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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

La Hermandad de las Espadas (9 page)

Entonces, cuando el Ratonero completaba su giro, se vio enfrentado al veloz Mordroog de crestas plateadas, y para mantenerle a raya cogió la siguiente rica tela de seda del cofre, que resultó ser violeta, el regalo que pensaba hacerle a regañadientes a Afreyt, la hizo girar del mismo modo y pronto se convirtió en una gran nube o pared de color morado claro que no tardó en quedar reducida a jirones y tiras de color lavanda, a través de las cuales la cara plateada de Mordroog, con sus mandíbulas siempre en acción, se revelaba como una luna monstruosa.

Esta maniobra hizo que el Ratonero, a su vez, se volviera hacia Ississi, la cual se le acercaba de nuevo a través de los jirones cobrizos, ataque neutralizado por las grandes ondulaciones de una tela escarlata, que el Ratonero se había propuesto regalar a la competente prostituta convertida en pescador llamada Hilsa, pero ahora fue eficazmente reducida a retales y harapos como lo es cualquier puesta de sol rojiza por la noche conquistadora.

Y así prosiguió el curioso combate, cada encantador o por lo menos bien pensado regalo de tela sacrificado por turno..., un satén amarillo estridente para Rill, la compañera de Hilsa, una rica tela marrón bordada de oro para Fafhrd, encantadoras telas verde mar y rosa salmón (también para Cif), una azul celeste (otro regalo para Afreyt... a fin de apaciguar a Fafhrd), una de ¡ color morado regio para Pshawri (en honor a su cargo de primer lugarteniente), e incluso una para Groniger (del negro más sobrio)... pero cada tela derrotó sucesivamente un terrible ataque de plateados diablo o diablesa marinos, hasta que el camarote quedó lleno de la clase más cara de confetti y el Ratonero había llegado al fondo del cofre.

Pero entonces, por fortuna, los demoníacos ataques empezaron a perder velocidad y furor, se fueron debilitando, hasta convertirse en ásperas sacudidas casi sin propósito (incluso bruscos aleteos como los de un pez agonizante), mientras (afortunada, casi milagrosamente) la terrible presión sofocante, en vez de aumentar o incluso mantenerse fija, había empezado a reducirse, a disminuir, y ahora seguía haciéndolo cada vez con más rapidez.

Lo que había sucedido era que cuando el
Halcón Marino
se deslizó en la hondonada dejada por el leviatán, el plomo de la quilla (que le permitía navegar) tendió a hundirlo todavía más, ayudado por la masa de su enorme carga, sobre todo los lingotes de bronce y las láminas de cobre. Pero, por otro lado, la mayor parte de la carga estaba formada por artículos que eran más ligeros que el agua, los largos rimeros de madera seca y bien curada, los barriles de harina herméticamente cerrados y los sacos de lana de grano, todos los cuales tenían además considerables cantidades de aire atrapado en ellos (la madera en virtud de la lona embreada que la cubría, el grano debido a la lana virgen engrasada de los sacos), de modo que actuaron como otros tantos flotadores. Mientras esas mercancías estaban encima del agua, tendían a presionar la nave y hundirla más, pero una vez bajo el agua, su efecto era el de tirar del
Halcón Marino
hacia arriba, hacia la superficie.

Ahora bien, bajo las condiciones ordinarias de estiba, incluso una estiba segura y adecuada, todas aquellas mercancías podrían haberse desprendido de sus ataduras y ascender individualmente a la superficie: la carga de madera emergería como una gran balsa en desintegración, los sacos subirían como otros tantos globos, mientras el
Halcón Marino
seguiría bajando a su tumba acuática llevando consigo a los marinos atrapados bajo las cubiertas y a todos los desesperados cuyo terror sería demasiado intenso para que soltaran sus asideros.

