Pero en cuanto a la intimidad de Hisvet, aún seguía siendo un secreto para el Ratonero si bajo las túnicas, ropajes y armadura que utilizaban había una doncella normal o una delgada cola de rata y ocho tetas, que en su imaginación representaba como pares convergentes de senos en flor con grandes areolas y pezones, el tercer par a cada lado del ombligo y el cuarto, con las ubres muy juntas, sobre el pubis.
También era un misterio si las tres mujeres y él mismo tenían ahora tamaño de rata o humano, diez pulgadas o cinco pies de altura. Ciertamente, no había dispuesto en absoluto del elixir que permitía cambiar de forma y se usaba para pasar de Lankhmar Superior a la ciudad de las ratas que era Lankhmar Inferior.
Su anhelo continuaba. Sin duda merecía alguna recompensa por los peligros subterráneos que había arrastrado. Las mujeres podían procurar fácilmente grandes satisfacciones a los hombres.
Seguía existiendo el problema de la perfecta inaudibilidad de las tres mujeres.
Conjeturó que, o bien se dedicaban a una complicada pantomima (¿tramada por Hisvet para burlarse de él?), o bien se trataba de un sueño a pesar de su realismo, o quizás existía alguna barrera hermética muy probablemente mágica) entre sus oídos y los de ellas.
Apoyaba esta última posibilidad el hecho de que, si bien podía ver a los gigantescos insectos luminosos que se movían en sus jaulas, golpeando los barrotes de plata con alas y patas mientras producían sus intensos destellos, no oía ningún zumbido airado ni otro sonido procedente de ellos, mientras que (lo más revelador de todo a su manera) sólo el silencio acompañaba a las caídas infrecuentes pero regulares de las singulares gotas cristalinas en la pileta del reloj de agua que estaba tan a mano.
Una última circunstancia sugería la intervención de alguna magia y armonizaba con la extraña quietud de la escena por lo demás tan real: milagrosamente suspendido en el aire por encima del borde más cercano de la mesa baja, en posición vertical, con el pequeño mango anillado de plata hacia arriba, había un látigo ahusado de piel de blanca serpiente de nieve que medía apenas un codo de largo, tan cerca del Ratonero que éste podía percibir la superficie ligeramente rugosa, pero no veía hilo alguno ni cualquier otra cosa que explicara su quieta, su inmóvil suspensión.
El Ratonero se dijo que aquella era la escena y ahora debía decidir la manera de entrar en ella, de afirmarse corno uno de los actores. Pensó en abalanzarse de súbito hacia adelante, extender la mano derecha, coger con tres dedos el gollete de la botella, quitarle el tapón con los dedos índice y pulgar y llevarla a sus labios resecos, diciendo entretanto algo que bien podría ser: «Saludos, querida y deliciosa señorita, ten la amabilidad de interrumpir esta charada para reparar en un viejo amigo. No os alarméis, muchachas». Esto último dirigido a las dos doncellas, naturalmente.
¡Apenas lo había pensado cuando se dispuso a hacerlo!
Pero, desde el principio, las cosas se torcieron de la manera más deplorable. Al primer intento de moverse se sintió afectado a por una parálisis general que le sobrevino con la rapidez del rayo. Se magulló el rostro, se despellejó la mano y el brazo derechos, por todas partes se precipitaron sobre él granulosas paredes de color marrón oscuro, la primera sílaba de la palabra «saludos» se convirtió en un gruñido ahogado que le traspasaba >
!
los oídos, reverberaba en su cráneo y acabó transformado en un acceso de tos que le dejó la boca llena de tierra.
