La Hermandad de las Espadas (41 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Al primer restallido, la muchacha detuvo su movimiento hacia adelante con un cuchillo a una distancia equivalente a la anchura de una mano del vientre de Igwarl, y abrió más los ojos.

Al segundo restallido se dio cuenta de la enormidad que había intentado y palideció.

Al tercer estallido, puso los ojos en blanco y luego los cerró mientras el horror que se había apoderado de ella nublaba su conciencia. El cuchillo se deslizó de sus dedos y cayó al suelo. La muchacha osciló hacia adelante. La vara de Quarmal pasó veloz junto al hombro del asombrado muchacho y su casquillo de latón alcanzó a la joven a la anchura de una mano por debajo de un punto intermedio entre los pezones de sus pequeños senos. Ella dio un respingo con los ojos cerrados y palideció un poco más.

—Coge a Issa antes de que se caiga —ordenó Quarmal a su hijo.

El muchacho reaccionó con bastante celeridad a pesar de su sorpresa, sujetando el delgado cuerpo de su hermana con un brazo por debajo de los hombros y el otro sobre los muslos.

—Tiéndela aquí —le dijo Quarmal, indicando la estrecha mesa.

Igwarl obedeció. El Ratonero pensó que la capacidad de actuar en una crisis con cierta precisión y un mínimo de alharacas parecía ser una característica familiar.

quarmal: No esperabas una demostración instructiva. (Quarmal hizo esta observación de una manera desapasionada, casi indiferente.) Resguardado en nuestro mundo cavernario, no estabas en guardia contra un posible ataque. Una hermana, no importa lo bien adiestrada que esté, no es digna de plena confianza si existen quienes pueden socavar tu adiestramiento. A fin de darte una lección he hecho entrar a Issa en trance para que te atacara sin saberlo conscientemente, y entonces le di contraorden antes del final.

igwarl: Tus tres siniestros chasquidos de dedos. (El viejo Quarmal asintió.) ¿Y si la contraorden no hubiese surtido efecto?

quarmal: Ya has visto la celeridad y seguridad con que he usado esta vara, tanto para detener la caída de Issa como para impedirte que acortaras la lección y acabaras con una de las más prometedoras servidoras de Quarmall.

igwarl: Pero ¿y si la vara también hubiera fallado?

quarmal: Hombre, de donde tú viniste siempre pueden venir más, jovencito. ¿Crees acaso que un padre que por el bien de Quarmall dejaría que tus dotados hermanos mayores se mataran entre sí, te salvaría a ti en parecidas circunstancias? Además, el propósito de mi demostración era enseñarte que no debes confiar excesivamente en mí.

igwarl: Has demostrado lo que querías, tortuoso padre.

quarmal (alzando el pie izquierdo de Issa para revelar unos enconados círculos rojos en el talón y los dedos): ¿Y a qué obedece este daño y desfiguración de la preciosa propiedad de Quarmall?

igwarl (malhumorado): Era necesario un correctivo. Ésas no son zonas que se vean normalmente, no contribuyen a la belleza.

quarmal: ¿Una cojera es una marca de belleza? Podías haber considerado el empeine, por no mencionar las axilas.

igwarl: Me inclino ante tu sabiduría superior, señor. Concédeme la habilidad de hacer encantamientos.

quarmal: Todo a su debido tiempo, hijo mío. Debo tranquilizar a Issa.

El viejo pellizcó el seno izquierdo de la muchacha, la cual despertó con un sobresalto. Pero antes de hablarle, desvió los ojos rojos y su mirada se hizo distante. Posó la mano derecha sobre el hombro de Igwarl y lo apretó con fuerza. El muchacho hizo una mueca de dolor.

—Hay una fuerza hostil en las rocas que nos rodean —siseó el viejo—. Llegó mientras estaba absorto instruyéndote.

Sus dos hijos le miraron y se estremecieron ante lo que veían en sus ojos de rubí.

El Ratonero, en su granuloso retiro, tuvo conciencia de la intrusión. Aumentó la presión sobre su cuerpo de la tierra que le rodeaba, alcanzó un máximo que le impedía respirar y se distendió hasta que él casi se sintió libre para partir a la velocidad de la luz y alcanzar el extremo de Nehwon en un instante, y se intensificó de nuevo. Esto se repitió una y otra vez, una vasta pulsación sobrenatural, como si un gigante paseara por encima de su encierro.

En la sala de mapas, preparación de hechizos y biblioteca, el viejo Quarmal de ojos rojos expresó lo que había adivinado:

—Es mi enemigo de hace doce años, el paladín de Gwaay, ese ladrón de imperios y destructor de dominios, el Ratonero Gris. De alguna manera se ha enterado de mi maquinación contra su amigo y, tal vez con la ayuda de sus magos Sheelba y Ningauble, ha venido a espiarme. ¡Suelta los gusanos berbiquíes y los topos venenosos contra él! ¡Las arañas que abren túneles en la roca y las babosas ácidas que devoran a través de la piedra!

