La Historia Interminable (18 page)

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Authors: Michael Ende

mponente resonaba la voz de Fújur, como una campana de bronce, en algún lugar situado sobre las espumosas olas.

—¡Atreyu! ¿Dónde estás, Atreyu?

Hacía tiempo que los gigantes de los vientos habían terminado su lucha y se habían separado. Se encontrarían otra vez, en un sitio u otro, para dirimir una vez más su contienda, como habían hecho siempre desde tiempos inmemoriales. Lo que acababa de suceder lo habían olvidado ya, porque no retenían nada ni conocían nada, salvo su propia fuerza indomable. Y por eso el dragón blanco y su pequeño jinete habían desaparecido hacía tiempo de su memoria.

Cuando Atreyu se precipitó en el abismo, Fújur trató al principio de seguirlo, con todas sus fuerzas, para cogerlo en el aire. Sin embargo, un viento huracanado había levantado al dragón y lo había arrastrado lejos, muy lejos. Cuando Fújur volvió, los gigantes de los vientos vociferaban ya sobre otro punto del mar. Fújur se esforzó desesperadamente por encontrar otra vez el lugar en que Atreyu debía de haber caído al agua, pero hasta para un dragón blanco de la suerte es imposible descubrir en la espuma hirviente de un mar revuelto el puntito diminuto de un cuerpo que flota… o el de un ahogado en su fondo.

Sin embargo, Fújur no quiso renunciar. Subió muy alto en el aire, para poder ver mejor, voló luego a poca distancia de las olas, y describió círculos, cada vez más amplios. Mientras tanto, no cesaba de llamar a Atreyu, con la esperanza de divisarlo aún entre la espuma.

Era un dragón de la suerte y nada podía quebrantar su convicción de que, a pesar de todo, la cosa acabaría bien. Pasase lo que pasase, Fújur no se daría nunca por vencido.

—¡Atreyu! —retumbaba su voz poderosa en medio del rugido de las olas—. ¡Atreyu! ¿Dónde estas?

Atreyu vagaba por las calles de una ciudad abandonada, en medio de un silencio sepulcral. El espectáculo era agobiante y siniestro. No parecía haber ningún edificio que, simplemente por su aspecto exterior, no produjera una impresión amenazadora y maldita, como si la ciudad entera se compusiera sólo de castillos de fantasmas y casas embrujadas. Sobre las calles y callejas, tan tortuosas y torcidas como todo en aquel país, colgaban monstruosas telas de araña, y un olor nauseabundo subía de los ventanucos de los sótanos y de los pozos secos.

Atreyu se había deslizado al principio de esquina en esquina para no ser descubierto, pero pronto no se esforzó ya por ocultarse. Plazas y calles estaban vacías y tampoco en los edificios había movimiento. Entró en algunos, pero sólo encontró muebles volcados, cortinas rasgadas, vajilla y cristal hechos añicos… todos los signos de la desolación, pero ningún habitante. Sobre una mesa había aún comida a medio comer: unos platos con sopa negra y unos restos pegajosos que quizá fueran pan. Comió de ambas cosas. Sabían repulsivamente, pero él tenía mucha hambre. En cierto sentido, le pareció muy justo haber ido a parar precisamente allí. Aquello era lo adecuado para alguien a quien no quedaba ya esperanza.

Bastián se sentía muy debilitado por el hambre.

El cielo sabe por qué, precisamente entonces, de forma muy poco oportuna, recordó la tarta de manzana de la señorita Anna. La mejor tarta de manzana del mundo.

La señorita Anna venía tres veces por semana, escribía a máquina para su padre y ponía orden en la casa. La mayoría de las veces cocinaba o hacía algún pastel. Era una persona robusta, que hablaba y se reía despreocupadamente. El padre de Bastián era cortés con ella pero, por lo demás, apenas parecía darse cuenta de su presencia. Muy rara vez conseguía la señorita Anna que en el rostro preocupado de él apareciese fugazmente una sonrisa. Cuando eso ocurría, la casa se volvía un poco más luminosa.

La señorita Anna tenía una hijita, aunque no estaba casada. La niña se llamaba Christa, tenía tres años menos que Bastián y un pelo rubio precioso. Antes, la señorita Anna había traído casi siempre con ella a su hijita. Christa era muy tímida. Cuando Bastián le contaba cuentos durante horas, se quedaba muy quieta y lo escuchaba con ojos muy abiertos. Admiraba a Bastián y a él ella le caía muy bien.

Sin embargo, hacía un año la señorita Anna había llevado a su hijita a un hogar escolar en el campo. Y ahora no se veían casi nunca.

Bastián se lo había tomado bastante a mal a la señorita Anna, y todas las explicaciones de ella de por qué era mejor así para Christa no lo habían convencido.

Con todo, nunca podía resistirse a su tarta de manzana.

