La Historia Interminable (21 page)

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Authors: Michael Ende

—No creo que eso pueda ocurrir —dijo Fújur.

—Lo sé —respondió Atreyu—: eres un dragón de la suerte.

Y siguieron volando largo tiempo en silencio.

Finalmente hablaron de nuevo los dos una tercera vez. Ahora fue Atreyu quien rompió el silencio:

—Quisiera preguntarte otra cosa, Fújur.

—Pregunta.

—¿
Quién
es ella?

—¿Qué quieres decir?

—ÁURYN tiene poder sobre todos los seres de Fantasia, tanto si son criaturas de la luz como de las tinieblas. También sobre ti y sobre mí. Y, sin embargo, la Emperatriz Infantil nunca utiliza su poder. Es como si no estuviera ahí y, sin embargo, está en todas las cosas. ¿Es como nosotros?

—No —dijo Fújur—, no es lo que somos nosotros. No es una criatura de Fantasia. Todos existimos porque existe ella. Pero ella es de otra especie.

—Entonces… —Atreyu titubeó al hacer la pregunta—, ¿es algo así como una criatura humana?

—No —dijo Fújur—, no es lo que son las criaturas humanas.

—Entonces —repitió Atreyu—, ¿
quién es
?

Sólo tras un largo silencio respondió Fújur:

—Nadie lo sabe en Fantasia, nadie puede saberlo. Es el misterio más profundo de nuestro mundo. Una vez oí decir a un sabio que quien lo pudiera comprender del todo apagaría de esa forma su propia existencia. No sé lo que quiso decir con ello. No puedo decirte más.

—Y ahora —dijo Atreyu— su existencia y la de todos nosotros acabarán sin que hayamos comprendido su secreto.

Esta vez Fújur se quedó callado, pero en torno a su boca de león se dibujó una sonrisa, como si quisiera decir: eso no ocurrirá.

A partir de entonces no hablaron más.

Poco tiempo después sobrevolaban el límite exterior del Laberinto, la planicie de arriates de flores, setos y caminos entrecruzados que rodeaba, en un amplio círculo, a la Torre de Marfil. Con espanto comprobaron que también allí estaba actuando la Nada. Era verdad que, de momento, sólo eran pequeños lugares salpicados por el Laberinto, pero esos lugares estaban en todas partes. Los arriates de flores multicolores y los florecidos arbustos que había entre aquellos lugares estaban grises y secos. Los delicados arbolitos levantaban sus ramas desnudas y deformadas hacia el dragón y su jinete, como si quisieran implorar su ayuda. Los prados antes verdes y coloridos eran ahora pálidos, y un ligero olor a putrefacción y podredumbre subía hasta los que llegaban. Los únicos colores que aún había eran los de gigantescas setas hinchadas y los de conjuntos de flores de aspecto venenoso, degeneradas y de colores chillones, que parecían más bien engendros de la locura y la perversidad. La última vida interior de Fantasia se defendía aún, espasmódica y débilmente, contra la aniquilación definitiva que, por todas partes, la asediaba y corroía.

Sin embargo, todavía relucía en el centro de un modo maravilloso, inmaculada e incólume, la Torre de Marfil.

Fújur no aterrizó con Atreyu en la terraza inferior destinada a los mensajeros que llegaban por vía aérea. Se daba cuenta de que ni él ni Atreyu tendrían las fuerzas necesarias para subir desde allí la larga calle principal que llevaba, en espiral, hasta la punta de la Torre. Le pareció además que la situación justificaba plenamente el hacer caso omiso de toda regla y cuestión de etiqueta. Se decidió a hacer un aterrizaje forzoso. Pasó zumbando sobre los miradores, puentes y balaustradas de marfil, encontró en el último segundo el tramo más alto de la calle principal, allí donde ésta terminaba ante el verdadero recinto del palacio, se dejó caer, patinó por la calle cuesta arriba, dio unas cuantas vueltas de campana y se detuvo por fin, con la cola por delante.

