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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (14 page)

«Imagínate», pensó, «lo que ocurriría si en Fantasia supieran realmente algo de ti. Sería fabuloso.»

Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.

Sólo una pequeña sonrisa de asombro se dibujó en los labios de Atreyu al entrar en la imagen del espejo… Estaba un poco asombrado de que le resultara tan fácil lo que a otros les había parecido insuperable. Sin embargo, mientras entraba sintió un extraño y cosquilleante estremecimiento. Y no sospechó lo que en realidad le había ocurrido.

En efecto, cuando estuvo al otro lado de la Puerta del Espejo Mágico, había perdido todo recuerdo de sí mismo, de su vida anterior, de sus objetivos y sus intenciones. No sabía ya nada de la Gran Búsqueda que lo había llevado hasta allí y ni siquiera recordaba su propio nombre. Era como un niño recién nacido.

Delante de él, a una distancia de unos pasos, vio la Puerta sin Llave, pero Atreyu no se acordaba de ese nombre ni de que había tenido la intención de atravesarla para llegar al Oráculo del Sur. No sabía en absoluto lo que quería o tenía que hacer, ni por qué estaba allí. Se sentía ligero y muy alegre, y se reía sin motivo, de simple contento.

La puerta que vio ante sí era pequeña y baja como un portillo, y se alzaba aislada —sin muros que la rodeasen— sobre la superficie yerma. Y la hoja de aquella puerta estaba cerrada.

Atreyu la contempló durante un buen rato. Parecía estar hecha de un material que brillaba como el cobre. Era bonita, pero Atreyu perdió el interés al cabo de un tiempo. Rodeó la puerta y la contempló por detrás, pero su aspecto no se diferenciaba del que tenía por delante. Tampoco tenía picaporte, ni pomo, ni agujero de cerradura. Evidentemente, la puerta no estaba hecha para ser abierta, ni tenía sentido hacerio, ya que no conducía a ninguna parte y se limitaba a estar allí. Porque detrás de la puerta sólo estaba la llanura extensa, pelada y totalmente vacía.

Atreyu tuvo ganas de irse. Se volvió, fue hacia la redonda Puerta del Espejo Mágico y contempló su parte trasera durante algún tiempo, sin comprender lo que significaba. Decidió marcharse.

—¡No, no! ¡No te marches! —dijo Bastián en voz alta—. Vuelve, Atreyu. ¡Tienes que atravesar la Puerta sin Llave!

Sin embargo, luego se volvió otra vez hacia la Puerta sin Llave. Quería mirar otra vez aquel resplandor cobrizo. De manera que se situó ante la puerta, se inclinó a izquierda y derecha y disfrutó. Acarició suavemente el extraño material. Parecía caliente y hasta vivo al tacto. Y la puerta se abrió parcialmente.

Atreyu metió la cabeza y vio algo que antes, al rodear la puerta, no había visto al otro lado. Sacó la cabeza y miró al otro lado de la puerta: sólo la llanura desnuda. Miró otra vez por la abertura y vio un largo corredor, formado por innumerables columnas poderosas. Y detrás había escalones y otras columnas y terrazas, y más escaleras y todo un bosque de columnas. Sin embargo, ninguna de aquellas columnas soportaba nada. Porque encima podía verse el cielo nocturno.

Atreyu atravesó la puerta y miró a su alrededor extrañado. Detrás de él, la puerta se cerró.

El reloj de la torre dio las cuatro.

La turbia luz del día que entraba por el tragaluz había ido desapareciendo. Sencillamente, estaba demasiado oscuro para seguir leyendo. Bastián sólo había podido descifrar la última página con esfuerzo. Dejó el libro a un lado.

¿Qué podía hacer ahora?

Sin embargo, era seguro que en el desván había luz eléctrica. Bastián se dirigió a tientas hacia la puerta, en la semioscuridad, y tanteó la pared. No pudo encontrar ningún interruptor. Tampoco al otro lado había ninguno.

