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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (13 page)

—¡Ya la oyes! —dijo suspirando Énguivuck—. Y lo peor es que tiene razón.

—¿Y el amuleto de la Emperatriz Infantil? —preguntó Atreyu—. ¿No crees que las esfinges lo respetarán? Al fin y al cabo, son también criaturas de Fantasia.

—Desde luego —opinó Énguivuck rascándose su cabecita del tamaño de una manzana—, pero para eso tendrían que
verlo
. Y no ven. Sin embargo, su mirada te alcanzará a ti. Tampoco estoy seguro de que las esfinges obedezcan a la Emperatriz Infantil. Quizá sean más importantes que ella. No sé, no sé. En cualquier caso, es dudoso.

—Entonces, ¿qué me aconsejas? —quiso saber Atreyu.

—Debes hacer lo que tengas que hacer —respondió el gnomo—. Esperar a que ellas decidan… sin saber por qué.

Atreyu asintió pensativo.

La pequeña Urgl salió de la cueva. Arrastraba un cubito con un líquido humeante y llevaba, bajo el otro brazo, un manojo de plantas secas. Mascullando para sí se dirigió hacia el dragón de la suerte, que seguía durmiendo inmóvil. Comenzó a trepar por él para cambiarle las compresas de las heridas. El gigantesco paciente sólo suspiró una vez satisfecho y se estiró, pero por lo demás no pareció haber notado la cura.

—Sería mejor que hicieras también algo útil —le dijo Urgl a Énguivuck al volver a la cocina—, en lugar de estar ahí diciendo bobadas.

—¡Estoy haciendo algo
muy
útil! —le gritó su marido—. Seguramente mucho más útil que tú, pero eso no puedes comprenderlo, ¡so boba!

Y, volviéndose a Atreyu, continuó:

—Sólo sabe pensar en cosas prácticas. Para los grandes conceptos no está dotada.

El reloj de la torre dio las tres.

Si es que lo había notado, su padre debía de haber notado ahora, como muy tarde, que Bastián no había vuelto a casa. ¿Se estaría preocupando? Quizá saldría a buscarlo. Quizá habría avisado ya a la policía. Quizá transmitirían avisos por radio. Bastián sintió una punzada en la boca del estómago.

Y, si era así, ¿dónde lo buscarían? ¿En el colegio? ¿Quizá incluso en el desván?

¿Había cerrado la puerta al volver del retrete? No podía acordarse. Se puso en pie para verlo. Sí, la puerta estaba cerrada y el cerrojo puesto.

Fuera empezaba a oscurecer lentamente. La claridad que entraba por el tragaluz se iba haciendo imperceptiblemente más débil.

Para tranquilizarse, Bastián anduvo un rato de un lado a otro del desván. Al hacerlo, descubrió un montón de cosas que, en realidad, nada tenían que ver con el material escolar que allí había. Por ejemplo, un viejo y abollado gramófono de embudo… ¿Quién sabe cuándo y por quién había sido llevado allí? En un rincón había varios cuadros de marcos dorados, con arabescos, en los que casi no se veía más que algún rostro pálido y de mirada severa que se destacaba aquí o allá sobre un fondo oscuro. También había un candelabro de siete brazos, corroído por la herrumbre, en el que todavía quedaban restos de gruesas velas que habían formado largas lágrimas de cera.

Entonces Bastián se asustó, porque en un rincón oscuro se agitaba algo. Sólo al echar una segunda ojeada se dio cuenta de que había allí un gran espejo de medio cuerpo, en el que se había visto borrosamente reflejado a sí mismo. Se acercó más y se miró un rato. Realmente, no resultaba muy guapo con aquel cuerpo gordo, las piernas torcidas y la cara pálida. Movió la cabeza lentamente y dijo en voz alta:

—¡No!

Luego volvió a su lecho de colchonetas. Ahora tenía que acercarse el libro a los ojos para poder leer.

—¿Dónde estábamos? —preguntó Énguivuck.

—En la Puerta del Gran Enigma —le recordó Atreyu.

