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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

La Hermandad de las Espadas (5 page)

En las tres varas entre la cubierta falsa y la verdadera, los torsos en la sombra de la última y los pies en un gran retazo de luz lunar, en el que su propio cuerpo arrojaba una sombra supervisora, la tripulación del Ratonero dormía profundamente acunada por el movimiento del mar: cuatro marineros con su lugarteniente Mikkidu y el alto lugarteniente de Fafhrd, Skor, a quien habían tomado prestado para aquella travesía. ¡Sí, su sueño era en verdad profundo!, se dijo el Ratonero con placer (distinguía claramente los ronquidos, como gorjeos de pájaro, del siempre aprensivo Mikkidu y los de Skor, semejantes a rugidos de león), pues los había mantenido a todos ellos a raya en No—Ombrulsk y luego, sin tregua ni misericordia, les había obligado a cargar y asegurar la madera, por lo que después de zarpar y haber cenado el sueño les venció. Justo es decir que él mismo se había disciplinado cruelmente y no se había permitido la menor libertad en los puertos ni el más ligero recreo, incluso los deseables por razones higiénicas, pues conocía bien los apetitos de los marinos y las dudosas y debilitantes atracciones de los oscuros callejones de Ombrulsk... En vano las prostitutas habían desfilado a diario ante el
Halcón Marino
para distraer a su tripulación. Recordó en particular a una de ellas, casi una niña, una chiquilla delgada e insolente vestida con una andrajosa túnica de color gris plateado desvaído, el mismo tono que su cabello precozmente plateado, la cual se separó un poco de las demás prostitutas y pareció pavonearse y mirar al
Halcón Marino
con expresión melancólica pero un tanto burlona, con unos ojos enormes del verde más oscuro y profundo.

Sí, por el ardiente Loki y Mog el de los ocho miembros, en el desempeño de sus deberes de capitán, él se había disciplinado con más rigor que ningún otro, había empleado hasta la última onza de fuerza, sabiduría, astucia (¡y voz!) sin pedir recompensa alguna excepto el conocimiento de las responsabilidades virilmente asumidas... eso y regalos para sus amigos. De improviso el Ratonero se sintió próximo a reventar en virtud y de alguna manera lo lamentó un poco, sobre todo lo de «sin recompensa alguna», que ahora le parecía manifiestamente injusto.

Sin abandonar un solo momento la vigilancia de los hombres extenuados y con el oído atento para captar cualquier cese o la más ligera variación de sus ronquidos, se llevó el frasco de cuero a los labios y dejó que un generoso, lento y saludable trago suavizara su garganta irritada.

Cuando devolvió el frasco aligerado de peso a su lugar en el cinto y asegurarlo con un gancho, su mirada se fijó en uno de los objetos de la carga delantera que parecía fuera del lugar que le correspondía... o bien su vigilancia concentrada o bien algún leve sonido no identificado le había hecho fijarse en él. (Al mismo tiempo le llegó otra vaharada del olor marino almizcleño, caprino, extrañamente atractivo. ¿Ámbar gris?) Era el cofre de sedas, gruesas cintas, telas de lino y otros tejidos costosos en su mayoría destinados a Cif. El cofre estaba un poco apartado del costado de la nave, casi por entero bajo la luz de la luna, como si sus ataduras se hubiesen aflojado, y ahora, al observarlo con más atención, el Ratonero vio que no tenía ninguna atadura y que la tapa estaba algo abierta, la anchura de un dedo, y se mantenía así debido a un retorcido trozo de tela naranja claro que sobresalía cerca de un gozne.

¿Qué monstruosa indisciplina significaba aquello?

Saltó sin hacer ruido y se acercó al cofre, arrugando la nariz. ¿Acaso estaba escondido en el interior ámbar gris no vendido? Entonces, manteniendo cuidadosamente su sombra apartada, cogió la tapa y la levantó cuidadosamente sobre sus goznes.

La tela de seda colocada encima de los demás tejidos era gruesa y de un color cobrizo lustroso para que armonizara con los destellos del pelo oscuro de Cif.

Sobre tan rica ropa de cama, como un gatito que se hubiera metido allí sigilosamente para dormitar sobre sábanas recién lavadas, reposaba, con brazos y piernas algo contraídos pero en general boca arriba y con una mano de largos dedos doblada a través del revuelto y plateado cabello como para ocultar más sus ojos cerrados... reposaba la misma chiquilla del puerto a la que un momento antes había recordado. Era la misma imagen de la inocencia, pero el olor (ahora lo supo) era un olor de sexo. Su delgado pecho subía y bajaba suave y lentamente mientras respiraba en su sueño, sus pequeños senos y los pezones bastante gruesos tensaban el liviano tejido de su blusa harapienta. En sus labios delgados se dibujaba una leve sonrisa. El cabello tenía una tonalidad parecida a la de la rubia plateada Brisa, la muchacha treceañera de la Isla de la Escarcha, que había sido una de las doncellas de Odín. Y la muchacha dormida no era, en apariencia, mucho mayor.