Estas atroces amenazas, que el Ratonero oyó claramente y creyó a medias, fueron más de lo que podía soportar. Cuando llegó la siguiente oleada de tremenda presión junto con la vertiginosa pulsación de libertad, se desvaneció.

26

Puesto que Pshawri se regía por el lema de hacer lo necesario con el mínimo esfuerzo, no trazó plan alguno, esperando encontrar inspiración y aliados a medida que se desarrollara la situación. Así pues, cuando llegó al borde del cráter de Fuego Oscuro y sintió la plena fuerza del viento septentrional, pues había escalado la vertiente oriental iluminada por la luna, no previo nada.

Lo primero que vio fue una piedra negra del tamaño y la forma de un estrecho cráneo humano. Se agachó, estiró un brazo y la movió. No era una roca volcánica esponjosa o diáfana, sino mucho más pesada, piedra plomo como mínimo, lo cual explicaba que estuviera suelta y, no obstante, permaneciera en su sitio a pesar del vendaval.

Pshawri cobró ánimo, examinó su entorno en la noche cubierta de nubes y percibió de nuevo una amenaza hacia el sudoeste, algo indeterminado con patas altas e invisibles o que avanzaba a empujones evitando la luz lunar.

Dio tres pasos y se asomó a la boca del cráter.

El minúsculo lago rojo rosado de lava fundida que estaba en el fondo parecía muy lejano y sorprendentemente quieto, pero Pshawri notaba en las mejillas y el mentón helados por el viento el cosquilleo de su calor radiante.

Llevó las manos a la bolsa que sujetaba entre las piernas para sacar el extraño talismán del dios forastero que era el enemigo de su padre y capitán y arrojarlo al cráter antes de que la noche hostil pudiera agrupar sus poderes.

Pero un instante después, como si le hubiera leído el pensamiento, el pequeño Apaciguador del Torbellino cobró vida y se movió bruscamente adelante y atrás, a uno y otro lado, tratando de escaparse, de saltar fuera de la bolsa que lo encerraba, golpeándole los muslos y los genitales e infligiéndole un dolor lacerante.

Las acciones de Pshawri se conformaron sin pausa a semejante actividad sobrenatural. Sus ásperas manos se cerraron sobre el escurridizo Apaciguador en su bolsa. Se volvió rápidamente, abalanzándose contra la piedra de plomo en forma de cráneo y apretó fuertemente contra ella el talismán de oro con la ceniza empotrada (¡y ciertamente embrujado!) que seguía en su bolsa. El objeto se agitó con violencia, y Pshawri se alegró de que no tuviera dientes. Sintió que las potencias más terribles de la noche se cernían sobre él.

No alzó la vista. Manteniendo el vibrante Apaciguador confinado contra la piedra de plomo con la mano y la rodilla izquierdas, usó la mano derecha para empuñar la daga y cortó las correas con las que la bolsa le colgaba del cinto. Entonces, sujetando la daga con los dientes por el mango recubierto de corcho, usó el rollo de fina cuerda de escalada que le colgaba a un costado para atar con firmeza la piedra en forma de cráneo y la bolsa de prieta lana junto con su frenético contenido, haciendo los nudos más diestros y resistentes.

Mientras se concentraba en esa tarea con un ciego automatismo, resistiendo el impulso de mirar por encima del hombro, su mente daba vueltas. Recordó lo que su compañero Mikkidu le había contado, las órdenes que dio el capitán Ratonero para que asegurasen con ataduras dobles la carga del
Halcón Marino,
de modo que la galera mantuvo su integridad y flotabilidad cuando la hundió la zambullida del leviatán a su lado, y lo que les había dicho sobre la necesidad de que un hombre atase bien todas sus posesiones para asegurarlas, y cómo se suponía que él había tratado del mismo modo a una bella diablesa que quiso embelesarse y así salvó el barco.

Entonces recordó una serena hora crepuscular cuando la jornada de trabajo en tierra había finalizado y el capitán Ratonero, con una taza de vino en la mano y un raro talante de familiaridad filosófica, confesó: «Desconfío de todo pensamiento serio, análisis razonado y cosas por el estilo. Cuando me enfrento a dificultades, acostumbro a zambullirme una sola vez, pero profundamente, en el estanque del problema, con una confianza invencible en mi capacidad para arrancar la respuesta del fondo».

Eso fue antes de que la carta de Freg hubiera transformado a su capitán y mentor en su héroe y progenitor, haciéndole buscar formas especiales de ponerse a prueba. Y en esa búsqueda había puesto en libertad, pobre idiota, al peor enemigo de su padre. ¿Dónde estaba éste ahora? ¿Y podría recobrarse?

Había terminado su tarea, corrida la última lazada tensa, atado el último nudo, la bolsa firmemente sujeta a la piedra. Una vez más, sin un solo instante de vacilación, cogió el pesado bulto con ambas manos, se volvió, dio un par de pasos bajo el gélido viento y hacia el pozo, alzó su carga y rápidamente (con la sensación de que si tardaba un momento más algo muy grande por encima de su cabeza se la arrebataría) la arrojó hacia el blanco rojo rosado.

