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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (40 page)

—El plan parece funcionar —susurró Bastián.

—Sólo eran cinco —contestó Atreyu—. ¿Dónde están los otros?

—Sin duda esos cinco los llamarán de algún modo —dijo Bastián.

Cuando finalmente se hizo por completo de noche, se arrastraron con cuidado fuera de su escondite, y Fújur se elevó silenciosamente en el aire con sus dos jinetes. Voló lo más bajo posible sobre las copas del bosque de orquídeas, para no ser descubierto. En principio, la dirección era clara: la misma que habían seguido aquella tarde. Sin embargo, cuando habían planeado velozmente hacia allí durante un cuarto de hora aproximadamente, se planteó el problema de si podrían encontrar el castillo de Hórok y cómo. Las tinieblas eran impenetrables. No obstante, pocos minutos después vieron surgir ante ellos el castillo. Sus mil ventanas estaban resplandecientemente iluminadas. A Xayide parecía gustarle que la vieran.

De todos modos, era explicable porque aguardaba la visita de Bastián, aunque de otra forma.

Fújur se deslizó con precaución hasta el suelo, entre las orquídeas, porque su piel de escamas de color blanco madreperla centelleaba y reflejaba la luz. Y de momento no debían ser vistos.

Al abrigo de las plantas se aproximaron al castillo. Ante la gran puerta de entrada montaban guardia diez de los gigantes blindados. Y junto a cada una de las ventanas claramente iluminadas había uno de ellos, negro e inmóvil, como una sombra amenazadora.

El castillo de Hórok se alzaba sobre una pequeña elevación, libre de vegetación de orquídeas. La forma del edificio era realmente la de una mano gigante que saliera de la tierra. Cada uno de sus dedos era una torre y el pulgar un bastión sobre el que, a su vez, se levantaba una torre. El conjunto tenía una altura de muchos pisos, en el que cada falange formaba uno, y las ventanas tenían la forma de ojos luminosos que observasen el país hacia todos los lados. Con razón lo llamaban la Mano Vidente.

—Tenemos que descubrir dónde están los prisioneros —le susurró Bastián a Atreyu.

Atreyu asintió y le indicó a Bastián que estuviera callado y permaneciera junto a Fújur. Luego, sin hacer el más mínimo ruido, se fue, arrastrándose sobre el vientre. Pasó mucho rato antes de que volviera.

—He rastreado alrededor del castillo —cuchicheó— y sólo existe esa entrada. Pero está demasiado bien guardada. Unicamente arriba del todo, en la punta del dedo medio, he podido descubrir una claraboya en la que no parece haber ninguno de esos gigantes acorazados. Pero si volamos hasta ella con Fújur nos verán irremisiblemente. Los prisioneros están probablemente en el sótano. En cualquier caso, he oído un grito de dolor que venía de gran profundidad.

Bastián pensaba intensamente. Luego susurró:

—Intentaré llegar hasta la claraboya. Tú y Fújur tenéis que distraer entretanto a los centinelas. Haced algo para que crean que vamos a atacar la puerta de entrada. Tenéis que atraerlos a todos hacia aquí. Pero sólo atraerlos, ¿comprendes? ¡No pelées con ellos! Yo, entretanto, intentaré trepar por la mano desde atrás. Entretén a los tipos tanto tiempo como puedas. ¡Pero sin correr riesgos! Dame unos minutos antes de empezar.

Atreyu asintió y le estrechó la mano. Luego Bastián se quitó el manto de plata y se deslizó a través de la oscuridad. Se arrastró describiendo un gran semicírculo alrededor del edificio. Apenas había llegado a la parte trasera cuando oyó a Atreyu gritar:

—¡Eh! ¿Sabéis quien es Bastián Baltasar Bux, el Salvador de Fantasia? He venido, pero no para pedir misericordia a Xayide sino para daros una oportunidad de soltar a los prisioneros voluntariamente. Con esa condición, ¡podréis conservar vuestra vida ignominiosa!