—¡Exacto! Supongamos que has conseguido atravesarla. Entonces —y sólo entonces— aparecerá ante ti la segunda puerta. La Puerta del Espejo Mágico. Como ya te he dicho, no te puedo decir nada sobre ella que haya visto yo personalmente, sino lo que he podido sacar en limpio de los informes. Esa puerta está tanto abierta como cerrada. ¿Parece un disparate, no? Quizá sería mejor decir que no está cerrada ni abierta. Aunque resulta igual de disparatado. En pocas palabras: se trata de un gran espejo o de algo así, aunque no está hecho de cristal ni de metal. De qué, nadie ha podido decírmelo. En cualquier caso, cuando se está ante él, se ve uno a sí mismo… pero no como en un espejo corriente, desde luego. No se ve el exterior, sino el verdadero interior de uno, tal como en realidad es. Quien quiera atravesarlo tiene que —por decirlo así— penetrar en sí mismo.

—De todas formas —opinó Atreyu—, esa Puerta del Espejo Mágico me parece más fácil de atravesar que la primera.

—¡Error! —exclamó Énguivuck, empezando a andar otra vez excitado de un lado a otro—. ¡Craso error, amigo! He comprobado que precisamente los visitantes que se consideran especialmente intachables huyen gritando del monstruo que los mira irónicamente desde el espejo. A algunos tuvimos que tratarlos durante semanas antes de que estuvieran siquiera en condiciones de emprender el viaje de regreso.

—¡Tuvimos! —gruñó Urgl, que pasaba precisamente por delante con otro cubito—. Siempre nosotros. ¿A quién has tratado tú?

Énguivuck se limitó a apartarla con un gesto.

—Otros —siguió exponiendo— no habían visto al parecer nada más horrible, pero tuvieron el valor de pasar sin embargo. Para otros fue menos espantoso, pero todos tuvieron que vencerse a sí mismos. No se puede decir nada que valga para todos los casos. Para cada uno es diferente.

—Bueno —dijo Atreyu—, pero ¿por lo menos
se puede
atravesar ese espejo mágico?

—Se puede —confirmó el gnomo—, naturalmente que se puede. Si no, no habría puerta. Lógico, ¿no?

—También se la podría rodear —opinó Atreyu—. ¿O no?

—También —repitió Énguivuck—. ¡Evidentemente, se puede! Lo que pasa es que entonces no hay nada detrás. La tercera puerta sólo aparece cuando se ha atravesado la segunda. ¡Cuántas veces tengo que decírtelo!

—¿Y qué pasa con la tercera puerta?

—¡Ahí las cosas se ponen realmente difíciles! La Puerta sin Llave, efectivamente, está cerrada. Simplemente cerrada. ¡Y eso es todo! No tiene picaporte, ni pomo, ni ojo de cerradura, ¡nada! Mi teoría es que la única hoja de esa puerta, que cierra sin junturas, está hecha de selén fantásico. Seguramente sabes que no hay nada que pueda destruir, doblar o disolver el selén de Fantasia. Es absolutamente indestructible.

—Entonces, ¿no se puede entrar por esa puerta?

—¡Poco a poco, muchacho! Ha habido personas que han entrado y han hablado con Uyulala, ¿no? Por lo tanto, se puede abrir la puerta.

—Pero ¿cómo?

—Escucha: el selén de Fantasia reacciona a nuestra voluntad. Es precisamente nuestra voluntad la que lo hace tan resistente. Cuanto más se quiere entrar, tanto más se cierra la puerta. Pero cuando alguien logra olvidar sus intenciones y no querer nada… La puerta se abre sola ante él.

Atreyu bajó la mirada y dijo en voz baja:

—Si eso es verdad… ¿cómo podré entrar yo? ¿Cómo podría no quererlo?

Enguivuck asintió suspirando.

—Ya te lo dije: la Puerta sin llave es la más dificil.

—Y si a pesar de todo lo lograse —prosiguió Atreyu—, ¿llegaría al Oráculo del Sur?