Concluyó ese movimiento acuclillándose junto al borde, al que se aferró de inmediato, lanzando las piernas hacia atrás para quedar tendido y con el rostro asomado al cráter, mirando abajo. Hizo bien en tenderse así, pues se abatió sobre él otra ráfaga de viento helado procedente de arriba que le habría arrojado al vacío detrás de su proyectil... y rozado de través por un ala enorme que habría hecho lo mismo si él hubiera estado levantado unas pulgadas más.

Mantuvo la mirada en el paquete que caía cráter abajo. Desde él, dos ojos diminutos, de un blanco incandescente, le miraban furibundos. Uno de ellos hizo un guiño. Pshawri vio que penetraba en el estanque de lava fundida, levantando una breve salpicadura roja, tras lo cual el pequeño lago empezó a hervir, agitarse y resplandecer, y su nivel subió hacia arriba, como si se hubiera roto una presa. La velocidad de esta ascensión de lava empezó a aumentar mientras él observaba. La ascensión, lenta al principio, se hizo vertiginosa. ¿Qué causaba aquel portento? ¿Había salvado al Ratonero Gris o le había condenado?... si existía una conexión entre el hombre y el talismán.

Una ráfaga de aire caliente que precedía a la lava en ascenso casi le quemó los ojos entornados. Sin pausa, el pensamiento vacilante cedió el paso a la acción rápida como una flecha. Tenía que huir de allí o no viviría para pensar. Se puso en pie, se dio la vuelta e inició el descenso a saltos de la vertiente iluminada por la luna del negro cono que tan fatigosamente había escalado. Era un descenso tan peligroso que estaba más allá de la locura, pero totalmente necesario si quería vivir para contarlo.

Sus ojos estaban totalmente ocupados en el avistamiento de los sucesivos puntos de aterrizaje de sus saltos. La luz de la luna había adquirido una tonalidad rosa. Oyó un siseo gigantesco, le llegó el olor de azufre. Se oyó un poderoso rugido, como si un león cósmico hubiera tosido, y una ráfaga de aire caliente le golpeó bruscamente la espalda, convirtiendo tres de sus saltos en uno solo y acelerando su huida. Rojos proyectiles pasaron junto a él y se deshicieron al chocar con las rocas, como estrellas airadas. La pronunciada pendiente se suavizó y Pshawri cambió los saltos por la carrera. La tos leonina retumbó de nuevo como una tormenta que se aleja. La luz rosada de la luna palideció y se oscureció.

Finalmente, Pshawri se arriesgó a mirar hacia atrás, esperando ver escenas de destrucción, pero no había más que una gran pared de oscuridad como el hollín que olía a humo ácido y ondulaba hacia arriba para salpicar a Skama de negro.

El joven se encogió de hombros. Para bien o para mal, había realizado su tarea y se encaminaba hacia el sur, por delante de un segundo cambio climático monstruoso.

27

Dedos supo que estaba soñando porque había un arco iris en la cueva. Pero no resultaba extraño porque los seis colores parecían trazados al pastel en vez de ser los de la luz reflejada en las gotas de agua y había una pizarra junto a la que su madre y un hombre muy viejo, ambos con largas túnicas negras y capuchas que les ocultaban la parte superior del rostro, le enseñaban a satisfacer a los marineros de Ilthmar.

Para enseñarle su madre usaba su varita de bruja y el viejo una larga cuchara de plata con la que hacía las más hábiles demostraciones.

Pero entonces, tal vez para ilustrar alguna virtud —¿la persistencia?— empezó a golpear con la cuchara sobre la mesa a la que los tres estaban sentados. Golpeó suavemente, con un lento ritmo funerario que fascinó a la muchacha hasta que aquel lúgubre sonido fue todo lo que quedaba en el mundo.

Al despertarse oyó un goteo de agua, con el mismo ritmo lento que la cuchara de su sueño, sobre la delgada lámina de cuerno que cubría una ventana de techo inclinado, a poca distancia de su cabeza.

Se dio cuenta de que hacía calor. Apartó la manta y, mientras escuchaba el goteo, pensó: «El hechizo de la congelación se ha roto. Es el deshielo».

Desde la almohada contigua, Brisa, que también había retirado sus ropas de cama, murmuró con brusquedad y exactamente en el mismo ritmo que las gotas de agua:
«Faf—hrd, Faf—hrd, Tío Fafhrd»,

Esto indicó a Dedos que las gotas eran un mensaje del simpático capitán pelirrojo, que anunciaban su regreso. Y se dijo que ella tenía una relación más íntima con él que la de Brisa o incluso la de Afreyt y debía moverse, salir y asegurar su retorno a salvo.

Una vez tomada esta decisión, bajó con cautela de la cama —le pareció importante pasar desapercibida— y se puso su túnica corta y las blandas botas de piel.

Tras unos instantes de reflexión, tendió la sábana sobre la desaliñada Brisa, que estaba espatarrada boca arriba, y salió con sigilo de la habitación.

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