Bastián podía atisbar aún desde la maleza, por una esquina del castillo. Atreyu se había puesto el manto de plata y había deshecho su cabello negro azulado como si fuera un turbante. Para alguien que no los conociera bien, podía haber realmente cierto parecido entre los dos.

Los negros gigantes blindados parecieron indecisos un momento. Pero sólo un momento. Luego se precipitaron hacia Atreyu y se oyeron sus pesados pasos metálicos. También las sombras de las ventanas se pusieron en movimiento, dejando sus puestos para ver qué pasaba. Otros se arremolinaron en gran número en la puerta de entrada. Cuando los primeros habían llegado casi hasta Atreyu, él se les escurrió como una comadreja y, un momento después, apareció, sentado sobre Fújur, sobre sus cabezas. Los gigantes blindados agitaron sus espadas en el aire, dando saltos, pero no pudieron alcanzarlos.

Bastián corrió con la velocidad del rayo hacia el castillo y comenzó a trepar por la fachada. En algunos sitios lo ayudaban las molduras de las ventanas y los salientes del muro, pero normalmente sólo podía sujetarse con la punta de los dedos. Trepó cada vez más alto; una vez se desprendió un pedazo de muro en el que había afirmado un pie y, durante unos segundos, se quedó colgando sólo de una mano, pero se izó, consiguió encontrar un asidero para la otra mano y siguió subiendo. Cuando por fin alcanzó las torres avanzó más rápidamente, porque la distancia entre ellas era tan escasa que podía acuñarse entre sus paredes y, de esa forma, ir subiendo.

Finalmente alcanzó la claraboya y se deslizó por ella. Efectivamente, en aquella habitación de la torre no había ningún centinela, no se sabe por qué. Abrió la puerta y vio ante él una escalera de caracol muy retorcida. Sin hacer ruido comenzó el descenso. Cuando llegó una planta más abajo, vio a dos centinelas negros junto a una ventana, observando en silencio lo que ocurría. Consiguió deslizarse por detrás de ellos sin que lo vieran.

Siguió andando sin ruido por otras escaleras y atravesando puertas y corredores. Una cosa era indudable: los gigantes acorazados podrían ser invencibles en la lucha pero como centinelas no valían gran cosa.

Por fin llegó a la planta del sótano. Lo notó enseguida por el fuerte olor a moho y el frío que subieron a su encuentro. Afortunadamente, todos los centinelas de allí habían corrido arriba, al parecer, para capturar al supuesto Bastián Baltasar Bux. En cualquier caso, no se veía a ninguno. Había antorchas en las paredes que iluminaban su camino. Cada vez descendía más. A Bastián le pareció que bajo tierra había tantos pisos como sobre ella. Finalmente llegó al más bajo y entonces vio también la mazmorra en donde Hykrion, Hýsbald y Hydorn se consumían. El espectáculo era lastimoso.

Colgaban en el aire de largas cadenas de hierro, sujetos por los grilletes de sus muñecas, sobre una fosa que parecía un pozo negro sin fondo. Las cadenas pasaban por unas poleas que había en el techo de la mazmorra hasta un torno, pero éste estaba sujeto con un gran cerrojo de acero y no se podía mover. Bastián se quedó desconcertado.

Los tres cautivos tenían los ojos cerrados, como si estuvieran sin conocimiento, pero entonces Hydorn, el duro, abrió el izquierdo y murmuró con labios resecos:

—¡Eh, amigos, mirad quién ha venido!

Los otros dos abrieron también penosamente los párpados y, cuando vieron a Bastián, una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Sabíamos que no nos dejarías en la estacada, señor —graznó Hykrion.

—¿Cómo puedo bajaros de ahí? —preguntó Bastián—. El torno está cerrado con cerrojo.

—Coged vuestra espada —exclamó Hýsbald— y cortad simplemente las cadenas.

—¿Para que nos caigamos al abismo? —preguntó Hykrion—. No me parece una idea muy buena.

—Además, tampoco puedo desenvainarla —dijo Bastián—. Sikanda debe saltarme a la mano por sí sola.

—Hmmm —gruñó Hydorn—, eso es lo malo de las espadas mágicas. Cuando se las necesita son caprichosas.