—Sí —dijo el gnomo.

—¿Y podría hablar con Uyulala?

—Sí —dijo el gnomo.

—¿Y quién o qué es Uyulala?

—Ni idea —dijo el gnomo, y sus ojos centellearon furiosos—. Ninguno de los que estuvieron con ella me lo ha querido decir. ¿Cómo puede uno acabar su obra científica si todos se rodean de un silencio misterioso, eh? Es para tirarse de los pelos… si se tienen. Si llegas hasta ella, Atreyu, ¿me lo dirás por fin? ¿Lo harás? Me muero de ganas de saberlo y nadie, nadie quiere ayudarme. Por favor, ¡prométeme que tú me lo dirás!

Atreyu se puso en pie y miró a la Puerta del Gran Enigma, que se alzaba a la clara luz de la luna.

—No puedo prometértelo, Énguivuck —dijo suavemente—, aunque me gustaría demostrarte mi agradecimiento. Pero si nadie te ha dicho quién o qué es Uyulala, debe de haber alguna razón para ello. Y antes de conocerla no puedo decidir si debe saberlo alguien que no haya estado allí personalmente.

—¡Entonces vete! —gritó el gnomo, despidiendo literalmente chispas por los ojos—. ¡Lo único que se cosecha es ingratitud! Uno dedica su vida entera a investigar un secreto de interés general. Pero nadie lo ayuda. ¡No hubiera debido ocuparme de ti!

Diciendo esto, se metió corriendo en la pequeña cueva, en cuyo interior se oyó el fuerte portazo de una puertecita.

Urgl pasó junto a Atreyu, se rió sofocadamente y dijo:

—No habla en serio, ese cabeza de chorlito. Lo que le pasa es que está otra vez terriblemente decepcionado por sus ridículas investigaciones. Le gustaría mucho ser quien resolviera el Gran Enigma. El famoso gnomo Énguivuck. ¡No se lo tomes a mal!

—No —dijo Atreyu—, dile por favor que le agradezco de todo corazón lo que ha hecho por mí. Y también a ti te doy las gracias. Si puedo le diré el secreto… en el caso de que vuelva.

—Entonces, ¿vas a dejarnos? —preguntó la vieja Urgi.

—Tengo que hacerlo —respondió Atreyu—, no puedo perder más tiempo. Iré ahora al Oráculo. ¡Adiós! Y, entretanto, ¡cuida de Fújur, el dragón de la suerte!

Se volvió y se dirigió a la Puerta del Gran Enigma.

Urgl vio su figura erguida, con el manto ondulante, desaparecer entre las rocas. Corrió tras él y gritó:

—¡Mucha suerte, Atreyu!

Pero no supo si él la había oído. Mientras volvía a su pequeña caverna, con sus andares de pato, refunfuñó para sí:

—La va a necesitar… Realmente, va a necesitar mucha suerte.

Atreyu se había acercado hasta unos cincuenta pasos de la puerta de roca. Era mucho más enorme de lo que se había imaginado desde lejos. Detrás estaba la llanura totalmente yerma, que no ofrecía a la vista ningún apoyo, de forma que la mirada se precipitaba como en el vacío. Delante de la puerta y entre las dos pilastras, Atreyu vio innumerables calaveras y esqueletos. Restos de los más diversos habitantes de Fantasia que habían intentado atravesar la puerta y se habían quedado petrificados para siempre por la mirada de las esfinges.

Pero no fue eso lo que hizo que Atreyu se inmovilizara. Lo que lo detuvo fue el aspecto de las esfinges.

Atreyu había vivido mucho en su Gran Búsqueda, y había visto cosas magníficas y espantosas, pero hasta aquel momento no había sabido que ambas clases de cosas pueden unirse, que la belleza puede ser horrible.