Mientras la contemplaba en silencio, el Ratonero se dijo que aquello era peor que monstruoso. Que uno, dos o más de sus hombres conspirasen a fin de introducir aquella chica de contrabando en la nave para su ardiente placer, tentándola con plata o sobornando a su proxeneta o propietario (o tal vez raptándola, aunque eso improbable, puesto que no estaba maniatada) ya era bastante lamentable, pero que se atrevieran a hacer tal cosa no sólo sin el conocimiento de su capitán sino también haciendo completo caso omiso de que
él
no disfrutaba de semejante solaz erótico, sino que trabajaba con ahínco por ellos y el
Halcón Marino,
pendiente sólo de su salud y bienestar y del éxito de la travesía... ¡Vamos, aquél no sólo era un acto de la más temeraria indisciplina sino también una muestra de la ingratitud más indecente!

En aquel momento de amarga desilusión por sus congéneres, la única satisfacción del Ratonero era su conocimiento de que la tripulación dormía profundamente a causa de la fatiga a que les había sometido. El coro de sus ronquidos inalterados era música para sus oídos, pues le decía que, por mucho que se las hubieran ingeniado para esconder a la muchacha en el barco, ninguno había gozado todavía de ella (por lo menos desde que finalizó la tarea de cargar y ponerse en marcha). No, la fatiga los había dejado postrados sin sentido y ni siquiera la llegada de un huracán los despertaría. Y ese pensamiento, a su vez. le indicó la manera más apropiada y justa de castigarles.

Con una ancha sonrisa, tendió la mano izquierda hacia la muchacha dormida y, en el lugar donde formaba un pequeño pico en la desgastada blusa de color plata desvaído, delicada aunque con cierta firmeza le pellizcó el pezón derecho. Cuando despertó estremecida, aspirando aire, los ojos abiertos y los labios formando una exclamación, él le acercó el rostro, con el ceño severamente fruncido, y llevándose un dedo a los labios ahora apretados en una expresión desaprobadora, le ordenó que guardara silencio.

La muchacha se retrajo, mirándole extrañada y temerosa, y calló obedientemente. Él también se retiró un poco, observando los reflejos gemelos de la luna deforme en los ojos anchos y oscuros de la joven y la extraña manera en que la lustrosa seda cobriza sobre la que se acurrucaba contrastaba con su cabello enmarañado, fino y tenuemente plateado como el cíe un fantasma.

A su alrededor el coro de ronquidos de la tripulación dormida seguía sin variación.

Al lado de los esbeltos pies descalzos de la muchacha había un negro rollo de gruesa cinta de seda, y el Ratonero lo cogió, desenvainó su daga Garra de Gato y cortó tres trozos de cinta, sin dejar de mirar pensativamente, mientras lo hacía, a la acurrucada muchacha. Entonces le hizo una seña y cruzó las muñecas para indicarle lo que quería de ella.

La muchacha exhaló un suspiro silencioso y se encogió un poco de hombros mientras cruzaba las delgadas muñecas delante de ella. El Ratonero meneó la
cabeza y
le señaló la espalda.

Ella adivinó de nuevo su orden y cruzó las muñecas a la espalda, volviéndose un poco de lado para hacerlo.

El Ratonero le ató con fuerza las muñecas y luego también le ató los codos, observando que se juntaban sin excesiva tensión sobre los delgados hombros. Utilizó el tercer trozo de cinta para

atarle firmemente las piernas por encima de las rodillas. ¡Ah, la disciplina!, pensó. ¡Es buena para todos y cada uno, pero especialmente para los jóvenes!

Al final quedó tendida boca arriba sobre los brazos atados, mirándole. Él observó que en su mirada parecía haber más curiosidad y especulación que temor y que los reflejos gemelos de la luna gibosa no oscilaban con parpadeos o lágrimas.

El Ratonero reflexionó en que todo aquello era muy agradable: su tripulación dormida, la nave bien cargada y rumbo a casa, la esbelta muchacha prestándose dócil a que la atara, y él impartiendo justicia tan silenciosa y secretamente como lo hace un dios. El sabor concentrado del poder era tan satisfactorio para él que no le causó la menor extrañeza el hecho de que la piel suave como la seda de la muchacha tuviera un tenue brillo plateado que no podría explicarse fácilmente ni siquiera por la luz de la luna.

Sin ninguna advertencia o cambio en su expresión pensativa, tiró del trozo de tela que sobresalía y cerró la tapa del cofre sobre la muchacha.

«Que la confiada ramerilla se preocupe un poco —pensó—, como si me propusiera asfixiarla o tal vez arrojar el cofre por encima de la borda con ella dentro.» Tales incidentes eran bastante corrientes, por lo menos en la mitología y la historia.

Olas diminutas golpeaban suavemente el costado del
Halcón Marino,
la vela iluminada por la luna tarareaba con la misma suavidad y la tripulación seguía roncando.

