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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

La Hermandad de las Espadas (4 page)

9

Todo fue entonces tumulto y turbulenta confusión, el estrépito atronó en los oídos del aventurero, el agua compacta cedió Y la embarcación con su tripulante se precipitó hacia abajo, a una velocidad vertiginosa, hacia la superficie del agua sin ningún freno ni obstáculo por debajo, hasta que el esquife quedó notando de súbito en un gran túnel de aire cuyo suelo, paredes Y techo estaban formados por agua, a tanta profundidad por de bajo de la superficie como la altura a la que el muro de agua le había alzado por encima de ella, y extendiéndose hacia la superficie de la misma manera que el muro se había extendido desde lo alto hasta ella. La luna deforme proporcionaba una luminosidad plateada a aquel túnel increíble, al tiempo que una fosforescencia general en sus tensas paredes acuáticas le daba un resplandor verdoso y amarillento. Dentro de aquellas paredes los rostros de los peces monstruosos le hacían muecas y tocaban el casco del esquife. La otra nave y la mujer metamorfoseada habían desaparecido.

El carácter misterioso de la escena (junto con la horrible transformación de la mujer que había frecuentado la taberna del Naufragio) habían disipado el encantamiento y devuelto su mente a la realidad. Se arrodilló en el centro del esquife y miró a su alrededor. El estrépito en sus oídos iba en aumento, y un intenso viento empezó a soplar túnel arriba desde las profundidades, hinchando la pequeña vela del esquife e impulsándolo hacia la loca luna. Cuando aquel viento infernal adquirió las proporciones de un huracán, Fafhrd se aplastó contra el suelo de la barca y aferró la base del mástil con el codo del brazo doblado (pues el gancho había desaparecido y la mano derecha estaba ocupada en otra cosa). El agua plateada y verdosa fulguraba a los lados, la proa abría un abanico de espuma. Entonces empezaron a sonar truenos desde las profundidades, añadiendo aquel estrépito al tumultuoso rugido, y uno de los frenéticos pensamientos que cruzaron por la mente de Fafhrd fue que tal sonido podría deberse a que el túnel se había cerrado tras él, aumentando más la potencia del viento que le impulsaba por aquella gran garganta plateada.

La superficie del agua se abrió. El esquife saltó como un pez volador, se deslizó rozando las negras aguas agitadas, se enderezó y por fin quedó flotando... mientras desde detrás llegaba un último y estruendoso trueno.

Fue como si el mismo mar les hubiera escupido y luego hubiese cerrado sus labios.

10

En un espacio de tiempo más corto del que Fafhrd habría creído posible sin magia, antes incluso de que hubiera recuperado el aliento, el mar se calmó y el esquife navegó solitario por

la oscura superficie. La luna brillaba hacia el sur, y sus rayos destellaban en la fractura que había dejado el gancho al ser arrancado de un mordisco. Fafhrd se dio cuenta de que su mano derecha todavía aferraba el cuello de la bolsa que había arrebatado al fantasma de Cif (o a la mujer del Naufragio o quien fuese), mientras que seguía sujetando entre sus dedos pulgar e índice una flecha de oro doblada.

Hacia el norte brillaba una aurora fantasmal que se desvanecía, moribunda. Y en la misma dirección titilaban las luces de Puerto Salado, más cercanas de lo que él habría creído. Empuñó el único remo, lo colocó en horizontal con la popa y empezó a remar hacia casa contra la firme brisa, observando cauteloso las aguas negras y silenciosas alrededor del esquife.

11

Fafhrd volvía a practicar el tiro al arco en el brezal salpicado de grandes piedras erectas, acompañado por Brisa. Pero aquel día un brioso viento del norte cantaba entre los brezos y doblaba las aulagas, heraldo más que probable del primer vendaval del invierno... y seguía sin haber señales del
Halcón Marino
y el Ratonero.

