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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (16 page)

—Tiene razón —opinó Fújur—. ¡Vamos, Atreyu!

Atreyu se subió a las espaldas del dragón de la suerte. Se volvió una vez más hacia la pequeña y vieja Urg1 y gritó:

—¡Adiós!

Pero ella estaba ya en la caverna empaquetando cosas. Cuando volvió a aparecer unas horas más tarde con. Énguivuck, cada uno de ellos llevaba a la espalda un cesto lleno, y los dos estaban otra vez peleándose con ahínco. Así se fueron, tambaleándose sobre sus piernecitas torcidas, sin volver la cabeza ni una sola vez.

Por lo demás, Énguivuck se hizo luego muy famoso, incluso el más famoso de los gnomos de su familia, pero no por sus investigaciones científicas. Sin embargo, ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

Al mismo tiempo que los Dos Colonos se ponían en camino, Atreyu, sobre las espaldas de Fújur, surcaba ya los aires lejos, muy lejos, por los cielos de Fantasia.

Bastián miró involuntariamente a la claraboya y se imaginó lo que ocurriría si allí arriba en el cielo, ya casi completamente oscuro, viera de repente al dragón de la suerte acercarse como una llama blanca y ondulante… ¡Si los dos vinieran a buscarlo!

—¡Eso —suspiró— no estaría nada mal!

Él podría ayudarlos… Y ellos a él. Sería la salvación de todos.

VIII

En el País de la Gentuza

acia el cielo volaba Atreyu. Su manto rojo se agitaba tras él, ondulando fuertemente. Su trenza de pelo negro azulado, anudada con una cinta de cuero, flotaba al viento. Fújur, el dragón blanco de la suerte, se deslizaba con movimientos sinuosos, lentos y regulares, entre la niebla y los jirones de nubes.

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo… ¿Cuánto tiempo llevaban ya viajando? Días y noches, y más días… Atreyu ya no sabía cuánto tiempo. El dragón podía volar también dormido, lejos, cada vez mas lejos, y Atreyu dormitaba de cuando en cuando, agarrado a su blanca melena. Pero era sólo un sueño ligero e inquieto. Y por eso su vela se convertía también, poco a poco, en un sueño en el que nada era definido.

Abajo, en lo profundo, pasaban montañas vagas, países y mares, islas y ríos… Atreyu no les prestaba ya atención y tampoco acicateaba a su cabalgadura como había hecho en los primeros tiempos, cuando se marcharon del Oráculo del Sur. Al principio se había sentido impaciente porque había creído que, sobre las espaldas de un dragón de la suerte, no sería demasiado difícil llegar a las fronteras de Fantasia y, más allá de esas fronteras, al Mundo Exterior, donde viven las criaturas humanas.

No sabía lo grande que era Fantasia.

Ahora luchaba contra aquel cansancio de piedra que quería dominarlo. Sus ojos oscuros, normalmente tan agudos como los de un aguilucho, no miraban ya a lo lejos. De vez en cuando hacía acopio de toda su voluntad, se enderezaba en su asiento y oteaba en derredor, pero pronto se ensimismaba otra vez, mirando sólo, ante sí, el cuerpo largo y flexible del dragón, cuyas escamas de color madreperla brillaban rosadas y blancas. También Fújur estaba agotado. Hasta sus fuerzas, que habían parecido inmensas, se iban acabando poco a poco.

Más de una vez, en aquel largo vuelo, habían visto debajo, en el paisaje, aquellos lugares en que la Nada se extendía y que no se podían mirar sin tener la sensación de haberse quedado ciego. Muchos de esos lugares, vistos desde tanta altura, parecían aún relativamente pequeños, pero había ya otros que eran tan grandes como países enteros y se extendían hasta el lejano horizonte. El espanto se había apoderado del dragón de la suene y de su jinete, y se habían desviado, volando en otra dirección, para no tener que contemplar aquel horror. Sin embargo, una cosa rara es que el horror pierde su espanto cuando se repite mucho. Y, como los lugares de aniquilación no disminuían sino que eran cada vez más numerosos, Fújur y Atreyu se habían acostumbrado poco a poco a ellos… o, más bien, les había entrado una especie de indiferencia. Apenas les prestaban ya atención.