Atreyu, que se había aferrado con los brazos al cuello de Fújur, se puso en pie y miró hacia todos lados. Había esperado alguna especie de recibimiento o, por lo menos, a un tropel de guardianes del palacio que le preguntasen quién era y qué quería… pero no se veía a nadie por ninguna parte. Los blancos edificios resplandecientes que había alrededor parecían muertos.

«¡Todos han huido! —fue la idea que atravesó su cabeza—. Han abandonado a la Emperatriz Infantil. O quizá esté ya…»

—Atreyu —susurró Fújur—, tienes que devolverle la Alhaja.

Se quitó del cuello la cadena de oro. El amuleto se deslizó hasta el suelo.

Atreyu saltó de las espaldas de Fújur y rodó por tierra. No se acordaba ya de su herida. Echado, cogió el Pentáculo y se lo puso. Entonces se levantó con esfuerzo, apoyándose en el dragón.

—Fújur —dijo—, ¿a dónde tengo que ir?

Pero el dragón de la suerte no le respondió ya. Estaba echado como muerto.

La calle principal terminaba en una alta y blanca muralla circular, ante una gran puerta, maravillosamente tallada, cuyas hojas estaban abiertas.

Atreyu cojeó hacia ella, se apoyó en el portal y vio que, detrás de la puerta, había una escalinata blanca, ancha y brillante, que parecía llegar hasta el cielo. Comenzó a subir. A veces se detenía para reunir nuevas fuerzas. En los blancos escalones iba dejando un reguero de gotas de sangre.

Por fin llegó arriba y vio ante sí una larga galería. Siguió adelante tambaleándose, agarrándose a las columnas. Entonces llegó a un patio lleno de fuentes y otros juegos de agua, pero apenas podía darse cuenta de lo que veía. Como en un sueño, luchaba por avanzar. Encontró una segunda puerta pequeña. Luego tuvo que trepar por una escalera muy empinada, pero esta vez estrecha, llegó a un jardín donde todo, árboles, flores y animales, estaba tallado en marfil, y atravesó a gatas varios puentes de arco sin barandillas que conducían a una tercera puerta, la más pequeña de todas. Echado sobre el estómago, siguió arrastrándose, luego levantó lentamente la vista y vio un picacho de marfil, pulido como un espejo, y en su cúspide el blanco y deslumbrante Pabellón de la Magnolia. No había ningún camino que llevara hasta él, ninguna escalera.

Atreyu escondió la cabeza entre los brazos.

Nadie que haya llegado o llegue alguna vez hasta allí podría decir cómo recorrió la última parte del camino. Es algo que a uno se le regala.

Atreyu se encontró de pronto ante la puerta que daba paso al pabellón. Entró y se encontró cara a cara con la Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados.

Estaba sentada, apoyada en muchos cojines, sobre un diván blanco y redondo, en el centro de la copa de la flor, y lo miraba a él. Atreyu pudo darse cuenta de lo enferma que estaba por la palidez de su rostro, que parecía casi transparente. Sus ojos almendrados tenían el color del oro viejo. No mostraba ninguna preocupación o inquietud. Sonreía. Su figura delgada y pequeña estaba envuelta en una amplia túnica de seda, que resplandecía con tanta blancura que hasta las hojas de la magnolia parecían oscuras por contraste. Tenía el aspecto de una niña de indescriptible belleza, de unos diez años como máximo, pero su largo cabello que, peinado lisamente, le caía por los hombros y la espalda hasta el diván era blanco como la nieve.

Bastián se sobresaltó.

En aquel momento le había ocurrido algo que nunca le había pasado antes. Hasta entonces había podido imaginarse muy claramente todo lo que se contaba en la Historia Interminable. Con todo, durante la lectura del libro habían sucedido algunas cosas extrañas, eso no se podía negar, pero que podían explicarse de algún modo. Se había imaginado a Atreyu mientras cabalgaba en el dragón de la suerte, y el Laberinto y la Torre de Marfil, tan claramente como pudiera pensarse. Pero, hasta aquel momento, habían sido sólo sus propias imaginaciones.