—¡Eh! —cuchicheó de repente Hýsbald—. El torno tenía una llave. ¿Dónde diablos la habrán metido?

—En algún lado había una losa suelta —dijo Hykrion—. No lo pude ver muy bien cuando me izaron hasta aquí.

Bastián aguzó la vista. La luz era escasa y vacilante, pero después de ir de un lado a otro descubrió una losa de piedra en el suelo, que sobresalía un poco. La levantó con cuidado y allí, efectivamente, estaba la llave.

Entonces pudo abrir y quitar del torno el gran cerrojo. Lentamente comenzó a hacer girar el torno, que crujía y gemía tan fuerte que, sin duda, debía de oírse en los sótanos superiores. Si los gigantes blindados no eran completamente sordos, debían de estar ya sobre aviso. Pero de nada valía detenerse ahora. Bastián siguió dando vueltas al torno hasta que los tres caballeros flotaron a la altura del borde, sobre el agujero. Ellos comenzaron a balancearse de un lado a otro y, finalmente, tocaron con los pies suelo firme. Cuando esto ocurrió Bastián los soltó del todo. Cayeron al suelo, agotados, quedándose donde estaban. Y con las gruesas cadenas colgando aún de las muñecas.

Bastián no lo pensó mucho, porque se oían pesados pasos metálicos que bajaban por los escalones de piedra del sótano, primero aislados y luego cada vez más numerosos. llegaban los centinelas. Sus armaduras relucían como corazas de enormes insectos a la luz de las antorchas. Levantaron sus espadas, todos con idéntico movimiento, y atacaron a Bastián, que se había quedado junto a la estrecha entrada de la mazmorra.

Y entonces, por fin, Sikanda saltó de su funda roñosa y se colocó en su mano. Como un rayo, la luminosa hoja de la espada arremetió contra los primeros gigantes blindados y, antes de que el propio Bastián hubiera comprendido muy bien lo que ocurría, los había hecho pedazos. Y entonces vieron lo que aquellos tipos tenían dentro: estaban huecos; sólo consistían en corazas que se movían solas, y en su interior no había nada, únicamente el vacío.

La posición de Bastián era buena; porque por la estrecha puerta del calabozo sólo se le podían aproximar de uno en uno, y de uno en uno los iba haciendo Sikanda pedazos. Pronto yacieron en montones en el suelo, como negras cáscaras de huevo de algún ave gigantesca. Después de haber sido despedazados unos veinte, los restantes parecieron concebir otro plan. Se retiraron, evidentemente para esperar a Bastián en otro lugar más ventajoso para ellos.

Bastián aprovechó la oportunidad para cortar rápidamente las cadenas que sujetaban las muñecas de los tres caballeros con la hoja de Sikanda. Hykrion y Hydorn se pusieron en pie pesadamente e intentaron desenvainar sus propias espadas —que, curiosamente, no les habían quitado— para apoyar a Bastián, pero tenían las manos insensibles después de haber estado tanto tiempo colgados y no les obedecían. Hýsbald, el más delicado de los tres, ni siquiera estaba en condiciones de ponerse en pie por sí mismo. Sus compañeros tuvieron que sostenerlo.

—No os preocupéis —dijo Bastián—. Sikanda no necesita apoyo. Quedáos detrás de mí y no me creéis más dificultades tratando de ayudarme.

Salieron del calabozo, subieron lentamente la escalera, llegaron a una gran estancia, parecida a un salón y de pronto se extinguieron todas las antorchas. Pero Sikanda lucía esplendorosamente.

Otra vez oyeron acercarse los pesados pasos metálicos de muchos gigantes acorazados.

—¡Deprisa! —dijo Bastián—. Volved a la escalera. ¡Yo me defenderé aquí!