Seguía sepultado, en la misma horrenda situación en que se encontraba desde que se hundió durante la ceremonia de la luna llena en la Colina del Patíbulo, se lo tragó el frío y cruel suelo que al mismo tiempo era tan extrañamente permeable a su paso involuntario y tan tercamente resistente a sus intentos de huir de él. Esta vez le había engañado la perfección de la visión oculta, que le había permitido ver a través cíe la tierra sólida hasta cierta distancia a su alrededor, le había hecho creerse libre, pese a la evidencia de todas sus demás vías de conocimiento. Estaba claro que de alguna manera había llegado al entorno subterráneo de Lankhmar, y ahora no podía hacer nada más que reanudar el lento juego de regularizar su respiración, calmar el golpeteo de su corazón y liberar la boca de todas las partículas de tierra que la habían invadido durante su espasmo, moviendo cuidadosamente la lengua de la manera más efectiva, a fin de asegurar su supervivencia, pues cuando remitió el dolor de cabeza experimentó una debilidad general y una fluctuación de la conciencia que le reveló que se encontraba muy cerca del límite entre ser y no ser, y debía actuar rápidamente para apartarse de él.
Le ayudó en sus esfuerzos el hecho de que en ningún momento había perdido de vista por completo una realidad mayor, blanca y violeta, a su alrededor, cuyos destellos y atisbos alternaban con la granulosa tierra oscura, y también le ayudaba el leve resplandor amarillo que seguía emanando de la parte superior de su rostro.
Cuando por fin el Ratonero recuperó de nuevo todo el territorio que le había hecho perder su incauto ímpetu, le sorprendió descubrir que Hisvet seguía hablando, aunque él no oía nada, y las atractivas doncellas prestaban atención a sus palabras tan animadamente como antes. ¿Qué les estaría diciendo?
Mientras mantenía minuciosamente las pautas de respiración subterránea, el Ratonero concentró su atención en otros canales sensoriales al margen del visual, tratando de ampliar y ahondar y poner en juego todas sus potencias interiores. Al cabo de un tiempo sus esfuerzos fueron recompensados.
La siguiente gota pesada cayó en la pileta del reloj de agua con un sonido melifluo y audible, que estuvo a punto de sobresaltar al Ratonero pero no llegó a hacerlo.
Casi de inmediato oyó el zumbido de una avispa luminosa y una mosca diamante hizo que chirriaran sus alas transparentes contra los delgados barrotes de su jaula.
Hisvet se reclinó, apoyándose en los codos, y dijo en un tono argentino:
—Descansad, muchachas.
Ellas parecieron relajar su atención... por lo menos un poco.
Hisvet tamborileó con tres dedos sobre sus labios rojo rubí mientras bostezaba ligeramente.
—Uf, qué discurso tan largo y aburrido —comentó—. Lo has soportado de una manera digna de alabanza, querida Tresita —miró a la doncella morena—, y tú también, Cuartita —le dijo a la rubia. Cogió una larga aguja rematada por una esmeralda que tenía a su lado y la blandió juguetonamente—. No he tenido necesidad de usar esto con cualquiera de las dos ni una sola vez —añadió riendo— para llamar la atención de la mente caprichosa y errante y despertar a la soñadora perezosa.
En los labios de ambas muchachas se dibujaron sonrisas apreciativas, mientras dirigían miradas aprensivas a la aguja.
Hisvet se la dio a Cuartita, la cual cruzó la habitación hasta una cómoda cuya superficie estaba cubierta de cosméticos y espejos y la insertó en una almohadilla esférica negra de la que sobresalían otras agujas similares con una joya por cabeza y abarcaban todos los tonos del arco iris.
Entretanto, Hisvet se dirigió a Tresita, la cual abrió mucho los ojos mientras escuchaba.
—En dos ocasiones, durante mi charla, he tenido la clara impresión de que nos espía una inteligencia maligna, como las criminales de las que se ocupa mi padre, o la de uno de nuestros propios enemigos, al vez un amante rechazado. —Deslizó la mirada alrededor de las paredes, y al Ratonero le pareció que la detenía más de la cuenta en su dirección—. Meditaré en ello —siguió diciendo—. Querida Tresita, tráeme la figura de ópalo negro taraceada de plata del mundo de Nehwon a la que llamo el Abridor del Camino.