Llevaban sin hablar mucho tiempo, cuando Fújur hizo resonar de pronto su voz de bronce:

—Atreyu, mi pequeño señor, ¿estás dormido?

—No —dijo Atreyu, aunque realmente había estado sumido en un sueño intranquilo—, ¿qué pasa, Fújur?

—Me pregunto si no sería mas sensato volver.

—¿Volver? ¿A dónde?

—A la Torre de Marfil. A la Emperatriz Infantil.

—¿Quiéres decir volver con las manos vacías?

—Bueno, yo no lo llamaría así, Atreyu. ¿Cuál era tu misión?

—Tenía que descubrir la causa de la enfermedad que sufre la Emperatriz Infantil y el remedio para ella.

—Pero no tenías la misión —replicó Fújur— de llevar tú ese remedio.

—¿Qué quieres decir?

—Que quizá estemos cometiendo un gran error al intentar trasponer las fronteras de Fantasia para encontrar a una criatura humana.

—No entiendo a dónde quieres ir a parar, Fújur. Explícate mejor.

—La Emperatriz Infantil está mortalmente enferma —dijo el dragón—, porque necesita un nuevo nombre. Eso fue lo que te reveló la Vetusta Morla. Pero ese nombre sólo se lo pueden dar las criaturas humanas del Mundo Exterior. Eso fue lo que te dijo Uyulala. Con eso has cumplido tu misión y me parece que tendrías que comunicárselo rápidamente a la Emperatriz Infantil.

—Pero, ¿de qué le servirá que le diga todo eso —exclamó Atreyu— si no le llevo al mismo tiempo a una criatura humana que la pueda salvar?

—Eso no puedes saberlo —repondió Fújur—. Ella es mucho más poderosa que tú y que yo. Quizá le sería más fácil llamar a una criatura humana. Quizá tenga medios y caminos totalmente desconocidos para ti y para mí, y para todos los seres de Fantasia. Pero, para eso, tendría que saber precisamente lo que tú sabes. Suponte que fuera así. Entonces no sólo sería totalmente absurdo que intentáramos buscar por nuestra cuenta a una criatura humana para llevársela, sino que podría ocurrir incluso que, entretanto, la Emperatriz muriera, por no volver nosotros a tiempo.

Atreyu guardó silencio. Lo que había dicho el dragón era cierto sin duda. Podía ser que fuera así, y también podía ser que no. Era muy posible que, si volvía ahora con su mensaje, ella le dijera: —¿Y de qué me sirve todo eso? Si me hubieras traído a un salvador, me hubiera puesto buena. Pero ahora es demasiado tarde para enviarte otra vez.

Atreyu no sabía qué hacer. Y estaba cansado, demasiado cansado para tomar decisiones.

—¿Sabes Fújur? —dijo en voz baja, pero el dragón lo oyó muy bien—. Quizá tengas razón y quizá no. Vamos a volar un poco más. Si no encontramos ninguna frontera, volveremos.

—¿A qué llamas tú un poco más? —preguntó el dragón.

—A unas horas… —murmuró Atreyu—. Bueno, a
una
hora más.

Pero aquella hora fue una hora de más.

Ninguno de los dos se había dado cuenta de que, en el norte, el cielo se había ennegrecido de nubes. Al oeste, donde estaba el sol, se había puesto incandescente y unas líneas de mal agüero cubrían el horizonte como algas sanguinolentas. Al este se estaba formando, como un manto de plomo gris, una tormenta ante la que los jirones de nubes parecían de tinta azul descolorida. Y desde el sur venía una polvareda de color azufre, que se estremecía y centelleaba de relámpagos.

—Parece —dijo Fújur— que vamos a tener mal tiempo.

Atreyu miró a todos lados.

—Sí —dijo—, es preocupante. Pero de todas formas tenemos que seguir.

—Sería más sensato que buscáramos refugio —contestó Fújur—. Si es lo que me figuro, no a va ser ninguna broma.

—¿Y qué es lo que te figuras?

—Que son los cuatro gigantes de los vientos que otra vez quieren pelea —explicó Fújur—. Casi siempre disputan entre sí sobre cuál es el más fuerte y debe reinar sobre los otros. Para ellos es una especie de juego, porque no les pasa nada. Pero, ¡ay del que se ve mezclado en el encuentro! Por lo general no queda mucho de él.

