La Hermandad de las Espadas (34 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

—¡Te he dicho que ahora acabo de acordarme! —la interrumpió Hisvet en un tono peligroso. Entonces alzó la voz—: ¡Cuartita!

—¿Sí, señorita? —se apresuró a responder la otra muchacha.

—Hay que castigar a Tresita por levantar falso testimonio de una compañera de servicio. Como eres la persona que habría salido perjudicada, creo que es muy apropiado que le administres el castigo. Además, estás convenientemente a mano y tienes mi látigo. ¿Sabes cómo usarlo?

—Creo que sí, señorita —replicó Cuartita en tono neutro—. De niña, allá en la granja, solía montar en mulo.

—Es bueno saberlo —dijo Hisvet—. Aguarda instrucciones.

Cuando Tresita empezó a alejarse involuntariamente, Hisvet giró el puño con que aferraba su túnica, de modo que ésta se tensó alrededor del cuello de Tresita y los nudillos de Hisvet se hundieron en la garganta de la doncella.

—Escucha —le dijo entre dientes—, si das un solo paso o flexionas las rodillas mientras dure lo que va a seguir, haré que mi padre te imponga una servidumbre que no será relativamente grata y fácil como la de Frix, la cual sólo tenía que servirme fiel y alegremente como esclava hasta que por tres veces me hubiera salvado la vida a riesgo de la suya. ¡Ahora endereza esas rodillas!

Tresita obedeció. Había visto a Hisvin provocar convulsiones mortales a un cocinero enfurecido, el cual murió de repente echando una espuma verdusca por la boca. Y para lograr tal cosa el ama se había limitado a mirarle fijamente.

Hisvet soltó la túnica de Tresita. Permaneció un rato pensativa, con el ceño fruncido, y luego sonrió.

—Ya sé lo que voy a hacer, Cuartita —le dijo—. Cronometrarás los golpes con el goteo del reloj de agua, un golpe por cada gota caída, sin hacer nada en los intervalos..., no pierdas el dominio de ti misma. Empieza por la tercera salpicadura después de la próxima. Te indicaré cuál es para que no te equivoques.

La mano de Hisvet sobre el cuello de la túnica negra desabrochó rápidamente los tres botones blancos de arriba.

El chapoteo de la gota del reloj de agua sonó con una intensidad poco natural.

—¡Preparada! —exclamó Hisvet. La tensión flotaba en el aire.

Aunque pendían, los senos de la doncella morena eran tan pequeños y firmes como los de la rubia, y los pezones más gruesos tenían la tonalidad rosada del cobre recién restregado. Hisvet se los acarició.

—¿Cuántos golpes, señorita? —le preguntó Tresita en un hilo de voz, temerosa e inquieta—. ¿Cuántos en total?

—¡Calla! Aún no lo he decidido. Es de suponer que te estás divirtiendo, que esto te gusta... y creo que así es, a juzgar por el endurecimiento de tus pezones a pesar del terror, mientras que se te ha puesto la carne de gallina en las areolas. Deberías expresar el placer que te producen mis apretones y caricias de tus tetas suspirando y gimiendo.

Se oyó la salpicadura de la gota en el reloj de agua.

—¡Uno! —exclamó Hisvet, y entonces se dirigió a Tresita en un tono ominoso—: Has empezado a doblar las piernas de nuevo —y apartando la mano de los senos de su compañera, dio un firme empujón a cada rodilla de la doncella.

En su retiro, el Ratonero dirigió una mirada a las ondas que se extendían en la pileta del reloj. Un escalofrío de auténtico temor le sorprendió al pensar que parecía estar demasiado bien colocado para que su contemplación de la escena fuese casual. Lo habría dispuesto así Hisvet? ¿Sabía de alguna manera que él, o por lo menos algún espíritu, la estaba contemplando invisiblemente? ¿Sería todo aquello un montaje para cogerle desprevenido?