Aquella mañana el aventurero había dormido hasta muy tarde, al igual que muchos otros isleños. Era más de medianoche cuando, tras remar fatigosamente, llegó a los muelles, pero el puerto entero estaba despierto a causa del robo de los tesoros municipales y de su propia desaparición, y en seguida se le acercaron Cif, Groniger y Afreyt, así como Rill y la madre Grum entre otros muchos. Resultó que tras la súbita desaparición de Fafhrd (nadie le había visto zarpar, cosa realmente curiosa) se había propagado el rumor (aunque ardientemente desmentido por las damas) de que él había huido con los iconos de oro. Grande fue el regocijo cuando les reveló que los había recuperado todos, sin que hubiera que lamentar más que la considerable deformación de la Flecha de la Verdad, y había conseguido uno adicional... uno que, como Fafhrd se apresuró a señalar, muy bien pudiera ser el Cubo del Juego Limpio, sus ejes sistemáticamente deformados hasta parecer una esfera. Groniger se inclinó a dudarlo y se mostró muy preocupado por ambas deformaciones, pero Fafhrd lo tomó con filosofía.

—Una Flecha de la Verdad doblada y un Cubo del Juego Limpió redondeado me parecen muy adecuados para este mundo, más en línea con las prácticas humanas aceptadas —comentó.

El relato de sus aventuras sobre, por encima y debajo del mar, de la magia que el fantasma de Cif había producido y de su última y horrible transformación produjeron reacciones de maravilla y asombro... y algunos ceños, fruncidos y semblantes pensativos. Afreyt le hizo algunas preguntas difíciles de responder sobre sus motivos para seguir a la mujer del Naufragio, mientras que Rill se limitó a sonreír, segura de cuáles eran.

En cuanto a la identidad del fantasma de Cif, sólo la madre Grum tenía sólidas convicciones.

—Debe de ser alguien de la hundida Simorgya —sugirió—. Ha venido para recuperar las chucherías conseguidas con sus actos de piratería.

Groniger puso objeciones a la última aseveración y afirmó que los iconos siempre habían sido propiedad de la Isla de la Escarcha, ante lo cual la vieja bruja se encogió de hombros.

Ahora, mientras recogían flechas, Brisa le peguntó a Fafhrd:

—¿Y esa mujer pez te arrancó el gancho de un mordisco, así sin más?

—Sí, en efecto —afirmó él—. Le he pedido a Mannimark que me forje uno nuevo... de bronce. ¿Sabes? Ese gancho me ha salvado dos veces... le tengo en mucho aprecio... Una vez me libró de la esencia azul del rayo que recorría las extremidades del monstruo marino, y en otra ocasión evitó que me arrancaran de un bocado otro trozo de mi brazo.

—¿Qué te hizo sospechar de la mujer pez, hasta tal punto que la seguiste? —quiso saber Brisa.

—Vamos, recoge esas flechas, Brisa —replicó él—. Se me ha ocurrido una nueva manera de disparar alrededor de las esquinas.

Esta vez lo hizo apuntando al viento, de manera que éste transportara la flecha en una curva lateral detrás de la gris piedra erecta que ocultaba la bolsa roja. Brisa dijo que aquello era un engaño casi tan grande como el de dejar caer una flecha desde arriba, pero luego descubrieron que él había dado en el blanco.

La criatura marina
1

La luna recién salida del mundo de Nehwon brillaba con un fulgor amarillo sobre el oleaje del Mar Exterior, moteando de oro sus bajas crestas blancas y dorando suavemente la tensa vela triangular de la esbelta
galera
que navegaba rauda hacia el norte. Por delante los últimos rojos del sol poniente se desvanecían mientras la negra noche engullía la costa escarpada que se extendía detrás, envolviendo sus severos contornos.