—¿No puedes volar por encima? —preguntó Atreyu.

—¿Lejos de su alcance, quieres decir? No, tan alto no puedo llegar. Y debajo de nosotros, hasta donde puedo ver, sólo hay agua, algún mar gigantesco. No veo ningún sitio donde nos podamos meter.

—Entonces no queda más remedio que esperarlos —decidió Atreyu—. De todas :formas, quisiera preguntarles algo.

—¿
Qué
quieres hacer? —exclamó el dragón, dando un salto de susto en el aire.

—Si son los cuatro gigantes de los vientos —explicó Atreyu— conocerán todos los puntos cardinales de Fantasia. Nadie podría decirnos mejor dónde están sus fronteras.

—¡Santo cielo! —gritó el dragón—. ¿Te crees que se puede charlar tranquilamente con ellos?

—¿Cómo se llaman? —quiso saber Atreyu.

—El del norte se llama Lirr, el del este Baureo, el del sur Schirk y el del oeste Mayestril —respondió Fújur—. Pero oye, Atreyu, ¿qué clase de persona eres? ¿Un niño o un pedazo de hierro que no sabe lo que es el miedo?

—Al atravesar la puerta de las esfinges —respondió Atreyu— perdí todo miedo. Además, llevo el signo de la Emperatriz. Todas las criaturas de Fantasia lo respetan. ¿Por qué no habrían de hacerlo los gigantes de los vientos?

—¡Oh, lo harán! —exclamó Fújur—. Pero son estúpidos y no podrás impedir que se peleen entre sí. ¡Y ya verás lo que eso quiere decir!

Entretanto, las nubes de tormenta se habían acercado tanto por todas partes que Atreyu vio a su alrededor algo que parecía un embudo de proporciones monstruosas, un cráter de volcán, cuyas paredes empezaban a dar vueltas cada vez más aprisa, de forma que el amarilllo de azufre, el gris de plomo, el rojo de sangre y el negro profundo se mezclaban. Y también él se vio arrastrado en círculos sobre su dragón blanco, como una cerilla de madera en medio de un furioso remolino. Y entonces vio a los gigantes de la tormenta.

En realidad sólo se componían de rostros, porque sus miembros eran tan cambiantes y múltiples —tan pronto largos como cortos, centenares o ninguno, precisos o nebulosos—, y estaban enzarzados en una pelea tan monstruosa, que era imposible distinguir su verdadero aspecto. También los rostros cambiaban continuamente, haciéndose gruesos o hinchados y estirándose luego a lo largo o a lo ancho, aunque seguían siendo siempre rostros que podían distinguirse entre sí. Abrían bruscamente la boca y gritaban y bramaban y aullaban y se reían unos de otros. Al dragón y su jinete no parecieron siquiera haberlos visto, porque, en comparación con ellos, eran diminutos como un mosquito.

Atreyu se enderezó. Cogió con la mano derecha el amuleto de oro de su pecho y gritó, tan fuerte como pudo:

—¡En nombre de la Emperatriz Infantil, callaos y escuchad!

¡Y entonces ocurrió lo increíble!

Como si de repente se hubieran quedado mudos, los vientos se callaron. Sus bocas se cerraron y ocho gigantescos ojos saltones miraron a ÁURYN. También el remolino cesó. De pronto reinó una calma absoluta.

—¡Decidme! —gritó Atreyu—. ¿Dónde están las fronteras de Fantasia? ¿Lo sabes tú, Lirr?

—Al norte, no —respondió el rostro de nubes negras.

—¿Y tú, Baureo?

—Tampoco al este —contestó el rostro de nubes grises.

—¡Habla tú, Schirk!

—Al sur no hay fronteras —dijo el rostro de nubes amarillas como el azufre.

—Mayestril, ¿lo sabes tú?

—No hay fronteras al oeste —replicó el rostro de nubes rojas como el fuego.

. Y entonces dijeron todos a una:

—¿Quién eres tú, que llevas el signo de la Emperatriz Infantil y no sabes que Fantasia no tiene fronteras?

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