Bastián sacó una caja de cerillas del bolsillo del pantalón (siempre llevaba, porque le gustaba hacer pequeñas hogueras), pero estaban húmedas y sólo la cuarta encendió. Al débil resplandor de la llamita, buscó un interruptor, pero no lo había.

Con aquello no había contado. Ante la idea de que tendría que estar allí toda la tarde y toda la noche en una oscuridad total, sintió frío del susto. Ya no era un niño pequeño y, en su casa o en cualquier otro lugar conocido, no tenía miedo de la oscuridad, pero allí arriba, en aquel enorme desván con todas aquellas cosas extrañas, era muy distinto.

La cerilla le quemó los dedos y la tiró.

Durante un rato se quedó así, escuchando. La lluvia había cesado y sólo tamborileaba aún, muy suavemente, en el gran tejado de chapa.

Entonces recordó el oxidado candelabro de siete brazos que había descubierto entre los trastos. Se dirigió tanteando hacia aquel lugar, lo encontró y lo arrastró hasta sus colchonetas.

Encendió las mechas de los gruesos pedazos de vela —los siete— e inmediatamente se difundió una luz dorada. Las llamas chisporroteaban suavemente y temblaban a veces en la corriente de aire.

Bastián respiró otra vez y volvió a coger el libro.

VII

La Voz del Silencio

ozosamente se adentró Atreyu en el bosque de columnas que, a la clara luz de la luna, arrojaban sus sombras negras. Un silencio profundo lo rodeó y apenas oía el sonido de sus propios pies descalzos. Ya no sabía quién era ni cómo se llamaba, cómo había llegado hasta allí ni qué buscaba. Estaba lleno de asombro, pero no sentía preocupación alguna.

El suelo estaba cubierto por todas partes de mosaicos, con adornos enigmáticamente intrincados o misteriosas escenas y dibujos. Atreyu anduvo por él, subió anchas escaleras, llegó a amplias terrazas, bajó otra vez escaleras y recorrió una larga avenida de columnas de piedra. Las contempló una tras otra y le gustó que cada una estuviera decorada de una forma distinta y cubierta de distintos signos. De esa forma se fue alejando cada vez más de la Puerta sin Llave.

Después de haber andado así quién sabe cuánto tiempo, percibió finalmente a lo lejos un sonido flotante y se quedó inmóvil escuchándolo. El sonido se acercó: era una voz que cantaba, muy bella y argentina y alta como la de un niño, pero que sonaba infinitamente triste e incluso parecía a veces sollozar. Aquella canción lastimera corría entre las columnas, veloz como una ráfaga de viento, se inmovilizaba luego en cualquier lugar, subía y bajaba, se aproximaba y se iba, y a Atreyu le parecía como si describiera amplios círculos.

No se movió y aguardó.

Poco a poco, los círculos que la voz trazaba en torno a Atreyu se hicieron más pequeños y él pudo comprender las palabras de la canción:

«Todo una vez solamente acontece

y una vez sí deberá suceder.

Lejos, allí donde el campo florece,

debo morir y desaparecer…»

Atreyu se volvió, siguiendo a la voz que se agitaba inquieta entre columnas, pero no pudo ver a nadie.

—¿Quién eres? —gritó.

Y, como un eco, la voz volvió:

—¿Quién eres?

Atreyu reflexionó.

—¿Quién soy? —murmuró—. No podría decirlo. Me parece que alguna vez sí que lo he sabido. Pero, ¿es tan importante?

La voz cantarina respondió:

«Si quieres hablarme en secreto,

recita un poema completo.

Aquello que no escucho en verso

lo entiendo de un modo diverso…»

Atreyu no estaba muy acostumbrado a hacer rimas ni versos, y le pareció que la conversación iba a resultar un tanto difícil si la voz sólo podía entender lo que rimaba. Tuvo que cavilar un rato antes de producir esto:

«En verso, si lo prefieres,

quisiera saber quién eres.»

