La Historia Interminable (33 page)

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Authors: Michael Ende

—Así que ahora eres tú quien lleva el Esplendor.

Su rostro le pareció a Bastián un poco reservado y por eso se apresuró a decir:

—¿Quieres llevarlo tú otra vez?

Se dispuso a quitarse la cadena.

—¡No!

La voz de Atreyu había sonado casi áspera y Bastián se detuvo perplejo. Atreyu sonrió disculpándose y repitió con suavidad:

—No, Bastián, yo lo he llevado ya tiempo suficiente.

—Como quieras —dijo Bastián. Luego le dio la vuelta al Signo.

—¡Mira! ¿Has visto esta inscripción?

—Sí que la he visto —respondió Atreyu—, pero no sé lo que dice.

—¿Por qué?

—Los pieles verdes sabemos leer rastros pero no letras.

Esta vez fue Bastián quien dijo «¿Ah sí?».

—¿Qué dice la inscripción? —quiso saber Atreyu.

—«HAZ LO QUE QUIERAS» —leyó Bastián.

Atreyu miró el Signo fijamente.

—¿De modo que es eso? —murmuró. Su rostro no expresaba emoción alguna y Bastián no podía adivinar lo que pensaba. Por eso preguntó: —Si lo hubieras sabido, ¿habrías actuado de otra forma?

—No —dijo Atreyu—, hice lo que quise.

—Eso es verdad —dijo Bastián asintiendo.

Otra vez se quedaron callados un rato.

—Tengo que preguntarte una cosa, Atreyu —dijo Bastián tomando por fin la palabra de nuevo—. Dijiste que yo tenía un aspecto distinto cuando me viste en la Puerta del Espejo Mágico.

—Sí, muy distinto.

—¿En qué sentido?

—Estabas muy gordo y pálido e ibas vestido de forma totalmente diferente.

—¿Gordo y pálido? —dijo Bastián sonriendo con incredulidad—. ¿Estás seguro de que era yo?

—¿No lo eras?

Bastián reflexionó.

—Tú me viste, eso lo sé. Pero yo he sido siempre como soy ahora.

—¿De veras?

—¡Si no fuera así, me acordaría! —exclamó Bastián.

—Sí —dijo Atreyu mirándolo pensativo—, te acordarías.

—¿No sería un espejo deformante?

Atreyu movió la cabeza.

—No lo creo.

—¿Cómo te explicas entonces que me vieras así?

—No lo sé —confesó Atreyu—. Sólo sé que no me equivoco.

Luego se quedaron otra vez en silencio largo tiempo y por fin se fueron a dormir.

Cuando Bastián estaba echado en su cama, cuyos pies y cabecera eran, naturalmente, de la más fina filigrana de plata, no podía dejar de pensar en su conversación con Atreyu. De algún modo le parecía que su victoria sobre Hýnreck el Héroe y hasta su estancia con Graógraman le impresionaban menos a Atreyu desde que sabía que él tenía el Esplendor. Quizá pensaba que, en esas circunstancias, no habían tenido nada de particular. Sin embargo, Bastián quería que Atreyu lo estimase sin reservas.

Pensó mucho tiempo. Tenía que ser algo que nadie pudiera hacer en Fantasia, ni siquiera con el Signo. Algo que sólo pudiera hacer él, Bastián.

Y finalmente se le ocurrió: ¡inventar historias!

Siempre se había dicho que en Fantasia nadie podíacrear algo nuevo. Hasta la voz de Uyulala había hablado de ello. Y precisamente eso era lo que él sabía hacer especialmente bien.

¡Atreyu vería que el, Bastián, era un gran autor!

Deseó que, tan pronto como fuera posible, se presentara la ocasión de demostrárselo a su amigo. Quizá mañana mismo. Por ejemplo, podría celebrarse un concurso de historias en Amarganz, en el que Bastián eclipsaría a todos con su imaginación.

¡Mejor sería aún que todo lo que contase resultase cierto! ¿No había dicho Graógraman que Fantasia era el país de las historias y, por eso, hasta lo que había ocurrido hacía mucho tiempo podía ocurrir otra vez si aparecía en una historia?

¡Atreyu se quedaría estupefacto!