Se dijo que no, que su pensamiento empezaba a volverse demasiado intrincado. Aquélla no era más que una de esas espléndidas visiones que, era de esperar, aligeraban los últimos momentos de los hombres sepultados no tan afortunados como él o con menos recursos. Sus ojos delectaron en la contemplación de Cuartita que se estaba colocando ante la temblorosa gaipa de Tresita, midiendo las distancias con los ojos y el látigo blanco, sus senos de pezones rosados bamboleándose un poco mientras ella se movía excitada. Estaba totalmente ruborizada, y el Ratonero tenía la seguridad de que no era a causa del azoramiento.

Se oyó una nueva salpicadura de la gota en la pileta.

—¡Dos! —exclamó Hisvet, la cual puso la mano en la nuca de Tresita, tiró hacia abajo hasta que el rostro pálido de la doncella estuvo a la anchura de una mano por encima del suyo y dijo con rapidez—: Vamos a besarnos otra vez. Eso te ayudará a soportar el dolor y quiero notar que lo experimentas, saborear tu reacción. Mantén las rodillas rectas. —Bajó del todo el rostro de la doncella y la besó furiosamente. Su mano libre jugueteó con los senos juveniles de Tresita.

Al sonido de la tercera salpicadura se añadió el ruido seco del látigo al golpear y un grito ahogado. Tresita corcoveó. «Y todas para mí, las encantadoras criaturas», pensó el Ratonero. Los ojos azules de Cuartita brillaban como los de una furia en éxtasis y respiraba con dificultad. Retiró el látigo blanco para iniciar otro golpe, pero recordó a tiempo que debía esperar.

Hisvet se separó de Tresita para dejarla respirar.

—Encantador —le dijo—. Tu grito ha bajado por mi garganta. Tenía el sabor de una especia divina. Excelente, Cuartita —dijo a la otra doncella—. Sigue apoyada en los dedos de los pies, chiquilla.

—Ayúdame, Hesset —gritó Tresita, invocando a la diosa lunar de Lankhmar—. Dile que se detenga, señorita, haré lo que quieras.

—Calla, niña —replicó Hisvet— Que Hesset te dé valor. —Y volvió a tirar de su cabeza hacia abajo, ahogando los gritos de la doncella contra sus labios, que aguardaban. Con la otra mano le empujó las rodillas hacia atrás.

Los tres sonidos fueron muy parecidos. La sacudida de Tresita fue más bien un brinco. Al Ratonero le sorprendió su excitación, sintió un poco de vergüenza, recordó a tiempo que debía proseguir con su respiración somera, etcétera.

Cuando Hisvet soltó la
cabeza
de Tresita para que respirase, la doncella suplicó:

—Haz que se detenga o me matará. —Entonces no pudo contener su indignación—. Señorita, sabías que no había robado la joya. Me has inducido a acusarla.

La mano de Hisvet, que le estaba tocando los senos, agarró la piel y la carne entre ambos como si los nudillos de los dedos pulgar e índice fuesen unas pinzas, y apretó, retorció, restregó y tiró hacia abajo, todo ello a la vez. Tresita chulo.

—Silencio, perra estúpida —dijo su ama entre dientes—. Has disfrutado haciéndola sufrir y ahora lo estás pagando. ¡Pequeña estúpida! ¿No te das cuenta de que una doncella que dice falsedades de su compañera traicionará con la misma facilidad a su ama? Espero una auténtica lealtad por parte de mis doncellas. Dale fuerte, Cuartita. —Y atrajo el rostro de la doncella hacia el suyo en el mismo momento en que se oía la salpicadura de la gota y el tercer restallido del látigo.

Esta vez, cuando Hisvet le soltó la
cabeza,
la muchacha no dijo nada y las lágrimas brotaron de sus ojos y cayeron sobre Hisvet. Ésta sacudió la
cabeza para
eliminarlas e introdujo de nuevo la mano libre en su ancho bolsillo.

Y esta vez al Ratonero le sorprendió su impulso de cerrar los ojos. Pero una fascinación repugnante y los urgentes mensajes de su miembro en erección eran demasiado intensos.