En la popa del
Halcón Marino,
además del viejo Ourph, que manejaba el timón, estaba el Ratonero Gris con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa de satisfacción en el rostro, su cuerpo robusto y de baja estatura oscilando con el lento balanceo de la nave, moviéndose desde el somero seno de la cresta baja y al seno de nuevo, con el viento constante del sudoeste en la manga de
carga,
su mejor punto de navegación. De vez en cuando el hombrecillo dirigía una mirada furtiva a las luces mortecinas de No—Ombrulsk, pero sobre todo miraba adelante, donde se encontraba, a cinco días y cinco noches de navegación, la Isla cié la Escarcha, la dulce Cif, el pobre Fafhrd ahora manco con la mayor parte de sus hombres y Afreyt, la dama de Fafhrd, a la que el Ratonero encontraba bastante austera.

Ah, por Mog y Loki, se dijo, ¿qué satisfacción iguala a la del capitán que por fin se dirige a casa con su nave bien lastrada con el producto de un negocio monstruosamente inteligente? ¡Ninguna! Estaba seguro de ello. Las conquistas eróticas de la juventud y los combates de la virilidad en su apogeo —sí, incluso las obras maestras y los pergaminos de eruditos y artistas— eran simples baratijas en comparación, todos ellos fiebres de la inexperiencia.

Tan entusiasmado estaba que no podía resistirse a pensar una y otra vez en cada uno de los trofeos de su pillaje comercial, y a decirse que cada uno estaba almacenado del mejor modo posible y firmemente asegurado, por si estallaba una tormenta o acontecía otro contratiempo.

Primero, atados a los costados, en el camarote del capitán bajo sus pies, estaban los barriles de vino muy fortificado y las pequeñas barricas de aguardiente amargo, la bebida favorita de Fafhrd. Mientras se desprendía del cinto un pequeño frasco de cuero, se lo llevaba a los labios y tomaba un comedido trago del elixir que daban las uvas de Ool Hruspan, se recordó que aquellos barriles no podían almacenarse en otro lugar ni ser confiados a la celosa vigilancia de otro (excepto, tal vez, el viejo y amarillo Ourph allí presente). Se había desgañitado gritante órdenes para la carga y partida del
Halcón Marino,
y sus membranas irritadas querían curarse antes de que el aire invernal las sometiera a pruebas más duras.

Y entre el vino de su camarote también estaba almacenado en otros tantos barriles igualmente robustos y cerrados herméticamente, sus junturas selladas con brea, la harina de trigo... una sustancia plebeya para los irreflexivos, pero de gran importancia en una isla donde no podía crecer ningún cereal, salvo un poco de cebada en verano.

Por delante del camarote del capitán —y ahora, en el apogeo de su entusiasmo, el Ratonero interrumpió el repaso mental de las mercancías para efectuar un recorrido de inspección; primero habló con Ourph y luego avanzó hacia la proa como un gato, a lo largo del barco iluminado por la luna— por delante del camarote del capitán, como decíamos, estaba su tesoro más preciado, las planchas, vigas y círculos de diámetro similar al del mástil, de buena madera como la que Fafhrd había soñado conseguir en Ool Plerns, al sur, donde crecían los árboles, cuando su muñón estuviera curado y pudiera usar un gancho, ¡la misma madera obtenida mediante las más astutas maniobras de regateo en No—Ombrulsk, donde no había más árboles que en la Isla de la Escarcha (la cual obtenía la mayor parte de su madera gris de naufragios y donde no crecía nada mucho mayor que los arbustos) y donde ellos (los brulskos) preferían vender a sus mujeres que la madera! Sí, esferas, cuadrados y tablas del precioso material, todo él sujeto a lo largo de los bancos de los remeros desde la popa al castillo de proa, bajo la botavara de la gran vela única, cada capa atada por separado, envuelta en lona y embreada para protegerla del rocío salino y la humedad, con una larga lámina de cobre batido, fina como vitela, entre las capas para mayor protección y firmeza. Las capas se extendían de uno a otro lado del
Halcón Marino
de popa a proa, alternando la madera atada y el fino cobre, hasta la capa superior que era una plataforma fuertemente atada, cubierta con una lona de costuras embreadas, al nivel de las amuradas: un verdadero milagro de estiba. (Desde luego, esto dificultaría la tarea de remar si llegara a ser necesaria, pero los remos pocas veces hacían falta en travesías como el resto de aquélla prometía ser, y siempre existían ciertos riesgos que debía correr incluso el más prudente capitán de barco.)

