La Historia Interminable (25 page)

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Authors: Michael Ende

…y así seguiría durante toda la eternidad, porque era totalmente imposible que algo cambiara en el desarrollo de los acontecimientos. Sólo él, Bastián, podía intervenir. Y tenía que hacerlo si no quería permanecer encerrado también en aquel círculo. Le pareció como si la historia se hubiera repetido ya mil veces; no, como si no hubiera antes ni después, sino que todo sucediera siempre simultáneamente. Entonces comprendió por qué había temblado la mano del Viejo. ¡El círculo del Eterno Retorno era el final sin final!

Bastián no sintió que las lágrimas le corrían por la cara. Casi sin darse cuenta gritó de pronto:

—¡Hija de la Luna! ¡Voy!

En ese mismo momento ocurrieron muchas cosas simultáneamente.

La cáscara del gran huevo fue rota en pedazos por una fuerza tremenda, mientras se oía el oscuro retumbar de un trueno. Comenzó a soplar un viento tempestuoso

que surgió de las páginas del libro que Bastián tenía sobre las rodillas, de forma que esas páginas empezaron a revolotear desordenadamente. Bastián sintió la tormenta en el pelo y el rostro, se quedó casi sin aliento, las llamas de las velas del candelabro de siete brazos danzaron y se pusieron horizontales, y entonces un segundo viento tormentoso, más poderoso aún, agitó el libro y apagó todas las luces.

El reloj de la torre dio las doce.

XIII

Perelín, La Selva Nocturna

uy suave dijo otra vez Bastián en la oscuridad: «¡Hija de la Luna! ¡Voy!». Sentía que de ese nombre brotaba una fuerza indescriptiblemente dulce y consoladora, que lo llenaba por completo. Por eso dijo aún para sí unas cuantas veces:

«¡Hija de la Luna! ¡Hija de la Luna! ¡Voy, Hija de la Luna! Enseguida estoy ahí.»

Pero, ¿dónde estaba?

No podía ver el menor resplandor, pero lo que le rodeaba no era ya la helada oscuridad del desván, sino una oscuridad aterciopelada y caliente en la que se sentía feliz y seguro.

Todos sus miedos y congojas lo habían abandonado. Sólo los recordaba como algo que hubiera ocurrido hacía mucho tiempo. Se sentía de un humor tan alegre y ligero que hasta se reía en voz baja.

—Hija de la Luna, ¿dónde estoy? —preguntó.

No sentía ya el peso de su propio cuerpo. Tanteó con las manos a su alrededor y se dio cuenta de que flotaba. No había ya colchonetas ni suelo firme.

Era una sensación maravillosa y desconocida, un sentimiento de ingravidez y de una libertad sin fronteras. Nada de lo que antes lo había oprimido y coaccionado podía afectarlo ahora.

¿Flotaba al final de alguna parte del Universo? Pero en el Universo había estrellas y Bastián no podía ver nada parecido. Sólo aquella oscuridad aterciopelada en que se sentía mejor de lo que se había sentido en su vida. ¿Estaría muerto?

—Hija de la Luna, ¿dónde estás?

Y entonces oyó una voz delicada como la de un pájaro, que le respondía y quizá le había respondido ya varias veces antes sin que se hubiera dado cuenta. Se oía muy cerca y, sin embargo, no hubiera podido decir de dónde venía:

—Aquí estoy, Bastián.

—Hija de la Luna, ¿eres tú?

Ella se rió de una forma curiosamente cantarina.

—¿Quién iba a ser si no? Acabas de darme ese bonito nombre. Gracias. Bienvenido, salvador y héroe mío.

—¿Dónde estamos, Hija de la Luna?

—Yo estoy contigo y tú estás conmigo.

Era como una conversación en sueños y, sin embargo, Bastián estaba totalmente seguro de que estaba despierto y no soñaba.

—Hija de la Luna —susurró—: ¿es esto el final?

—No —respondió ella—, es el principio.

—¿Dónde está Fantasia, Hija de la Luna? ¿Dónde están todos los demás? ¿Dónde están Atreyu y Fújur? ¿Es que ha desaparecido todo? ¿Y el Viejo de la Montaña Errante y su libro? ¿No existen ya?

