Read La Historia Interminable Online
Authors: Michael Ende
Sin embargo, muchos no se atrevían a pronunciar ese nombre y lo llamaban «la Alhaja» o también «el Pentáculo» o, simplemente, «el Esplendor».
Así pues, ¡el libro llevaba el signo de la Emperatriz Infantil!
Un murmullo recorrió la sala y se oyeron algunas exclamaciones de asombro. Hacía tiempo que no se confiaba a nadie la Alhaja.
Caíron golpeó en el suelo con los cascos urcas cuantas veces, hasta que la agitación cesó, y entonces dijo con voz profunda:
—Amigos, no os asombréis demasiado: sólo llevaré a ÁURYN por corto tiempo. Soy únicamente su portador. Pronto entregaré el Esplendor a alguien más digno que yo.
Un silencio en el que nadie respiraba se había extendido por la sala.
—No intentaré suavizar nuestra derrota con bellas palabras —siguió diciendo Caíron—. Todos estamos perplejos ante la enfermedad de la Emperatriz. Sólo sabemos que la destrucción de Fantasia ha venido al mismo tiempo que esa enfermedad. No sabemos más. Ni siquiera si el arte médico puede salvarla. Pero es posible —y confío en no ofender a nadie si hablo francamente—, es posible que nosotros, los que estamos aquí reunidos, no reunamos
todos
los conocimientos ni
toda
la sabiduría. Incluso tengo la última y única esperanza de que, en alguna parte de este reino sin fronteras de Fantasia, exista un ser más sabio que nosotros, capaz de prestarnos consejo y ayuda. Pero eso es más que incierto. Dondequiera que pueda estar la posibilidad de salvación… una cosa es segura: su búsqueda requiere un explorador capaz de encontrar su camino en lo intransitable y de no retroceder ante ningún peligro ni ningún esfuerzo; en una palabra: un héroe. Y la Emperatriz Infantil me ha dicho el nombre de ese héroe, al que confía su destino y el nuestro: se llama Atreyu y vive en el Mar de Hierba, detrás de los Montes de Plata. Yo le entregaré a ÁURYN y lo enviaré a la Gran Búsqueda. Y ahora ya lo sabéis todo…
Dicho esto, el viejo centauro salió ruidosamente de la sala.
Los que se quedaron se miraron unos a otros confusos.
—¿
Cómo
se llamaba ese héroe? —preguntó uno.
—Atreyu o algo parecido —dijo otro.
—¡No lo he oído en mi vida! —exclamó un tercero. Y los cuatrocientos noventa y nueve médicos movieron preocupados la cabeza.
El reloj de la torré dio las diez. Bastián se asombró de lo deprisa que había pasado el tiempo. Durante las clases, cada hora le parecía normalmente una eternidad. Abajo, en el aula, tenían ahora Historia con el señor Droehn, un hombre delgado, casi siempre de mal humor, a quien le gustaba especialmente poner en ridículo a Bastián delante de todos porque no podía recordar las fechas de las batallas, los nacimientos ni los reinados de nadie.
El Mar de Hierba, situado tras los Montes de Plata, estaba a muchos, muchísimos días de camino de la Torre de Marfil. Se trataba de una pradera que, realmente, era tan ancha y tan grande y tan plana como el mar. Una hierba jugosa crecía en ella hasta la altura de un hombre y, cuando el viento la acariciaba, las olas la recorrían como si fuera el océano y murmuraba lo mismo que el agua.
El pueblo que allí vivía se llamaba «los hombres de hierba» o también «los pieles verdes». Tenían el pelo de color negro azulado e incluso los hombres lo llevaban largo y, a menudo, en trenzas, y su piel era de un color verde oscuro que tiraba un poco a castaño, como el de las aceitunas. Llevaban una vida sumamente sobria, severa y dura, y sus hijos, tanto los chicos como las chicas, eran educados en el valor, la nobleza y el orgullo. Tenían que aprender a soportar el calor, el frío y las privaciones y poner a prueba su arrojo. Esto era necesario porque los pieles verdes eran un pueblo de cazadores. Todo lo que necesitaban para la vida lo fabricaban con la hierba dura y fibrosa de las praderas o lo sacaban de los búfalos purpúreos que, en enormes rebaños, recorrían el Mar de Hierba.