Sí, era una espléndida riqueza maderera lo que el
Halcón Marino
transportaba a la Isla de la Escarcha, tan necesitada de ese material. El Ratonero se felicitó mientras avanzaba lentamente a lo largo de la vela rumorosa iluminada por la luna. Su calzado de suela blanda y silenciosa evitaba las costuras embreadas de la tensa cubierta de lona, y llegaba a su olfato un extraño aroma caprino y almizcleño, pero jamás habría conseguido la madera de no haber conocido la gran debilidad del Señor Logben de No—Ombrulsk por raros marfiles con los que completar su Trono Blanco. Era cierto que los brulskos preferían separarse de sus concubinas que de su madera, pero la debilidad del Señor Logben por los marfiles extraños era más poderosa que cualquier otro deseo, y por ello, cuando con un tenue tamborileo el lanchón comercial kleshita entró en el negro puerto de Ombrulsk y el Ratonero, entre los primeros en subir a bordo, vio el enorme colmillo entré los tesoros que traían los kleshitas para el trueque, lo adquirió en seguida a cambio de un pedazo de almizcleño ámbar gris del tamaño de dos puños, una sustancia corriente en la Isla de la Escarcha pero más preciosa que los rubíes en Klesh, por lo que no pudieron resistirse.

Luego los kleshitas mostraron en vano sus marfiles de inferior calidad al mayordomo del Señor Logben, ansiosos de adir la blanca piel peluda de serpiente de nieve, larga como un mástil que era su mayor deseo, conseguida por los cazadores el Señor Logben en las gélidas montañas conocidas como los lesos de los Viejos, y en vano el Señor Logben ofreció al Ratonero su peso en electro a cambio del colmillo. Sólo cuando los kleshitas añadieron sus súplicas a las exigencias del Ratonero de que los brulskos le vendieran madera, ofreciendo por la única piel de serpiente de nieve no sólo sus marfiles de menor calidad sino también la mitad de sus especias, y el Ratonero amenazó con hundir el colmillo en la insondable bahía antes que venderlo por otra cosa que no fuese madera, el señor de los brulskos les obligó a ceder la cuarta parte de la carga de una nave en madera curada y recta, tan a regañadientes como el Ratonero simuló separarse del colmillo, tras lo cual todo el trueque (incluso de madera) procedió de una manera más cómoda.

¡Ah, la operación había sido efectuada con suma astucia, era una jugada maestra! El Ratonero estaba solemnemente convencido de ello.

Mientras estos placenteros recuerdos se sucedían dentro del ancho y bien amueblado cráneo del Ratonero, sus pies silenciosos le habían llevado al grueso pie del mástil, donde terminaba la falsa cubierta formada por la carga de madera. Tres varas más allá comenzaba la cubierta del castillo de proa, debajo del cual el resto de la carga estaba estibada y asegurada: lingotes de bronce y pequeños cofres con tintes y especias, un cofre más grande que contenía telas de seda y lino para Cif y Afreyt (dejado allí para demostrar a la tripulación que confiaba plenamente en su honradez con la sola excepción del vino, que turba la mente y conduce a la traición de los deberes) pero, sobre todo, la carga delantera consistía en grano tostado, judías blancas y violetas y frutas secadas al sol, todo ello en sacas de lana para evitar la humedad marina: alimento para la isla hambrienta. El Ratonero se dijo que aquél era el verdadero tesoro del hombre reflexivo, al lado del cual el oro y >as joyas centelleantes eran meras baratijas, o los senos turgentes del amor juvenil o las palabras de los poetas o las estrellas puntiagudas que los astrólogos atesoraban y embriagaban a los hombres de distancia y espacio.

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