Bastián se preguntó cuánto tiempo podía aguantar un hombre sin comer. ¿Tres días? ¿Dos? ¿Se sentían alucinaciones ya al cabo de veinticuatro horas? Bastián contó con los dedos el tiempo que llevaba allí. Diez horas o incluso algo más. ¡Si se hubiera guardado el bocadillo del colegio o, por lo menos, la manzana!

Al tembloroso resplandor de las velas, los ojos de cristal del zorro, la lechuza y la enorme águila real parecían casi vivos. Las sombras de los animales se agitaban enormes en la pared del desván.

El reloj de la torre dio siete campanadas.

Atreyu salió otra vez a la calle y vagó sin rumbo por la ciudad. Ésta parecía muy grande. Atravesó barrios en donde todas las casas eran pequeñas y bajas, de forma que, de pie, llegaba al alero de los tejados, y otros barrios en donde se alzaban palacios de muchas plantas y fachadas decoradas con estatuas. Sin embargo, todas esas estatuas representaban esqueletos o figuras demoníacas que, con sus rostros grotescos, miraban fijamente al solitario vagabundo.

Y entonces se quedó de pronto clavado en el suelo.

En algún sitio, muy cerca, sonó un aullido ronco y gutural que parecía tan desesperado, tan inconsolable, que a Atreyu se le partió el corazón. Todo el abandono, toda la maldición de las criaturas de las tinieblas estaban en aquel lamento, que parecía no querer acabar nunca y era devuelto como un eco por los muros de edificios cada vez más lejanos, hasta que finalmente sonó como una manada dispersa de gigantescos lobos.

Atreyu se dirigió hacia aquel sonido, que se hizo cada vez más suave y se extinguió por fin en un ronco sollozo. Pero tuvo que buscar algún tiempo. Atravesó una entrada, llegó a un patio estrecho y sin luz, cruzó un arco y llegó por fin a un patio interior, húmedo y sucio. Y allí, encadenado ante un hueco del muro, había un enorme hombre-lobo, medio muerto de hambre. Se le podían contar las costillas bajo la sarnosa piel, las vértebras de su espina dorsal sobresalían como dientes de sierra y la lengua le colgaba de las fauces semiabiertas.

Atreyu se acercó a él sin hacer ruido. Cuando el hombre-lobo lo vio, levantó con una sacudida su formidable cabeza. En sus ojos se encendió una luz verde.

Durante un rato, se miraron fijamente sin decir palabra ni hacer ruido alguno. Por fin, el hombre-lobo dejó oír un rugido suave, sumamente peligroso:

—¡Vete! ¡Déjame morir tranquilo!

Atreyu no se movió. Igual de suave, respondió:

—He oído tu llamada y por eso he venido.

El lobo echó hacia atrás la cabeza.,

—No he llamado a nadie —gruñó—: era mi lamento fúnebre.

—¿Quién eres? —preguntó Atreyu, dando otro paso adelante.

—Soy Gmork, el hombre-lóbo.

—¿Por qué estás aquí encadenado?

—Se olvidaron de mí al marcharse.

—¿Quiénes?

—Los que me pusieron estas cadenas.

—¿Y a dónde fueron?

Gmork no respondió. Miró a Atreyu expectante, con los ojos semicerrados. Tras un largo silencio dijo:

—Tú no eres de aquí, pequeño extranjero, ni de esta ciudad ni de este país. ¿Qué buscas?

Atreyu bajó la cabeza.

—No sé cómo he llegado hasta aquí. ¿Cómo se llama esta ciudad?

—Es la capital del más famoso país de Fantasia —dijo Gmork—. Sobre ningún otro país o ciudad corren tantas historias. Estoy seguro de que también tú habrás oído hablar de la Ciudad de los Espectros, en el País de la Gentuza, ¿no?

Atreyu asintió lentamente.

Gmork no había perdido de vista al muchacho. Le extrañaba que aquel chico de piel verde pudiese mirarlo tan tranquilo con sus grandes ojos negros sin mostrar ningún miedo.

—¿Y tú… quién eres tú? —preguntó.

Atreyu pensó un poco antes de responder:

—Soy Nadie.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que en otro tiempo tenía un nombre. Ese nombre no debe ser ya pronunciado. Por eso soy Nadie.

El hombre-lobo descubrió un poco los labios, dejando ver su tremenda dentadura, lo que sin duda equivalía a una sonrisa. Conocía tinieblas del alma de todas clases y sentía que, de algún modo, estaba ante un igual.

—Si eso es así —dijo con voz ronca—, Nadie me ha oído, Nadie ha venido hasta aquí y Nadie ha hablado conmigo en mi última hora.

Otra vez asintió Atreyu. Luego preguntó:

—¿Y no podría Nadie quitarte esa cadena?

La luz verde de los ojos del hombre-lobo tembló. Él empezó a jadear y a relamerse los labios.

—¿Lo harías de veras? —balbuceó—. ¿Soltarías a un hombre-lobo hambriento? ¿No sabes lo que eso significa? ¡Nadie estaría seguro de mí!