Aquellos búfalos purpúreos eran casi dos veces mayores que toros o vacas corrientes, tenían una piel de pelo largo, brillo sedoso y color rojo púrpura, y unos cuernos formidables, de puntas duras y afiladas como puñales. En general eran pacíficos, pero cuando husmeaban un peligro o se sentían atacados, podían ser tan terribles como una fuerza de la Naturaleza. Nadie se hubiera atrevido a cazar a aquellos animales, salvo los pieles verdes… que además lo hacían sólo con arcos y flechas. Preferían la lucha caballeresca y por eso ocurría a menudo que no era el animal sino el cazador quien perdía la vida. Los pieles verdes querían y respetaban a los búfalos purpúreos y creían que únicamente tenían derecho a matarlos porque estaban dispuestos a ser matados por ellos.
La noticia de la enfermedad de la Emperatriz Infantil y de la fatalidad que amenazaba a toda Fantasia no había llegado aún a aquellas tierras. Hacía ya mucho tiempo que ningún viajero llegaba a los campamentos de los pieles verdes. La hierba crecía más jugosa que nunca, los días eran claros y las noches estrelladas. Todo parecía ir bien.
Pero un día apareció en el campamento un viejo centauro negro de pelo blanco. Su piel chorreaba sudor, parecía mortalmente exhausto y su rostro barbudo estaba consumido y demacrado. En la cabeza llevaba un extraño sombrero de juncos tejidos y, al cuello, una cadena de la que colgaba un gran amuleto. Era Caíron.
Se quedó de pie en medio del espacio despejado que rodeaban las tiendas del campamento en círculos cada vez más anchos, allí donde los ancianos se reunían para el consejo o donde, en los días de fiesta, se bailaban bailes y se cantaban viejas canciones. Esperó y miró a su alrededor, pero a su alrededor sólo se apretaban mujeres y hombres muy viejos y niños muy pequeños, que lo miraban curiosos. Impaciente, golpeó el suelo con los cascos.
—¿Dónde están los cazadores y cazadoras? —resopló, quitándose el sombrero y secándose la frente.
Una mujer de pelo blanco, con un bebé en los brazos, respondió:
—Todos han ido de caza. No volverán hasta dentro de tres o cuatro días.
—¿Está Atreyu con ellos? —preguntó el centauro.
—Sí, extranjero, pero, ¿de qué lo conoces?
—No lo conozco. ¡Id a buscarlo!
—Extranjero —respondió un anciano con muletas—, difícilmente vendrá porque hoy es
su
caza. Comienza a la puesta de sol. ¿Sabes lo que eso significa?
Caíron sacudió sus crines y piafó.
—No lo sé y tampoco importa, porque tiene algo más importante que hacer. Ya conocéis el Signo que llevo. Por lo tanto, ¡id a buscarlo!
—Vemos la Alhaja —dijo una niña— y sabemos que te envía la Emperatriz Infantil. Pero, ¿quién eres tú?
—Me llamo Caíron —refunfuñó el centauro—, Caíron el Médico, si es que eso os dice algo.
Una anciana encorvada se adelantó y dijo:
—Es verdad. Lo conozco. Lo vi una vez cuando todavía era yo joven. ¡Es el médico más importante y famoso de Fantasia!
El centauro hizo un gesto de saludo con la cabeza.
—Gracias, mujer —dijo—, y ahora, si alguno de vosotros fuera tan amable y trajese de una vez a Atreyu… Es urgente. Está en juego la vida de la Emperatriz Infantil.
—¡Yo lo haré! —gritó una niña que tendría unos cinco o seis años.
Corrió y, pocos segundos más tarde, se la pudo ver entre las tiendas, sobre un caballo sin silla que partía al galope.