—Fantasia nacerá de nuevo de tus deseos, Bastián, que se harán realidad a través de mí.

—¿De mis deseos? —repitió Bastián asombrado.

—Ya sabes —oyó decir a la dulce voz— que me llaman la Señora de los Deseos. ¿Qué deseas para ti?

Bastián reflexionó y preguntó luego cautamente:

—¿Cuántos deseos puedo formular?

—Tantos como quieras… cuantos más mejor, Bastián. Tanto más rico y variado será Fantasia.

Bastián estaba sorprendido y emocionado. Pero, precisamente porque de pronto se veía ante una infinidad de posibilidades, no se le ocurría ningún deseo.

—No sé —dijo finalmente.

Durante un rato reinó el silencio y luego oyó la voz delicada como la de un pájaro:

—Mala cosa.

—¿Por qué?

—Porque entonces no habrá Fantasia.

Bastián calló confundido. Su sensación de una libertad sin límites se veía poco a poco disminuida por el hecho de que todo dependiera de él.

—¿Por qué está todo tan oscuro, Hija de la Luna? —preguntó.

—Los comienzos son siempre oscuros, Bastián.

—Quisiera verte otra vez, Hija de la Luna. ¿Sabes? Como en el instante aquel en que me miraste.

Otra vez oyó la risa suave y cantarina.

—¿Por qué te ríes?

—Porque estoy contenta.

—¿Por qué?

—Acabas de formular tu primer deseo.

—¿Y lo cumplirás?

—Sí. ¡Extiende la mano!

Lo hizo y sintió que ella le ponía algo en la palma. Era diminuto pero, extrañamente, pesaba mucho. Daba frío y era duro y muerto al tacto.

—¿Qué es esto, Hija de la Luna?

—Un grano de arena —respondió ella—. Es todo lo que ha quedado de mi reino sin fronteras. Te lo regalo.

—Gracias —dijo Bastián maravillado. Realmente no sabía qué hacer con el regalo. ¡Si por lo menos hubiera sido algo vivo!

Mientras reflexionaba aún en lo que sin duda esperaba de él la Hija de la Luna, sintió de pronto en la mano un delicado cosquilleo. Miró con más atención.

—¡Mira, Hija de la Luna! —susurró—. ¡Empieza a fosforecer y brillar! Y, mira, brota una llamita. No, ¡es un embrión! Hija de la Luna, ¡no es un grano de arena! ¡Es una semilla luminosa que empieza a crecer!

—¡Muy bien, Bastián! —le oyó decir a ella—. ¿Ves? Te resulta muy fácil.

Del puntito de la palma de Bastián salía ahora un resplandor apenas perceptible, que rápidamente aumentó, iluminando en la oscuridad aterciopelada sus dos rostros de niño, tan distintos, inclinados sobre el prodigio.

Bastián retiró lentamente la mano y el punto luminoso quedó flotando entre los dos como una estrellita.

El embrión creció muy aprisa, y se podía verlo crecer. Echó hojas y tallos, y desarrolló capullos que se abrieron en flores maravillosas y de muchos colores que relucían y fosforescían. Se formaron pequeños frutos que, en cuanto estuvieron maduros, explotaron como cohetes en miniatura, esparciendo a su alrededor una lluvia multicolor de chispas de nuevas semillas.

De las nuevas semillas crecieron otra vez plantas, pero de otras formas; parecían helechos o pequeñas palmeras, cactus, colas de caballo o florecillas ordinarias. Cada una de ellas resplandecía y brillaba con un color distinto.

Pronto, alrededor de Bastián y de la Hija de la Luna, por encima y por debajo de ellos y por todos lados, la oscuridad aterciopelada se llenó de plantas luminosas que germinaban y crecían. Una bola incandescente de colores, un nuevo mundo luminoso flotaba en ninguna parte, crecía y crecía, y en su interior más interno estaban sentados Bastián y la Hija de la Luna, mirando con ojos asombrados el maravilloso espectáculo.

Las plantas parecían producir incansablemente nuevas formas y colores. Cada vez se abrían más capullos de flores, cada vez centelleaban más cuajadas umbelas. Y todo aquel desarrollo se producía en medio de un silencio absoluto.