El Ratonero despertó a los dos mingoles más musculosos por el procedimiento de retorcer a cada uno el dedo gordo de un pie y, en silencio, les indicó que cogieran el cofre sin molestar a sus camaradas y lo llevaran a su camarote. No quería arriesgarse a despertar a la tripulación con el sonido de su voz. Además, así protegía su garganta irritada.

Si los mingoles estaban al corriente del secreto de la muchacha, sus expresiones inalterables no lo revelaron, aunque el Ratonero los escrutó. Tampoco el viejo Ourph mostró la menor sorpresa. Cuando se aproximaron a él, la mirada del anciano mingol se deslizó sobre ellos y siguió posada serenamente adelante, mientras sus manos nudosas descansaban sobre la caña del timón, como si el traslado del cofre no tuviera la menor importancia.

El Ratonero dio instrucciones a los jóvenes mingoles para que colocaran el cofre entre las cajas atadas que estrechaban el camarote y bajo la lámpara de latón que colgaba del techo bajo suspendida de una corta cadena. Llevándose un dedo a los labios apretados, les conminó a mantener un estricto silencio sobre el traslado nocturno del cofre. Luego los despidió con un ligero movimiento de la mano. Buscó entre los objetos que atestaban la estancia, encontró una copa de latón, vertió en ella el contenido de una de las pequeñas barricas de aguardiente amargo de Fafhrd, se bebió la mitad y abrió el cofre.

La muchacha escondida le miró con una compostura que él consideró digna de crédito. Tenía valor, desde luego. Pero reparó en que aspiraba hondo tres veces, como si en el cofre le hubiera faltado un poco el aire. El brillo plateado de su piel y cabello le agradó. Le hizo una seña para que se irguiera y, cuando ella lo hizo, le aplicó la copa a los labios, ladeándola mientras ella bebía la mitad restante. Desenvainó la daga, la insertó cuidadosamente entre las rodillas de la joven y, moviéndola hacia arriba, cortó la cinta que se las inmovilizaba. Se volvió, fue al fondo del camarote y se acomodó en un taburete bajo situado ante el ancho camastro de Fafhrd. Entonces, encorvando el dedo índice, le hizo una señal para que se acercara.

Cuando estuvo cerca de él, con el mentón alto y los delgados hombros hacia atrás, a causa de las cintas que le ataban los brazos, él la miró de una manera significativa y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Ississi —respondió ella en un susurro balbuciente que era como los espectros de las olas minúsculas que besaban el casco de la nave. Y le sonrió.

2

Ourph pidió a uno de los jóvenes mingoles que se hiciera cargo del timón y a otro que le calentara unas gachas. Se puso al abrigo del viento y bajo la falsa cubierta de la carga de madera, mirando hacia el camarote y meneando la
cabeza,
intrigado. El resto de la tripulación roncaba a la sombra del castillo de proa. Entretanto, en la Isla de la Escarcha, Cif se despertó en su dormitorio amarillo de techo bajo con la sensación de que Ratonero Gris corría peligro. Mientras intentaba recordar su pesadilla, la luz de la luna que se deslizaba a lo largo de la pared le recordó al fantasma marino que había asesinado a Zwaaken y atraído a Fafhrd, alejándole de Afreyt durante algún tiempo, y se pregunto cómo reaccionaría el Ratonero ante un desafío tan peligroso.

3

A la mañana siguiente, temprano, el Ratonero se puso una corta túnica gris, la abrochó y dio unos fuertes golpes en el techo del camarote. Hablando en un susurro un tanto áspero, le dijo al impasible mingol de tal guisa llamado que deseaba la presencia inmediata del capataz Mikkidu. Había extendido una tela sobre el cofre situado entre los barriles que estrechaban más el no muy ancho camarote, y ahora estaba sentado detrás de él en el taburete, como si fuese el escritorio del capitán. A sus espaldas, en el camastro colocado de través que ocupaba el extremo del camarote, Ississi reposaba y o bien dormía o bien estaba despierta con los ojos cerrados, toda ella oculta por las mantas con excepción del cabello plateado y sin más ataduras que la gruesa cinta negra que le ataba firmemente un tobillo al pie del camastro por debajo de la manta.

(«No soy un necio tan insigne como para creer que una sola noche de amor procura lealtad», se dijo.)

Se cuidó la garganta con una copita de aguardiente amargo, hizo gárgaras y tragó lentamente el licor.

(«Y, no obstante, creo que, cuando haya acabado de disciplinarla, sería una buena doncella para Cif. O quizá se la pase al pobre Fafhrd, mutilado y confinado en la isla.»)

Tamborileó impaciente sobre el cofre cubierto por la tela, preguntándose por qué se retrasaba tanto Mikkidu. ¿Quizá se sentía culpable? ¡Era muy probable!

Salvo por el pálido resplandor del alba que se filtraba a través de la escotilla cubierta por una cortina y los dos estrechos ventanucos laterales con láminas de mica, que los barriles atados oscurecían todavía más, la oscilante lámpara de aceite seguía proporcionando la única luz en la cámara.

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