimientos al enterarse de la gran movilización nacional para castigar a los yagunzos, el envío de batallones de todos los estados, la formación de cuerpos de voluntarios, las kermesses y rifas públicas donde las damas subastaban sus joyas y sus cabelleras para armar nuevas compañías que fueran a defender a la República. Volvió a sentir el vértigo que había sentido al darse cuenta de la magnitud de aquello, ese laberinto de equivocaciones, desvaríos y crueldades.

—Al llegar a Río, Gentil de Castro y Alfonso Celso se deslizaron hasta una casa amiga, cerca de la estación de San Francisco Xavier —añadió el Vizconde de Ouro Préto—. Allí fui a reunirme con ellos, a escondidas. A mí me tenían de un lado a otro, oculto, para protegerme de las turbas que seguían en las calles. Todo el grupo de amigos tardamos un buen rato en convencer a Gentil de Castro que lo único que nos quedaba era huir cuanto antes de Río y del Brasil.

Se acordó trasladar al Vizconde y al Coronel a la estación, embozados, segundos antes de las seis y media de la tarde, hora de la partida del tren a Petrópolis. Allí permanecerían en una hacienda mientras se preparaba su fuga al extranjero.

—Pero el destino estaba con los asesinos —murmuró el Vizconde—. El tren se atrasó media hora. En ese tiempo, el grupo de hombres embozados que éramos acabó por llamar la atención. Comenzaron a llegar manifestaciones que recorrían el andén dando vivas al Mariscal Floriano y mueras a mí. Acabábamos de subir al vagón cuando nos rodeó una turba con revólveres y puñales. Sonaron varios pistoletazos en el instante en que el tren arrancaba. Todas las balas dieron en Gentil de Castro. No sé por qué estoy vivo.

El Barón se imaginó al anciano de mejillas sonrosadas con la cabeza y el pecho abierto, tratando de persignarse. Tal vez esa muerte no le hubiera disgustado. ¿Era una muerte de caballero, no?

—Tal vez —dijo el Vizconde de Ouro Préto—. Pero, su entierro, estoy seguro que le disgustó.

Había sido enterrado a escondidas, por consejo de las autoridades. El Ministro Amaro Cavalcanti advirtió a los deudos que, debido a la excitación callejera, el gobierno no podía garantizar la seguridad de los familiares y amigos si intentaban un sepelio aparatoso. Ningún monárquico asistió al entierro y Gentil de Castro fue llevado al cementerio en una carroza cualquiera, a la que seguía una berlina en la que se hallaban su jardinero y dos sobrinos. Éstos no permitieron que el sacerdote terminara el responso, temerosos de que aparecieran los jacobinos.

—Veo que la muerte de ese hombre, allá en Río, lo impresiona mucho —volvió a sacarlo de sus reflexiones el periodista miope—. En cambio, no lo impresionan las otras. Porque hubo otras muertes, allá en Canudos.

¿En qué momento se había puesto de pie su visitante? Estaba frente a los estantes de libros, inclinado, torcido, un rompecabezas humano, mirándolo ¿con furia? detrás de sus lentes espesos.

—Es más fácil imaginar la muerte de una persona que la de cien o mil —murmuró el Barón—. Multiplicado, el sufrimiento se vuelve abstracto. No es fácil conmoverse por cosas abstractas.

—A menos que uno lo haya visto pasar de uno a diez, a cien, a mil, a miles —dijo el periodista miope—. Si la muerte de Gentil de Castro fue absurda, en Canudos murieron muchos por razones no menos absurdas.

—¿Cuántos? —murmuró el Barón. Sabía que nunca se conocería, que, como lo demás de la historia, la cifra sería algo que historiadores y políticos reducirían y aumentarían al compás de sus doctrinas y del provecho que podían sacarle. Pero no pudo dejar de preguntárselo.

—He tratado de saberlo —-dijo el periodista, acercándose con su andar dubitativo y desmoronándose en el sillón—. No hay cálculo exacto.

—¿Tres mil? ¿Cinco mil muertos? —susurró el Barón, buscándole los ojos.

—Entre veinticinco y treinta mil.

—¿Está usted considerando los heridos, los enfermos? —respingó el Barón.

—No hablo de los muertos del Ejército —dijo el periodista—. Sobre ellos sí hay estadísticas precisas. Ochocientos veintitrés, incluidas las víctimas de epidemias y accidentes.

Hubo un silencio. El Barón bajó la vista. Se sirvió un poco de refresco, pero apenas lo probó pues se había calentado y parecía un caldo.

—En Canudos no podía haber treinta mil almas —dijo—. Ningún pueblo del sertón puede albergar a esa cantidad de gente.

—El cálculo es relativamente simple —dijo el periodista—. El General Osear hizo contar las viviendas. ¿No lo sabía? Está en los diarios: 5.783. ¿Cuánta gente vivía en cada casa? Mínimo, cinco o seis. O sea, entre veinticinco y treinta mil muertos.

Hubo otro silencio, largo, interrumpido por un zumbar de moscardones.

—En Canudos no hubo heridos —dijo el periodista—. Los llamados sobrevivientes, esas mujeres y niños que el Comité Patriótico de su amigo Lelis Piedades ha repartido por el Brasil, no estaban en Canudos, sino en localidades de la vecindad. Del cerco sólo escaparon siete personas.

—¿También sabe eso? —levantó la vista el Barón.

—Yo era uno de los siete —dijo el periodista miope. Y, como queriendo evitar una pregunta, añadió de prisa —: Ea estadística que les preocupaba a los yagunzos era otra. Cuántos morirían de bala y cuántos de cuchillo.

Se quedó callado un buen rato; con la cabeza espantó a un insecto.