No pudo ver si los tres obedecían su orden ni tampoco tuvo tiempo de comprobarlo, porque Sikanda empezaba ya a bailarle en la mano. Y la luz fuerte y blanca que salía de ella iluminaba el salón como si fuera de día. Aunque los atacantes lo alejaron de la entrada de la escalera para poder atacarlo por todos los lados, Bastián no fue rozado siquiera por ninguno de sus formidables golpes. Sikanda remolineaba tan aprisa a su alrededor que parecía cientos de espadas imposibles de distinguir entre sí. Y finalmente Bastián quedó de pie en un campo de ruinas hecho de corazas negras destrozadas. Nada se movía ya.

—¡Venid! —les gritó a sus compañeros.

Los tres caballeros salieron por la entrada de la escalera y abrieron mucho los ojos.

—Una cosa así —dijo Hyknon mientras le temblaba el bigote— no la he visto en mi vida. ¡A fe mía!

—Se lo contaré a mis nietos —tartamudeó Hýsbald.

—Y, desgraciadamente, no se lo creerán —añadió Hydorn con tristeza.

Bastián permanecía indeciso con la espada en la mano pero, de repente, Sikanda volvió a su funda.

—Parece haber pasado el peligro —dijo Bastián.

—Por lo menos, el que puede vencerse con una espada —opinó Hydorn—. ¿Qué hacemos ahora?

—Ahora —respondió Bastián— quisiera conocer personalmente a Xayide. Tengo que decirle un par de cosas.

Los cuatro subieron las escaleras de los sótanos hasta que llegaron a la planta que estaba al nivel del suelo. Allí, en una especie de vestíbulo de entrada, los aguardaban Atreyu y Fújur.

—¡Lo habéis hecho muy bien los dos! —dijo Bastián dándole palmadas en la espalda a Atreyu.

—¿Qué ha pasado con los gigantes blindados? —quiso saber Atreyu.

—¡Eran cáscaras vacías! —respondió Bastián despreocupadamente—. ¿Dónde está Xayide?

—Arriba, en el salón encantado —repuso Atreyu.

—¡Venid! —dijo Bastián. Se puso otra vez el manto de plata que Atreyu le tendía. Luego subieron todos la ancha escalera de piedra hasta las plantas superiores. Incluso Fújur fue

con ellos.

Cuando Bastián, seguido de su gente, entró en el gran salón encantado, Xayide se levantó de su trono de coral rojo. Era mucho más alta que Bastián y muy hermosa. Vestía una larga túnica de seda violeta, sus cabellos eran rojos como el fuego y los llevaba recogidos en un extraño peinado de trenzas y coletas. Su rostro era pálido como el mármol y pálidas eran sus manos largas y delgadas. Su mirada era extraña y turbadora, y Bastián necesitó algún tiempo para comprender a qué se debía: tenía dos ojos distintos, uno verde y otro rojo. Parecía tener miedo de Bastián, porque temblaba. Bastián desafió su mirada y ella bajó sus largas pestañas.

La habitación estaba llena de toda clase de extraños objetos, cuya finalidad no podía adivinarse, grandes esferas con imágenes pintadas, relojes siderales y péndulos que colgaban del techo. Entre ellos había preciosos pebeteros, de los que brotaban nubes espesas de distintos colores que, como una niebla, flotaban sobre el suelo.

Bastián no había dicho nada hasta entonces. Y aquello pareció hacer perder la serenidad a Xayide, que repentinamente corrió a sus pies y se postró ante él. Luego cogió uno de los pies de Bastián y lo puso sobre su cabeza.

—Señor y maestro —dijo con voz profunda y aterciopelada y, de un modo impreciso, oscura—, nadie puede oponerse a ti en Fantasia. Eres más poderoso que todos los poderosos y más peligroso que todos los demonios. Si te place vengarte de mí porque fui suficientemente necia para no comprender tu grandeza, puedes aplastarme con tu pie. He merecido tu cólera. Sin embargo, si quieres demostrar la generosidad que te ha dado fama, incluso con un ser tan indigno como yo, permite que me someta a ti como esclava obediente y prometa servirte con todo lo que soy, poseo y sé. Enséñame a hacer lo que creas conveniente y seré tu discípula humilde, obedeciendo cada gesto de tus ojos. Me arrepiento de lo que quise hacer contigo e imploro tu compasión.

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