Pero la imaginativa planificación y remilgada supervisión de la estiba de la carga en Ombrulsk, de modo—que ni Fafhrd ni Cif ni (¡Mog no lo quisiera!) Skor tuvieran nunca motivos para criticarle, junto con su determinación, ahora que se había dedicado al tráfico mercantil, de ser el más inteligente y previsor de todos los mercaderes, y todo ello en conjunción con la ligera y sádica furia con que dirigió las tareas de estiba de sus hombres, aseguró que las cuñas y las ataduras de la carga fuesen algo excepcional. Y luego, cuando aquel mismo día y, al parecer, movido por un capricho demencial, insistió en que duplicaran todas aquellas ataduras ya de por sí más que adecuadas y dirigió a los hombres en ese trabajo con una furia todavía mayor, garantizó plenamente sin saberlo la supervivencia del
Halcón Marino.

Desde luego, las ataduras fueron sometidas a considerable tensión, crujieron y retumbaron bajo el agua (estaban alzando toda una galera), pero ni una sola de ellas se rompió, ni un solo saco hinchado de aire escapó antes de que el
Halcón Marino
alcanzara la superficie.

14

Y así el Ratonero fue capaz de cruzar a nado la escotilla y ver de nuevo un impoluto cielo azul, llenarse los pulmones con su elemento apropiado y felicitar débilmente a Mikkidu y un min—gol que chapoteaban y jadeaban junto a él en su fuga más afortunada. Ciertamente, el
Halcón Marino
estaba lleno de agua, pero flotaba enhiesto, su alto mástil y su vela mojada seguían intactas, el mar estaba en calma y seguía sin viento y (como pronto se puso de manifiesto) toda la tripulación había sobrevivido, de modo que el Ratonero supo que no había ningún obstáculo insuperable para librar a la nave del agua embarcada, achicándola de diversas maneras (podían instalar los remos si era necesario), Y proseguir la travesía. Y mientras achicaban el agua, algunos peces, incluso un par de grandes ejemplares, se dejaban caer al lado del barco tras una o dos vagas dentelladas (¡lo mejor era tener cautela con todos los peces!) y luego se sumergían en su elemento propio y volvían al reino que les correspondía... claro, todo ello estaba implícito en la naturaleza nehwoniana de las cosas.

15

Quince días después, transcurrida una semana de la feliz arriba del
Halcón Marino
a Puerto Salado, Fafhrd y Afreyt alquilaron la taberna del Naufragio y dieron una fiesta al capitán Ratonero y su tripulación, a cuyos gastos Cif y el Ratonero tuvieron que contribuir con los beneficios de la travesía comercial del último. Invitaron a numerosos amigos isleños. El acontecimiento coincidió con la primera tormenta de nieve del año, pues los vientos invernales se habían retrasado y providencialmente llegaron tarde. Pero no importaba, pues la taberna marinera era acogedora y la comida y bebida eran a pedir de boca..., tal vez con una sola excepción.

—La sopa tenía un leve sabor de lana engrasada —observó Hilsa—. Nada especialmente desagradable, pero se notaba.

—Eso se deberá a la grasa de los sacos —la ilustró Mikkidu—, que evitó los efectos del agua salada, y por eso nos elevaron tan poderosamente cuando nos hundimos. El capitán Ratonero piensa en todo.

—De todos modos —le recordó Skor en voz baja—, resultó que, en efecto, tenía una chica escondida en el camarote... ¡y también ese condenado cofre de telas! No puedes negar que, cuando quiere, es un grandísimo embustero.

—Ah, pero la chica se reveló como un demonio marino, y él necesitó las telas para defenderse de ella, en eso estriba toda la diferencia —replicó Mikkidu lealmente.

—Yo no la he visto más que como un demonio marino fantasmal y plateado —intervino Ourph—, La primera noche tras la partida de No—Ombrulsk la vi salir del camarote, cruzar la cubierta y, situada en la borda de popa, invocar y comunicarse con los monstruos marinos.

—¿Por qué no informaste de eso al Ratonero? —le preguntó Fafhrd, gesticulando hacia el venerable mingo) con su nuevo gancho de bronce.

—Uno nunca habla de un fantasma en su presencia —explicó el último—, o mientras exista una posibilidad de que reaparezca.

Eso no hace más que darle fuerza. Como siempre, el silencio es plata.