—Sólo otra cosa espero de mi doncella: amor, cuando tengo ese capricho. Ésa es la principal
razón
por la que siempre debe mantenerse limpia y atractiva. —Enjugó el rostro de Tresita con un gran pañuelo y luego se lo aplicó a la
nariz—.
Suénate —le ordenó—. Y luego reprime el llanto. No quiero que me riegues con tus lágrimas.

Tresita obedeció, pero entonces la injusticia de todo aquello la abrumó.

—No es justo —gimió lastimeramente—. No es justo en absoluto.

Sus palabras y el tono en que las pronunció ejercieron un extraño e inesperado efecto sobre el Ratonero sepultado. Le hicieron recordar el nombre de su octava amante, que hasta entonces le había eludido. Retrocedió veintidós o veintitrés años y se vio recostado en paños menores en el ancho canapé del comedor privado en la taberna La Anguila Dorada de Lankhmar, y Freg, la doncella de Ivlis, iba de un lado a otro ante él, una esbelta joven deliciosamente desnuda. Entonces se detuvo a su lado y se volvió hacia él, con lágrimas en los ojos, y pronunció en tono lastimero aquellas mismas palabras.

Él conocía las circunstancias, desde luego, se las sabía de memoria. Apenas habían transcurrido dos semanas desde el final bastante satisfactorio de aquel asunto, el del cráneo incrustado de joyas de Omphal y otros vengativos huesos marrones procedentes de la olvidada cripta funeraria en la gran casa del Gremio de Ladrones. Las gemas conseguidas habían sido adecuadas, sobre todo cuando se juntaban con la persona de Ivlis, una pelirroja espléndida, delgada, astuta, con cara de zorro. Él la había poseído la segunda noche después de aquella aventura, aunque no había sido nada fácil, y quedó más o menos entendido entre Fafhrd y él que Freg era el botín del norteño. Pero entonces el patán grandullón demoró su jugada, perdió el tiempo en vez de asegurarse su conquista, no pareció estar agradecido lo más mínimo al Ratonero por haber cargado con la seducción más difícil, dejando a su camarada la presa más sensual y tierna, a la que podía poseer sin más esfuerzo que tumbarla en la cama (nueve de cada diez veces el hombretón era incomprensiblemente más lento que él en tales asuntos), de modo que dos o tres noches después y sin ninguna perspectiva futura, y sintiéndose impaciente, irresponsable y en guerra con todo Nehwon —y también con Fafhrd, por el momento— aprovechó la oportunidad que se le presentaba, cedió a la tentación y se acostó con la estúpida muchacha, cosa que tampoco había sido tan fácil. Y entonces, en su tercera o cuarta cita, la chica se mostró violenta y le acusó de haberla emborrachado y forzado la primera vez y afirmó que estaba locamente enamorada de Fafhrd y que éste la correspondía, estaba segura de ello, pero que los avances habían sido lentos a fin de saborear plenamente su romance antes de declararse y disfrutarlo, y el Ratonero se había entrometido con su repugnante lujuria y sus taimados procedimientos y la había dejado embarazada, estaba segura de ello, y así lo había estropeado todo. Aunque él seguía muy encaprichado de Freg, tales acusaciones le irritaron y dijo a la pequeña necia que siempre ponía a prueba la virtud de las mujeres que se proponían conquistar a Fafhrd, para comprobar si eran dignas de él y le serían fieles, pero ninguna de ellas había pasado la prueba hasta entonces, aunque ella había sido la peor de todas. Entonces ella se echó a llorar y dijo exactamente las mismas palabras que Tresita acababa de pronunciar. Al día siguiente Freg se marchó de Lankhmar, nadie sabía adonde, Fafhrd sufrió un acceso de melancolía, Ivlis se volvió desagradable y él no dijo una sola palabra ni entonces ni nunca acerca del papel que había jugado en todo aquello.