E inmediatamente la voz respondió:

«¿Quieres saber quién es quien?

Yo te comprendo muy bien.»

Y luego cantó, desde otra dirección distinta:

«Gracias amigo, cuyo esfuerzo presencio.

Bienvenido seas del modo más serio.

Yo soy Uyulala, la voz del silencio,

voz del Palacio del Profundo Misterio.»

Atreyu se dio cuenta de que la voz sonaba unas veces más fuerte y otras más débil, pero sin cesar nunca por completo. Hasta cuando no cantaba o cuando hablaba él, flotaba siempre a su alrededor, en un tono constante.

Como el sonido se iba alejando lentamente, Atreyu corrió detrás y preguntó:

«Dime, Uyulala, ¿me oyes todavía?

No puedo verte y bien me gustaría.»

La voz le susurró al oído al pasar:

«Nunca ha ocurrido

que alguien me viera.

Soy un latido

siempre a la espera.»

—Entonces, ¿eres invisible? —preguntó Atreyu. Sin embargo, al no recibir respuesta, recordó que tenía que preguntar en verso y dijo:

«¿Así que eres invisible?

¿O eres también insensible?»

Se oyó un pequeño tintineo, que podía ser una risa o un sollozo, y la voz cantó:

«Sí y no y cara y cruz,

según y cómo se mire.

Nunca aparezco a la luz

para que nadie se admire.

Mi cuerpo es acento y tono

pero solamente audible,

y esta voz con que razono

es mi único ser posible.»

Atreyu se maravilló y avanzó cada vez más por el bosque de columnas, siguiendo a la voz. Al cabo de un rato tenía preparada otra pregunta:

«No sé si te entiendo bien.

Tu figura, ¿es sólo ruido?

Y, cuando cesa el sonido,

¿entonces ya no eres quién?»

Y oyó la respuesta, otra vez muy cercana:

«Cuando la canción acabe,

a mí me sucederá

lo que todo el mundo sabe

que un día le pasará

Así son las cosas, hijo

aquí acaba el acertijo.

¡Muy pronto me ocurrirá!»

Otra vez se oyó aquel sollozo y Atreyu, que no entendía por qué lloraba Uyulala, se apresuró a preguntar:

«¿Por qué estás tan triste? Te tengo cariño.

Eres aún muy joven. Tienes voz de niño.»

Y otra vez resonó como un eco:

«Pronto me iré con el viento.

Soy sólo una voz que gime.

El tiempo dura un momento,

de modo que dime, dime:

quiero saber qué te optime.»

La voz se había extinguido en algún lugar entre las columnas y Atreyu, que no podía oírla ya, volvió la cabeza hacia todos los lados. Durante corto tiempo reinó el silencio y luego la voz se acercó otra vez rápidamente desde lejos, sonando casi impaciente:

«Uyulala es respuesta. ¡Debes preguntarle!

Si no se lo preguntas, ¿cómo reprocharle?»

Y la voz cantó:

«La Emperatriz está enferma

y con ella el reino fantásico.

La noche traga al que duerma

y también lo que me es más básico.

Iremos a Nuncajamás

como nunca hubiéramos ido.

Ella tiene otro nombre más

y con él volverá su sentido.»

Atreyu respondió:

«Responde, Uyulala: ¿cómo salvaré su vida?

¿Cómo daré un nombre a la Emperatriz dormida?

Y la voz continuó:

«Oye atento la palabra mía

aunque tú no la entiendas ahora.

Guárdala a partir de este día

y prosigue tu ruta en buen hora.

Al llegar el momento adecuado,

búscala por el mar olvidado,

muéstrala como es, como suena,

otra vez a la luz y a los vientos.

Sólo tú, con palabra serena,

lograrás aliviar sus tormentos.»

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