—Sí, y el habla es oro —sostuvo Fafhrd.

Desde el otro lado de la mesa, Rill preguntó audazmente al Ratonero:

—Pero ¿cómo trataste con la diablesa marina mientras tenía la forma de muchacha? Creo que la mantuviste firmemente atada, o por lo menos lo intentaste.

—Sí —dijo Cif, sentada al lado del Ratonero—. Incluso planeabas adiestrarla para que me sirviera como doncella, ¿no es cierto? —Sonrió curiosamente—. Lamentablemente, he perdido eso junto con aquellos preciosos materiales.

—Intenté una serie de cosas que en realidad estaban más allá de mi poder —admitió virilmente el Ratonero mientras los bordes de sus orejas enrojecían—. La verdad es que tuve suerte de escapar con vida. —Se volvió hacia Cif—. No lo habría logrado si tú no me hubieras librado del oro contaminado en el momento justo.

—No importa, fui yo quien te puso entre el oro contaminado en primer lugar —replicó ella, posando una mano en la suya sobre la mesa—, pero ahora es de esperar que haya sido purificado.

Cif había dirigido en persona la ceremonia de exorcismo de los iconos, con la ayuda de la madre Grum, para librarlos a todos de la maléfica influencia simorgyana debida a la manipulación de los objetos de oro por parte de la diablesa. La vieja bruja tenía algunas dudas sobre la eficacia completa de la ceremonia.

Más tarde Skor describió el leviatán que se arqueó por encima del
Halcón Marino.
Afreyt asintió apreciativamente y dijo:

—Cierta vez me encontraba en un esquife cuando una ballena emergió muy cerca a un costado de la embarcación. Fue algo inolvidable.

—También es inolvidable cuando se ve desde el otro lado de la borda —observó reflexivamente el Ratonero, y entonces dio un respingo—, ¡Por Mog, menudo cabezazo habría sido ése!

La maldición de los pequeños y las estrellas
1

Un fresco atardecer de primavera en la Isla de la Escarcha, Fafhrd y el Ratonero Gris estaban plácidamente repantigados en un pequeño reservado de la taberna El Naufragio de Puerto Salado. Aunque sólo llevaban un año en la isla eran clientes de la taberna desde hacía ocho meses, todo el mundo consideraba el reservado como el de ellos cuando no estaban presentes. Ambos hombres estaban un tanto fatigados, el primero por la supervisión de las reparaciones en el fondo del
Halcón Marino
aprovechando la marea baja de la luna nueva, tras lo cual, ya muy tarde, hizo unas prácticas de tiro al arco. El cansancio del último se debía a que había estado vigilando la construcción de su nuevo almacén y cuartel, aparte de llevar a cabo un inventario. Pero las segundas jarras de cerveza negra ya casi habían disipado los restos de fatiga y sus pensamientos empezaban a flotar libres.

A su alrededor oían las animadas conversaciones de otros trabajadores que se recuperaban. En el mostrador tres de sus lugartenientes refunfuñaban: Skor, tan alto como Fafhrd, y los ladrones un tanto reformados Pshawri y Mikkidu. Detrás del mostrador, el tabernero encendió dos gruesas velas, pues con el sol poniente estaba disminuyendo la luz.

El Ratonero se estaba cortando la uña de un pulgar con su afiladísima daga Garra de Gato.

—Recuerdo —dijo con el ceño fruncido— que hace apenas diecisiete lunas estábamos sentados igual que ahora en la taberna de la Anguila de Plata, en Lankhmar, seguros de que la Isla de la Escarcha era una leyenda. Y sin embargo, aquí estamos.

—Lankhmar —musitó Fafhrd, trazando un círculo húmedo con el gancho de hierro firmemente fijado que se había convertido en su mano izquierda tras servirle como sujeción del arco durante las prácticas de tiro—. Estoy seguro de que en alguna parte he oído hablar de esta ciudad. Resulta extraño con qué frecuencia nuestros pensamientos coinciden, como si fuesen las mitades separadas de algún ser del pasado, pero sería difícil determinar si fue un héroe o un demonio, un vagabundo o un filósofo.