—Es un cálculo que no hay manera de hacer, por supuesto —continuó, estrujándose las manos—. Pero alguien podría darnos pistas. Un sujeto interesante, Barón. Estuvo con el Regimiento de Moreira César y volvió con la cuarta expedición al mando de una Compañía de Río Grande do Sul. El Alférez Maranháo.

El Barón lo miraba, adivinando casi lo que iba a decir.

—¿Sabía que degollar es una especialidad gaucha? El Alférez Maranháo y sus hombres eran especialistas. En él, a la destreza se unía la afición. Con la mano izquierda cogía al yagunzo de la nariz, le levantaba la cabeza y pegaba el tajo. Uno de veinticinco centímetros, que abría la carótida: la cabeza caía como la de un monigote.

—¿Está tratando de conmoverme? —dijo el Barón.

—Si el Alférez Maranháo nos dijera cuántos degollaron él y sus hombres se podría saber cuántos yagunzos se fueron al cielo y cuántos al infierno —estornudó el miope—. El degüello tenía ese otro inconveniente. Despachaba el alma al infierno, al parecer.

La noche que sale de Canudos, al frente de trescientos hombres armados —muchos más de los que ha mandado nunca — Pajeú se ordena a sí mismo no pensar en la mujer. Sabe la importancia que tiene su misión, y también lo saben sus compañeros, escogidos entre los mejores caminantes de Canudos (porque habrá que andar mucho). Al pasar al pie de la Favela hacen un alto. Señalando los contrafuertes del cerro, apenas visible en la oscuridad conmovida por los grillos y las ranas, Pajeú les recuerda que es allí donde hay que traerlos, subirlos, encerrarlos, para que João Abade y João Grande y todos los que no han partido con Pedrão y los Vilanova hacia Geremoabo al encuentro de los soldados que vienen por ese rumbo, los acribillen desde los cerros y llanos vecinos, donde los yagunzos ya han tomado sus emplazamientos en trincheras cargadas de municiones. João Abade tiene razón, es la manera de dar un golpe mortal a las carnadas malditas: empujarlas a ese cerro pelado. No tendrán donde guarecerse y los tiradores harán puntería sobre ellas sin ser siquiera vistos. «O los soldados caen en la trampa y los deshacemos —ha dicho el Comandante de la Calle—. O caemos nosotros, pues, si rodean Belo Monte, no tenemos hombres ni armas para impedir que entren. De ustedes depende, cabras.» Pajeú aconseja a los hombres que sean avaros con las municiones, que apunten siempre a los perros que llevan insignias en los brazos o tienen sable y van montados y que no se dejen ver. Los divide en cuatro cuerpos y los cita a la tarde siguiente, en la Laguna del Lage, no lejos de la Sierra de Aracaty, donde, calcula, estará llegando para entonces la avanzada de la tropa que partió ayer de Monte Santo. Ninguno de los grupos debe dar pelea si encuentran patrullas; deben ocultarse, dejarlas pasar y, a lo más, hacerlas seguir por un pistero. Nada ni nadie debe hacerles olvidar su obligación: traer a los perros a la Favela.

El grupo de ochenta hombres que se queda con él, es el último en continuar la marcha. Una vez más rumbo a la guerra... Ha salido así tantas veces, desde que tiene uso de razón, en las noches, escondiéndose, para dar un zarpazo o para evitar que se lo dieran, que no está más inquieto esta vez que las otras. Para Pajeú la vida es eso: huir o ir al encuentro de algún enemigo, sabiendo que atrás y adelante hay y habrá siempre, en el espacio y en el tiempo, balas, heridos y muertos.

La cara de la mujer se desliza una vez más —porfiada, intrusa — en su cabeza. El caboclo hace un esfuerzo para expulsar la tez pálida, los ojos resignados, los cabellos lacios que caen sueltos sobre la espalda, y ansiosamente busca algo distinto en qué pensar. A su lado va Táramela, pequeñito, enérgico, masticando, feliz porque lo acompaña, como en los tiempos del cangaco. Precipitadamente le pregunta si trae consigo ese emplasto de yema de huevo que es el mejor remedio contra la picadura de la cobra. Táramela le recuerda que, al separarse de los otros grupos, él mismo ha repartido a Joaquim Macambira, Mané Quadrado y Felicio un poco de emplasto. «Cierto», dice Pajeú. Y como Táramela calla y lo mira, Pajeú se interesa por saber si los otros grupos tendrán suficientes
tigelinhas,
esos lamparines de barro que les permitirán comunicarse a la distancia, en las noches, si hace falta. Táramela, riéndose, le recuerda que él mismo ha verificado la distribución de lamparines en el almacén de los Vilanova. Pajeú gruñe que tantos olvidos, indican que se está volviendo viejo. «O que se está enamorando», bromea Táramela. Pajeú siente calor en las mejillas y la cara de la mujer, que ha conseguido expulsar, regresa. Con extraña vergüenza de sí mismo, piensa: «No sé su nombre, no sé de dónde es». Cuando vuelva a Belo Monte, se lo preguntará.

Los ochenta yagunzos caminan detrás de él y de Táramela en silencio, o hablando tan bajo que sus voces quedan apagadas por el rodar de piedrecillas y el acompasado sonido de sandalias y alpargatas. Hay entre ellos quienes estuvieron con él en el cangaco, mezclados con otros que fueron compañeros de correrías de João Abade o de Pedrão, cabras que sirvieron en las volantes de la policía e incluso ex-guardias rurales e infantes que desertaron. Que estén marchando juntos hombres que eran enemigos irreconciliables es obra del Padre, allá arriba, y aquí abajo del Consejero. Ellos han hecho este milagro, hermanar a los caínes, convertir en fraternidad el odio que reinaba en el sertón.

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