—Sí —dijo Atreyu—, pero yo soy Nadie. ¿Por qué habría de tenerte miedo?

Quiso acercarse a Gmork, pero él lanzó una vez más su rugido profundo y terrible. El muchacho retrocedió.

—¿No
quieres
que te ponga en libertad? —preguntó.

EL hombre-lobo pareció de pronto muy cansado.

—No puedes hacerlo. Pero, si te pones a mi alcance, tendré que hacerte pedazos, hijito. Eso sólo retrasaría mi fin un poco, una o dos horas. De manera que apártate y déjame reventar tranquilo.

Atreyu reflexionó.

—Quizá —dijo finalmente— pueda encontrar algo de comer para ti. Podría buscar en la ciudad.

Gmork abrió lentamente los ojos de nuevo y miró al muchacho. El fuego verde de su mirada se había apagado.

—¡Vete al diablo, pequeño necio! ¿Quieres conservarme la vida hasta que llegue la Nada?

—Pensé —tartamudeó Atreyu— que cuando te hubiera traído comida y estuvieras satisfecho, podría acercarme a ti y quitarte la cadena…

Gmork rechinó los dientes.

—Si fuera una cadena corriente la que me retuviera, ¿crees que no la habría roto yo mismo con los dientes hace tiempo?

Para demostrarlo cogió la cadena y su terrible dentadura se cerró sobre ella con un crujido. La sacudió y la soltó luego.

—Es una cadena mágica. Sólo puede soltarla la misma persona que me la puso. Y ésa no volverá.

—¿Quién te la puso?

Gmork empezó a gemir como un perro apaleado. Sólo al cabo de un rato se tranquilizó lo suficiente para poder responder:

—Fue Gaya, la Princesa Tenebrosa.

—¿Y a dónde ha ido?

—Se ha precipitado en la Nada… como todos los otros.

Atreyu pensó en los locos danzantes que había visto fuera de la ciudad, entre la niebla.

—¿Por qué? —murmuró—. ¿Por qué no huyeron?

—Habían perdido la esperanza. Eso a vosotros os debilita. La Nada os atrae poderosamente y ninguno de vosotros podrá resistirla ya mucho tiempo.

Al decir eso, Gmork soltó una risita profunda y maligna.

—¿Y tú? —siguió preguntando Atreyu—. Hablas como si no fueras uno de nosotros.

—No soy uno de vosotros.

—¿De dónde vienes entonces?

—¿No sabes qué es un hombre-lobo?

Atreyu negó en silencio con la cabeza.

—Tú sólo conoces Fantasia —dijo Gmork—, pero hay otros mundos. Por ejemplo, el de las criaturas humanas, y hay también seres que no tienen mundo propio. En cambio, pueden entrar y salir muchos mundos. Yo soy de ésos. En el mundo de los hombres paso por hombre, pero no lo soy. Y en Fantasia tengo figura fantásica sin ser uno de vosotros.

Atreyu se sentó lentamente en el suelo y miró con sus ojos grandes y negros al hombre-lobo agonizante.

—¿Tú has estado en el mundo de las criaturas humanas?

—He ido y venido a menudo entre su mundo y el vuestro.

—Gmork —tartamudeó Atreyu sin poder evitar que le temblaran los labios—, ¿puedes enseñarme el camino de ese mundo?

En los ojos de Gmork brilló una chispita verde. Era como si se riera por dentro.

—Para ti y tus iguales el camino de ida es muy fácil. La cosa no tiene más que un inconveniente: que no podéis volver. Tenéis que quedaros allí para siempre. ¿Es eso lo que quieres?

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Atreyu decidido.

—Lo que han hecho antes que tú todos los de esta ciudad, hijito. Sólo tienes que saltar a la Nada. Pero eso no corre prisa porque, tarde o temprano, lo harás de todas formas, cuando desaparezcan las últimas partes de Fantasia.

Atreyu se puso en pie.

Gmork se dio cuenta de que el muchacho temblaba con todo el cuerpo. Como no conocía la verdadera razón, dijo tranquilizadoramente:

—No tengas miedo: no hace daño.

—No tengo miedo —respondió Atreyu—. Nunca hubiera pensado que precisamente gracias a ti recobraría todas mis esperanzas.

Los ojos de Gmork centellearon como dos lunitas verdes.

—No tienes ningún motivo para ello, hijito… cualquiera que sea el que tengas. Cuando aparezcas en el mundo de los hombres no serás ya lo que eres aquí. Ése es precisamente el secreto que nadie puede saber en Fantasia.

Atreyu seguía de pie, con los brazos colgantes.

—¿Qué seré allí? —preguntó—, ¡Dime el secreto!

Gmork calló largo tiempo, sin moverse. Atreyu temía ya no obtener respuesta cuando finalmente, un pesado suspiro hinchó el pecho del hombre-lobo, que comenzó a hablar con voz ronca:

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