—Yo diría que demonio —respondió el Ratonero al instante—, un demonio guerrero. Otras veces hemos hecho conjeturas sobre él, ¿recuerdas? Y decidimos que siempre gruñía en combate. Quizás un hombre oso.

Tras reírse un poco de esta ocurrencia, Fafhrd siguió diciendo:

—Pero entonces (aquella noche, doce lunas habían pasado y cinco en Lankhmar) habíamos tomado doce jarras de cerveza amarga cada uno en vez de dos, sí, supongo que llevábamos todo ese líquido en el cuerpo, perfumado con aguardiente, puedes estar seguro..., o sea que no estábamos en las mejores condiciones para juzgar entre lo fantasmagórico y lo verdadero. Sí, ¿y no entraron dos heroínas de esta isla de fábula un momento después en la Anguila, tan reales como un par de botas?

Casi como si el norteño no hubiera respondido, el hombrecillo con traje y medias grises continuó en la misma vena reminiscente con que había empezado a hablar:

—Y tú, lleno de licor hasta las orejas..., ¡no lo negarás!, delirabas lastimeramente sobre lo mucho que ansiabas un trabajo, tierras, un gabinete, otras responsabilidades, ¡e incluso una esposa!

—Sí, ¿y no la conseguí? —replicó Fafhrd—. ¡Y tú también, patán que estabas no menos borracho y eres tan ingrato con el destino! —También sus ojos adoptaron una expresión reflexiva, y añadió—: Aunque quizá camarada o compinche serían las mejores palabras..., o incluso ésas más asociado.

—Mucho mejor las tres —convino en seguida el Ratonero—. En cuanto a esos otros bienes que tanto ansiaba tu corazón borracho..., ¡en eso no estamos en desacuerdo! ¡Tenemos lo suficiente Para rellenar a un cerdo! Excepto, claro, que yo sepa, los hijos. A menos, claro está, que contemos a nuestros hombres como

bebés crecidos y sin destetar, cosa que a veces me inclino a hacer.

Fafhrd, que había asomado la cabeza fuera del reservado para mirar hacia el umbral en sombras durante las últimas quejas del Ratonero, ahora se levantó y dijo:

—Hablando de ellas, ¿nos reunimos con nuestras damas? El reservado de Cif y Afreyt parece ser mayor que el nuestro.

—Por supuesto. ¿Qué más? —replicó el Ratonero, levantándose ágilmente. Entonces bajó la voz y añadió—: Dime, ¿acaban de entrar las dos? ¿O hemos pasado ciegamente por su lado al entrar, sin ver nada y sólo preocupados por apagar la sed?

Fafhrd se encogió de hombros y mostró la palma de la mano.

—¿Quién sabe? ¿A quién le importa?

—A ellas podría importarles —respondió el otro.

2

A muchas leguas al este y el sur de Lankhmar, y en la noche sin luna más oscura, el archimago Ningauble consultaba con la hechicera Sheelba en la orilla del Gran Pantano Salado. Los siete ojos luminosos del primero trazaban muchos diseños verdosos dentro de su capucha mientras inclinaba su cuerpo tembloroso peligrosamente hacia abajo desde el castillete sobre el ancho lomo del arrodillado elefante que le había transportado desde su cueva en el desierto, al otro lado del Reino Hundido, a través de toda clase de influencias adversas, hasta el lugar de la cita. Al mismo tiempo, el rostro sin ojos de la última se orientaba hacia arriba; estaba de pie en el umbral de su pequeña choza, que había viajado desde el insalubre centro del pantano hasta la lúgubre orilla con sus tres largas y tambaleantes (pero ahora rígidas) patas de pollo. Los dos magos ponían todo su empeño en superar con sus gritos el innombrable estruendo cósmico (inaudible para los oídos humanos) que hasta entonces habían obstaculizado y frustrado todos sus intentos anteriores de comunicarse a través de grandes distancias. ¡Y ahora, por fin, sus esfuerzos tenían éxito!

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