Sin embargo, cuando llegó al lugar en que se hablaba de la Emperatriz Infantil, durante una fracción de segundo —sólo el tiempo del parpadeo de un relámpago— vio el rostro de ella ante sí. ¡Y no sólo con la imaginación, sino con sus propios ojos! No había sido una ilusión, de eso estaba Bastián totalmente seguro. Había observado incluso detalles que no aparecían siquiera en la descripción, como por ejemplo, sus cejas, que se curvaban sobre los ojos de color de oro como dos delgados arcos pintados con tinta china… o sus lóbulos auriculares extrañamente alargados… o la peculir inclinación de su cabeza sobre el delicado cuello… Bastián estaba seguro de que no había visto en su vida nada más hermoso que aquel rostro. Y en aquel mismo momento supo también cómo se llamaba ella: Hija de la Luna. No había la menor duda de que ése era su nombre.

¡Y la Hija de la Luna lo había mirado a él… a él, Bastián Baltasar Bux!

Lo había mirado con una expresión que no podía explicarse. ¿Se había sentido también sorprendida? ¿Había ruego en aquella mirada? ¿0 nostalgia? ¿0… qué?

Intentó recordar los ojos de la Hija de la Luna, pero no lo consiguió ya.

Sólo estaba seguro de una cosa: aquella mirada, atravesando sus ojos y bajándole por el cuello, le había llegado al corazón. Ahora sentía el rastro ardiente que había dejado en su camino. Y sentía también que esa mirada se encontraba ahora en su corazón y relucía allí como un misterioso tesoro. Y eso hacía daño de una forma que era a la vez extraña y maravillosa.

Aunque Bastián hubiera querido, no hubiera podido defenderse ya contra lo que había pasado. Pero no quería, ¡de ningún modo! Al contrario, por nada del mundo hubiera devuelto aquel tesoro. Sólo quería una cosa: seguir leyendo para estar otra vez con la Hija de la Luna, para verla otra vez.

No sospechaba que, con ello, se metía de forma irrevocable en la más insólita y también la más peligrosa de las aventuras. Pero aunque lo hubiera sospechado… Eso no hubiera sido para él, con toda seguridad, una razón para cerrar el libro, dejarlo a un lado y no volver a cogerlo.

Con dedos temblorosos buscó el sitio en que había interrumpido la lectura y siguió leyendo.

El reloj de la torre dio las diez.

XI

La Emperatriz Infantil

ilómetros y kilómetros había recorrido Atreyu, y ahora estaba allí, mirando a la Emperatriz Infantil sin poder decir una sola palabra. A menudo había intentado imaginarse el momento, había preparado lo que le diría, pero de repente todo aquello se había borrado de su mente.

Por fin ella le sonrió y dijo con una voz que sonaba tan suave y delicada como la de un pajarito que cantase en un sueño:

—Has vuelto de la Gran Búsqueda, Atreyu.

—Sí —pudo decir Atreyu, bajando la cabeza.

—Tu manto se ha vuelto gris —siguió diciendo ella tras una breve pausa—, tus cabellos son también grises y tu piel es de piedra. Pero todo volverá a ser como antes o mejor aún. Ya verás.

Atreyu tenía un nudo en la garganta. Sacudió la cabeza de forma casi imperceptible. Entonces oyó decir a la voz delicada:

—Has cumplido mi misión…

Atreyu no sabía si aquellas palabras eran una pregunta. No se atrevía a levantar los ojos y leerlo en la expresión de ella. Lentamente, cogió la cadena con el amuleto de oro y se lo quitó del cuello. Extendiendo la mano, se lo ofreció a la Emperatriz Infantil, con la vista siempre en el suelo. Trató de hincar una rodilla en tierra, como hacían los emisarios en los relatos y canciones que había escuchado en los campamentos de su país, pero la pierna herida le falló y cayó a los pies de la Emperatriz Infantil, quedándose con el rostro contra el suelo.

Ella se inclinó, recogió a ÁURYN y, mientras hacía resbalar la cadena entre sus blancos dedos, dijo:

—Has cumplido bien tu cometido. Estoy muy contenta de ti.

—¡No! —balbuceó Atreyu casi fuera de sí—. Todo ha sido en vano. No hay salvación.

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