—¡Vaya, por fin! —refunfuñó Caíron. Y perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, no supo al principio donde estaba, porque a su alrededor reinaba la oscuridad. Sólo poco a poco se dio cuenta de que se encontraba en una tienda espaciosa, echado sobre una manta de piel. Parecía ser de noche y, por una grieta de la cortina que hacía de puerta, penetraba el resplandor de las llamas de una hoguera.
—¡Por los clavos de una herradura! —murmuró mientras trataba de incorporarse—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Una cabeza echó una ojeada por la cortina de la puerta„ se retiró y alguien dijo:
—Sí, parece que se ha despertado.
Entonces la cortina fue corrida a un lado y entró un muchacho de unos diez años. Llevaba pantalones largos y zapatos de cuero blando de búfalo. Tenía el torso desnudo y sólo le colgaba de los hombros un manto purpúreo, al parecer de pelo de búfalo, que le llegaba hasta el suelo. Su pelo, largo y de color negro azulado, lo llevaba atado en la nuca con tiras de cuero, formando una trenza. En la piel verde aceitunada de su frente y sus mejillas había pintados, en color blanco, algunos adornos sencillos. Sus ojos oscuros centelleaban coléricos mirando al intruso, pero por lo demás no se apreciaba en sus facciones emoción alguna.
—¿Qué quieres de mí, extranjero? —preguntó—. ¿Por qué has venido a mi tienda? ¿Y por qué me has privado de mi caza? Si hubiera matado hoy al gran búfalo —y mi flecha estaba ya en la cuerda cuando me llamaron— mañana sería un cazador. Ahora tendré que esperar un año entero. ¿Por qué?
El viejo centauro lo miró desconcertado.
—¿Eso quiere decir —preguntó por fin— que eres Atreyu?
—Sí, extranjero.
—¿No hay algún otro, un hombre adulto, un cazador experimentado, con ese nombre?
—No, Atreyu soy yo y nadie más.
El viejo Caíron se dejó caer en el lecho y jadeó:
—¡Un niño! ¡Un muchacho! Realmente, las decisiones de la Emperatriz Infantil son difíciles de comprender.
Atreyu callaba, esperando inmóvil.
—Perdóname, Atreyu —dijo Caíron, que sólo con dificultad podía dominar su agitación—, no tenía la intención de ofenderte, pero sencillamente ha sido una sorpresa demasiado grande. A decir verdad, ¡estoy desesperado! Me pregunto seriamente si la Emperatriz Infantil sabía de veras lo que hacía al elegir a un niño como tú. ¡Evidentemente, es una locura! Y si lo hizo deliberadamente, entonces… entonces…
Sacudió con violencia la cabeza y balbuceó:
—¡No! ¡No! Si yo hubiera sabido a quién me enviaba, me hubiera negado simplemente a transmitir su encargo. ¡Me hubiera negado!
—¿Qué encargo? —preguntó Atreyu.
—¡Es una monstruosidad! —exclamó Caíron, dejándose llevar por la cólera—. Cumplir esa misión hubiera sido probablemente algo imposible para los héroes más grandes y aguerridos, pero para ti … Ella te envía a lo desconocido a buscar algo que nadie conoce. Nadie puede ayudarte, nadie puede darte consejos y nadie puede predecir lo que te aguarda. Y, sin embargo, tienes que decidir enseguida, ahora mismo, sobre la marcha, si aceptas o no esa misión. No hay momento que perder. He galopado casi sin pausa diez días con sus noches para encontrarte. Pero ahora… ahora casi quisiera no haber venido. Soy muy viejo y estoy al cabo de mis fuerzas. ¡Dame un trago de agua, por favor!
Atreyu trajo un jarro de agua fresca de la fuente. El centauro bebió a grandes sorbos, luego se enjugó la barba y dijo, un poco más tranquilo:
—¡Gracias, qué bien me hace! Ahora me siento mejor. Escucha, Atreyu, no necesitas aceptar ese encargo. La Emperatriz Infantil lo deja a tu elección. No te lo ordena. Yo se lo explicaré y ella encontrará a otro. No debía de saber que eres un muchacho. Se habrá confundido con otro; ésa es la única explicación.