La luz de la luna bañaba a aquellos dos seres colosales que, mientras Atreyu se dirigía lentamente hacia ellos, parecieron crecer hasta el infinito. Le parecía como si sus cabezas llegaran hasta la luna, y la expresión con que se miraban mutuamente parecía cambiar con cada paso que él daba. A través de sus altos cuerpos y, sobre todo, a través de sus rostros de rasgos humanos, corrían y palpitaban corrientes de una fuerza terrible y desconocida como si las esfinges no estuvieran simplemente allí, como está el mármol, sino que, a cada momento, estuvieran a punto de desaparecer y, al mismo tiempo, se crearan de nuevo a sí mismas. Y era como si, precisamente por eso, fueran mucho más reales que cualquier roca.

Atreyu tuvo miedo.

No era tanto miedo al peligro que lo amenazaba; era un miedo que procedía de sí mismo. Apenas pensaba en que —en el caso de que lo alcanzase la mirada de las esfinges— se quedaría para siempre hechizado y paralizado. No, era el miedo a lo incomprensible, a lo desmesuradamente grandioso, a la realidad de lo prepotente lo que hacía sus piernas cada vez más pesadas, hasta que le pareció tenerlas de plomo frío y gris.

Sin embargo, siguió adelante. No miró más hacia arriba. Mantuvo la cabeza baja y anduvo muy lentamente, paso a paso, hacia la puerta de roca. Y el peso del miedo que quería clavarlo al suelo fue cada vez más poderoso. Sin embargo, Atreyu siguió adelante. No sabía si las esfinges tenían los ojos cerrados o no. No podía perder tiempo. Tenía que arriesgarse a que le permitieran la entrada o aquel fuera el fin de su Gran Búsqueda.

Y precisamente en el instante en que creía que toda su fuerza de voluntad no bastaría para impulsarlo a dar otro paso más, oyó el eco de ese paso en el interior de la puerta de roca. Y al mismo tiempo todo su miedo lo abandonó, tan total y absolutamente que se dio cuenta de que, a partir de entonces, nunca más tendría miedo, pasase lo que pasase.

Levantó la cabeza y vio que tenía la Puerta del Gran Enigma a sus espaldas. Las esfinges lo habían dejado pasar. Delante de él, a una distancia de unos veinte pasos, estaba ahora, donde antes sólo se había visto la llanura vacía y sin fin, la Puerta del Espejo Mágico. Era grande y redonda como una segunda media luna (porque la verdadera seguía estando alta en el cielo) y brillaba como plata pulida. Resultaba difícil creer que pudiera pasarse precisamente a través de aquella superficie de metal, pero Atreyu no titubeó un segundo. Contaba con que, como había descrito Énguivuck, se le aparecería en el espejo alguna imagen espantosa de sí mismo, pero aquello —al haber dejado atrás todo miedo— le parecía sin importancia.

No obstante, en lugar de una imagen aterradora vio algo con lo que no había contado en absoluto y que tampoco pudo comprender. Vio a un muchacho gordo de pálido rostro —aproximadamente de la misma edad que él— que, con las piernas cruzadas, se sentaba en un lecho de colchonetas y leía un libro. Estaba envuelto en unas mantas grises y desgarradas. Los ojos del muchacho eran grandes y parecían muy tristes. Detrás de él se divisaban algunos animales inmóviles a la luz del crepúsculo —un águila, una lechuza y un zorro— y un poco más lejos relucía algo que parecía un esqueleto blanco. No podía saberse con exactitud.

Bastián tuvo un sobresalto al comprender lo que acababa de leer. ¡Era él! La descripción coincidía en todos los detalles. El libro empezó a temblarle en las manos. ¡Decididamente, la cosa estaba yendo demasiado lejos! No era posible que en un libro impreso pudiera decirse algo que sólo se refería a aquel momento y a él. Cualquier otro leería lo mismo al llegar a ese lugar del libro. No podía ser más que una casualidad increíble. Aunque, sin duda, era una casualidad extrañísima.

—Bastián —se dijo a sí mismo en voz alta—, estás como una cabra. ¡Haz el favor de dominarte!

Había intentado hablar en el tono más firme posible, pero su voz temblaba un poco, porque no estaba totalmente convencido de que fuera sólo casualidad.

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