Al cabo de un rato, muchas plantas habían alcanzado ya la altura de girasoles, y algunas eran incluso tan grandes como árboles frutales. Había plumeros o pinceles de hojas largas de un verde esmeralda, o flores como colas de pavo real, llenas de ojos con los colores del arco iris. Otras plantas parecían pagodas de sombrillas de seda violeta, superpuestas y desplegadas. Algunos troncos gruesos se retorcían como trenzas. Como eran transparentes, parecían de cristal rosa iluminado por dentro. Y había ramilletes de flores como grandes racimos de farolillos azules y amarillos. En muchos sitios colgaban millares y millares de florecitas estrelladas, en cataratas brillantes como la plata, o cortinas de oro viejo hechas de lirios de los valles con largos estambres en forma de borla. Y aquellas plantas nocturnas luminosas crecían cada vez más exuberantes y espesas, entrelazándose poco a poco para formar un magnífico tejido de suave luz.

—¡Tienes que darle un nombre! —susurró la Hija de la Luna.

Bastián asintió.

—Perelín, la Selva Nocturna —dijo.

Miró a la Emperatriz Infantil a los ojos… y le ocurrió otra vez lo que le había ocurrido cuando intercambiaron por primera vez sus miradas. Se quedó como embrujado mirándola, sin poder apartar los ojos de ella. Cuando la vio por primera vez, ella estaba moribunda, pero ahora era mucho, muchísimo más bella. Su túnica rasgada estaba otra vez entera, y en la inmaculada blancura de la seda y en su largo cabello jugueteaba el reflejo de una suave luz multicolor. El deseo de Bastián se había cumplido.

—Hija de la Luna —balbuceó turbado—: ¿estás ya bien otra vez?

Ella sonrió.

—¿Es que no se ve, Bastián?

—Quisiera que siempre fuera así —dijo él.

—Siempre es sólo un momento —respondió ella. Bastián guardó silencio. No comprendía su respuesta, pero no tenía ganas de romperse la cabeza. No quería hacer nada más que sentarse ante ella y mirarla.

En torno a los dos, la creciente espesura de las plantas luminosas había formado un entramado espeso, un tejido ardiente de colores que los encerraba como en una gran tienda redonda de tapices mágicos. Por eso Bastián no se dio cuenta de lo que sucedía fuera. No sabía que Perelín seguía creciendo y creciendo y que cada planta se hacía cada vez mayor. Y seguían lloviendo por todas partes semillas pequeñas como chispitas, de las que brotaban nuevos embriones.

Bastián continuaba sentado, contemplando a la Hija de la Luna.

No hubiera podido decir si había pasado mucho tiempo o poco, cuando la Hija de la Luna le tapó los ojos con la mano.

—¿Por qué me has hecho esperar tanto? —oyó que le preguntaba—. ¿Por qué me has obligado a ir al Viejo de la Montaña Errante? ¿Por qué no viniste cuando te llamé?

Bastián tragó saliva.

—Porque… —pudo decir abochornado—, creí que… por muchas razones, también por miedo… Pero en realidad me daba vergüenza, Hija de la Luna.

Ella retiró la mano y lo miró sorprendida.

—¿Vergüenza? ¿De qué?

—Bueno —titubeó Bastián—, sin duda esperabas a alguien digno de ti.

—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿No eres digno de mí?

—Quiero decir —tartamudeó Bastián, notando que enrojecía—, quiero decir alguien valiente y fuerte y bien parecido… un príncipe o algo así… En cualquier caso, no alguien como yo.

Había bajado la vista y oyó como ella se reía de nuevo de aquella forma suave y cantarina.

—Ya ves —dijo él—: también ahora te ríes de mí.

Hubo un silencio muy largo, y cuando Bastián se decidió por fin a levantar los ojos, vio que ella se había inclinado hacia él, acercándosele mucho. Tenía el rostro serio.

—Quiero enseñarte algo, Bastián —dijo—. ¡Mírame a los ojos!

Bastián lo hizo, aunque el corazón le latía y se sentía un poco mareado.

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