Ahora se dijo que ahí estaba la prueba de cómo un recuerdo perdido, repentinamente evocado, como un fantasma salido de la tumba, podía ser tan real que llegara a borrar por completo un presente de enorme interés y repugnantemente fascinante, casi creando otro presente, por así decirlo, durante varios latidos de corazón, hasta que hubiera completado su curso de ojos para adentro.

En el gabinete de Hisvet estaban en un intervalo entre latigazos: La túnica violeta de la aristócrata estaba lo bastante abierta para revelar sus propios senos pequeños, de pezones violeta claro, y apretaba contra ellos la despeinada cabeza de la doncella morena, la cual, obedeciendo sus instrucciones, se los lamía con diligencia. Interrumpió sus instrucciones para canturrear: «¡Forzar a la renuente a aceptar el gozo es tan gratificante! ¡Hacer que la recalcitrante descubra el placer en el dolor lo es todavía más!». La doncella rubia daba rápidos saltitos sin moverse de su sitio para contener su creciente excitación y trazaba pequeños círculos con el látigo blanco, siguiendo el ritmo de sus movimientos. Para incitarla más, Hisvet le dijo alegremente: «Recuerda, Cuartita, que esta perra te ha registrado metiéndote los dedos, y creo que no lo ha hecho suavemente», y una nueva gota cayó en la pileta, restalló el látigo y Tresita participó también en la danza.

Cuando Hisvet le soltó la cabeza, la doncella morena se apresuró a decir:

—Si le pides que cese de azotarme sólo durante un rato, señorita, te lameré el culo con todo mi cariño, te lo prometo.

—Todo a su debido tiempo, chiquilla —respondió Hisvet y, movida por un exceso de estímulo, agarró con los nudillos de los dedos pulgar e índice el centro de su montículo femenino y lo pinzó tal como había hecho con la carne entre los senos de la doncella, donde ahora aparecía un cardenal. La doncella morena emitió un grito ahogado.

Pero entonces, en el mismo momento en que Cuartita interrumpía su danza para golpear y la erección del Ratonero era casi insoportable, Hisvet gritó agudamente:

—¡Basta de azotes, Cuartita! ¡No vuelvas a golpearla!

La doncella obedeció haciendo un esfuerzo espasmódico. Hisvet sacó la
cabeza
y los hombros de debajo del cuerpo arqueado de Tresita y contempló inquisitivamente la pared junto al reloj de agua, exactamente el lugar donde había colgado el látigo, con las fosas nasales ensanchadas y la lengua moteada de azul y rosa visible en la boca abierta. Absorta e inquieta, anunció:

—Percibo la presencia cercana de la Muerte o alguno de sus parientes próximos, algún demonio asesino o mortífera diablesa. Debe de haber husmeado tu éxtasis de tormento, Tresita, y ha venido a acosarte.

El Ratonero tuvo la sensación de que las tres le miraban directamente, pero entonces notó que sus miradas iban en direcciones ligeramente distintas. La de Hisvet era intensa pero fría; la cíe Cuartita asombrada y aterrada mientras retrocedía, dejando caer el látigo de un blanco impoluto, y la de Tresita evidenciaba que aún no comprendía su buena suerte: seguía agachada con la túnica negra estirada hacia el trasero, cruzado por las rojas marcas de los latigazos, y las rodillas todavía rectas.

—Corre, Cuartita, y avisa a mi padre de esta
amenaza
—siguió diciendo Hisvet—. Pídele que se apresure a venir y traiga su vara y sus signos cabalísticos. No, no pierdas tiempo vistiéndote o buscando una toalla, como si fueses una virgen tonta. Ve tal como estás. ¡Y date prisa! ¡Aquí corremos peligro, estúpida! —Entonces, dirigiendo su furiosa atención a Tresita, le dijo—: ¡Deja de estar ahí dócilmente agachada con las piernas invitadoramente abiertas, boba, dispuesta a que te monten los sabuesos babeantes de la muerte. ¡Levántate y defiende mi trasero, tarada mental!

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