Tresita asintió obedientemente y fue a la misma cómoda'] que
acababa
de visitar Cuartita, cruzándose con ella a medio camino.
—Sírveme vino blanco, querida Cuartita —pidió Hisvet a la rubia—. Se me ha secado la garganta con toda esa charla estúpida.
La muchacha inclinó la cabeza y se acercó a la mesa baja colocada contra la pared detrás de la cual el Ratonero estaba empotrado en una tierra invisible para él. Observó apreciativamente a la joven mientras ésta quitaba el tapón de la botella que él había intentado coger con tan desastrosos resultados y llenó una reluciente copa, tan alta y estrecha que parecía un tubo de ensayo. Su túnica blanca estaba abrochada por delante con grandes botones circulares de azabache.
Regresó al lado de su señora y se arrodilló, manteniendo erguido su esbelto cuerpo, para servir el vino.
—Pruébalo primero —le ordenó Hisvet.
Era frecuente que los aristócratas hicieran tales peticiones al sus criados, y Cuartita echó la cabeza atrás y vertió un poco de vino entre los labios separados sin aplicarlos a la copa, la cual alzó luego para mostrar que su nivel había disminuido perceptiblemente.
Hisvet lo aceptó, diciendo:
—Lo has hecho bien, Cuartita. La próxima vez no esperes a que te dé instrucciones. Y podrías lamerte los labios y sonreír para demostrar que te ha gustado.
Cuartita hizo un gesto de asentimiento.
—Querida señorita —le dijo Tresita, arrodillada ante la cómoda—. No encuentro el Abridor.
—¿La has buscado minuciosamente? —replicó Hisvet con una ligera debilidad en la voz—. Es una esfera del tamaño de dos pulgares, algo achatada por los polos, en la que están taraceados
plata los continentes, las ciudades son diamantes planos y los polos de la muerte y la vida están formados por una amatista y una turquesa.
—Conozco el Abridor, querida señorita —dijo Tresita respetuosamente.
Hisvet, que miraba a Cuartita de nuevo, se encogió de hombros y luego se llevó la estrecha copa a los labios y la apuró de
tres tragos.
—Muy refrescante —comentó, y volvió a darse unos golpecitos en los labios.
Un sonido hizo que dirigiera de nuevo su atención a Tresita.
—No, no abras los demás cajones —le ordenó—. No la encontrarás ahí. Registra a fondo el de arriba y
encuéntrala.
Coloca los objetos que contiene el cajón uno por uno sobre la superficie de la cómoda si es necesario.
—Sí, señorita.
La mirada de Hisvet volvió a cruzarse con la de Cuartita, la desvió hacia la atareada Tresita, hizo el esbozo de otro encogimiento de hombros y comentó en tono confidencial:
—Esto podría convertirse en una molestia fatigosa, ¿sabes?, un auténtico fastidio. No, muchacha, no sacudas la cabeza. Eso está bien en Tresita, pero no es tu estilo. Inclínala una sola vez, recatadamente.
—Sí, ama.
Su única inclinación de cabeza fue tímida como la de una princesa virgen.
—¿Cómo te va, Tresita?
La morena se volvió hacia ellas y replicó en una voz apenas lo bastante alta para que llegara al otro lado de la habitación:
—Debo confesarme derrotada, señorita.
Tras una pausa bastante larga, la pensativa Hisvet salió de su ensimismamiento.
—Eso podría ser muy molesto para ti, Tresita, ya lo sabes. Como doncella veterana, eres totalmente responsable de cualquier deficiencia, desaparición o robo. Piensa en ello. —Tras otra pausa bastante larga, suspiró y, tendiendo la copa
vacía,
dijo—: Cuartita, tráeme el elástico instrumento de corrección.
La rubia inclinó la cabeza, tomó la copa y, caminando algo más lentamente, regresó a la mesa baja, dejó la copa, la llenó de nuevo y alargó la mano para coger el blanco látigo mágicamente suspendido, resolviendo así un pequeño misterio para el Ratonero. El látigo había estado sencillamente colgado de un gancho en la pared, pero como ésta había sido y era de nuevo invisible para él, también lo era el gancho que sobresalía de ella.