—¿En qué consiste la misión? —quiso saber Atreyu.
—En encontrar el remedio para la Emperatriz Infantil —respondió el viejo centauro— y salvar a Fantasia.
—¿La Emperatriz está enferma? —preguntó asombrado Atreyu.
Caíron comenzó a contar lo que le pasaba a la Emperatriz Infantil y lo que habían relatado los mensajeros de toda Fantasia. Atreyu siguió haciendo preguntas y el centauro las contestó lo mejor que pudo. Fue una larga conversación nocturna. Y cuanto mejor comprendía Atreyu todo el alcance de la fatalidad que había caído sobre Fantasia, tanto más claramente se dibujaba en su rostro, al principio tan reservado, la más franca consternación.
—Y yo —murmuró finalmente con labios pálidos—, que no sabía nada de todo eso…
Caíron miró al muchacho por debajo de sus espesas y blancas cejas, de una forma seria y preocupada.
—Ahora ya sabes cómo están las cosas, y quizá comprendas por qué perdí la serenidad al verte. Y, sin embargo, la Emperatriz Infantil pronunció tu nombre. «Ve y busca a Atreyu», dijo. «Pongo en él toda mi confianza», dijo. «Pregúntale si quiere emprender la Gran Búsqueda, por mí y por Fantasia», dijo. No sé por qué te eligió a ti. Quizá sólo un muchacho como tú pueda realizar esa tarea imposible. No lo sé y no puedo aconsejarte.
Atreyu se quedó sentado con la cabeza baja y en silencio. Comprendía que se le presentaba una prueba que era mucho, muchísimo más importante que su caza. Hasta para los mayores cazadores y los mejores exploradores hubiera sido difícil de superar, pero para él resultaba excesiva.
—¿Qué? —le preguntó en voz baja el centauro—. ¿Quieres hacerlo?
Atreyu levantó la cabeza y lo miró de frente.
—Quiero —dijo con firmeza.
Caíron asintió despacio, y luego se quitó del cuello la cadena con el amuleto de oro y se la puso a Atreyu.
—Que, ÁURYN te dé el gran poder —dijo solemnemente—, pero no lo utilices. Porque tampoco la Emperatriz Infantil usa nunca de su propio poder. ÁURYN te protegerá y guiará, pero tú no deberás intervenir, porqué tu propia opinión no cuenta a partir de ahora. Por eso debes ir sin armas. Debes dejar que ocurra lo que tenga que ocurrir. Todo debe ser igual para ti: mal y bien, belleza y fealdad, necedad y sabiduría…, lo mismo que es igual para la Emperatriz Infantil. Sólo debes buscar y preguntar, pero nunca juzgar por ti mismo. ¡No lo olvides jamás, Atreyu!
—¡ÁURYN! —repitió Atreyu con respeto—. Me haré digno de llevar la Alhaja. ¿Cuándo debo partir?
—Ahora mismo —respondió Caíron—. Nadie sabe cuánto durará tu Gran Búsqueda. Es posible que cada hora importe. ¡Despídete de tus padres y hermanos!
—No tengo —replicó Atreyu—. Mis padres fueron muertos por un búfalo, poco después de venir yo al mundo.
— ¿Y quién te crió?
—Todas las mujeres y todos los hombres juntos. Por eso me llamaron Atreyu, que quiere decir, en palabras del Gran Lenguaje: «Hijo de Todos».
Nadie podía comprender mejor que Bastián lo que eso significaba. Aunque su padre viviera aún. Y aunque Atreyu no tuviera padre ni madre. Sin embargo, Atreyu había sido educado por todos los hombres y mujeres juntos y era el «hijo de todos», mientras que él, Bastián, en el fondo no tenía a nadie… Era un «hijo de nadie». A pesar de todo, Bastián se alegraba de que, de esa forma, tuviera algo en común con Atreyu que, por lo demás, no se parecía en nada a él, por desgracia, ni en su arrojo y decisión ni en su aspecto físico. Y, sin embargo, también él, Bastián, había emprendido una Gran Búsqueda que no sabía a dónde lo conduciría ni cómo terminaría.