El Ratonero notó que aumentaba su interés por la escena a la que asistía desde su confinamiento, y agradeció la ocasión que tenía de desviar un poco la mente de sus propios problemas. Tenía cierto conocimiento de los métodos de Hisvet y podía conjeturar lo que sucedería a continuación, o, por lo menos, especular acerca de ello de una manera gratificante. La morena Tresita parecía adecuada para el papel de mala o culpable en aquella representación triangular. Apoyada en la cómoda con el ceño fruncido y enfundada en la túnica negra, parecía un ave de mal agüero, aunque los grandes botones circulares de alabastro que se abrochaban por delante ponían una nota cómica, Cuartita se arrodilló en posición erguida por segunda vez. Hisvet aceptó el látigo y la copa llena de nuevo, diciendo benignamente:
—Gracias, querida. Me siento mucho mejor con estas dos cosas a mi lado. ¿Y bien, Tresita?
—Estoy pensando, señorita —respondió la interpelada—, y recuerdo que cuando entré en esta habitación Cuartita estaba agachada donde yo me encuentro ahora, con el cajón que acabo de registrar abierto, y buscaba algo en él. Lo cerró en seguida pero, bien mirado, podría haber cogido alguna cosa ocultándola en su persona.
—¡Eso no es cierto, señorita! —protestó Cuartita, palideciendo—. Ni el cajón estaba abierto ni yo me acerqué a él.
—Es una embustera maliciosa, querida señorita —replicó Tresita—, ¡Mira cómo palidece!
—Basta, muchachas —reprobó Hisvet—. He pensado en una manera sencilla de solventar esta indecorosa discusión. Tresita, querida, ¿ha tenido Cuartita oportunidad de ocultar el Abridor en otro lugar de la habitación después de que lo cogiera, si ha hecho tal cosa? Si mal no recuerdo, entró poco después que tú.
—No, ama, no ha podido hacer eso.
—En ese caso... —dijo Hisvet, sonriente—. Ven aquí, Tresita. Cuartita, querida, quítate la túnica para que pueda registrarte a fondo.
—¡Señorita! —exclamó la rubia en tono de reproche—. No me avergonzarás así.
—No hay ninguna vergüenza en ello —le aseguró hábilmente Hisvet, enarcando las cejas plateadas—. Mira, pequeña, si estuviera conmigo un amante es muy probable que os pidiera a ti y a Tresita que os desnudarais, a fin de no azorarle, o en todo caso evitar que nos sintiéramos en evidencia. O podríamos pediros a una de vosotras o a las dos que participarais en el juego amoroso bajo nuestras instrucciones. Frix era incomparable. Ni siquiera Dosita se le
acerca..
Pero como sabéis, Frix se las ingenió para concluir su servicio y librarse de la servidumbre que le había impuesto mi padre. Nunca ha habido otra Unita, y ése es el motivo.
El Ratonero estaba empezando a divertirse. ¡Apenas acababa de dar comienzo la representación e Hisvet se las había arreglado para cambiar los papeles de los otros dos personajes! Ojalá Fafhrd estuviera presente, le habría encantado escuchar aquella alabanza de Frix. Estuvo completamente enamorado de la princesa de Arilia, sobre todo cuando ésta era la imperturbable doncella y esclava de Hisvet. Aunque estaba seguro de que el corpulento simplón no apreciaría el hecho de estar sepultado. En cualquier caso, probablemente era demasiado grande para sobrevivir gracias al aire encontrado entre la tierra, la cual le recordó que debía concentrarse en la respiración. Tampoco debía perder de vista la posibilidad omnipresente de que interviniera en la escena alguna tercera fuerza tanto del mundo inferior como del superior. ¡Y algunos hablaban de lo difícil que es vigilar en dos direcciones!