Y, mientras se imaginaba la admiración asombrada de Atreyu, Bastián se quedó dormido.

Cuando a la mañana siguiente se sentaban en el salón de gala ante un opulento desayuno, Qüérquobad, el Anciano de Plata, dijo:

—Hemos decidido organizar hoy para nuestro huésped, el Salvador de Fantasia, y para su amigo, que nos lo trajo, una fiesta muy especial. Quizá no sepas, Bastián Baltasar Bux, que los amargancios, por una viejísima tradición, somos los cantores v cuentistas de Fantasia. Nuestros niños son iniciados muy pronto en ese arte. Cuando se hacen mayores, deben viajar muchos años por todos los países y ejercer esa profesión para utilidad y provecho de todos. Por eso se nos acoge en todas partes con respeto y alegría. Sin embargo, nos preocupa una cosa: nuestro repertorio de canciones e historias —para decir la verdad— no es muy grande. Y tenemos que repartinos ese poco entre muchos. No obstante, se dice —no sé si con razón— que en tu mundo eras conocido por tu capacidad para inventar historias. ¿Es cierto?

—Sí —dijo Bastián—. Hasta se han reído de mí poreso.

Qüérquobad, el Anciano de Plata, enarcó asombrado las cejas.

—¿Se han reído de ti porque sabías contar historias que nadie había oído nunca? ¡Cómo es posible! Ninguno de nosotros es capaz de hacerlo y todos nosotros, yo y mis con ciudadanos, te quedaríamos indeciblemente agradecidos si quisieras ofrecernos algunas historias nuevas. ¿Nos ayudarás con tu talento?

—¡Con mucho gusto! —respondió Bastián.

Después del desayuno salieron a la escalera del palacio de Qüérquobad, donde aguardaba ya Fújur.

Entretanto, en la plaza se había congregado una gran multitud, pero esta vez había pocos de los forasteros que habían venido a la ciudad para el torneo. En su mayor parte, la multitud se componía de amargancios, hombres, mujeres y niños, todos ellos bien parecidos y de ojos azules y todos con elegante vestimenta de plata. La mayoría tenía instrumentos de cuerda hechos de plata, arpas, liras, guitarras o laúdes, con los que pensaban acompañar su representación, porque todos ellos tenían la esperanza de poder exhibir su arte ante Bastián y Atreyu.

Otra vez habían colocado sillones; Bastián tomó asiento en el centro entre Qüérquobad y Atreyu. Fújur se colocó detrás. Entonces Qüérquobad dio una palmada y dijo en el silencio que se hizo:

—El gran autor va a complacer nuestros deseos. Nos va a contar historias nuevas. Por lo tanto, amigos, ¡haced cuanto podáis para animarlo!

Todos los amargancios de la plaza se inclinaron profundamente en silencio. Luego se adelantó el primero y comenzó a recitar. Después de él vinieron otros y otros. Todos tenían voces hermosas y sonoras y lo hacían muy bien.

Las historias, poesías y canciones que presentaron eran emocionantes, alegres o también tristes, pero exigirían aquí demasiado espacio. Deben ser contadas en otra ocasión. En total fueron unas cien diferentes. Después comenzaron a repetirse. Los amargancios que intervenían no podían ofrecer más que lo que sus predecesores habían hecho ya oír.

Sin embargo, Bastián estaba cada vez más excitado, porque aguardaba el momento en que le tocaría a él. Su deseo de la noche anterior se había cumplido al pie de la letra. Apenas podía soportar su propia impaciencia por que también todos sus demás deseos se cumplieran. Miró a Atreyu de soslayo, pero éste se sentaba con expresión impasible y escuchaba. No podía apreciarse en él ninguna emoción.

Finalmente, Qüérquobad, el Anciano de Plata, pidió a sus conciudadanos que se interrumpieran. Se volvió suspirando hacia Bastián y habló:

—Como ya te dije, Bastián Baltasar Bux, nuestro repertorio, por desgracia, es muy pequeño. No es culpa nuestra que no tenga más historias. Ya ves que hacemos lo que podemos. ¿Nos ofrecerás alguna de las tuyas?

—Os regalaré todas las historias que he inventado —dijo Bastián generosamente— porque puedo inventarme las que quiera. Muchas de ellas se las conté a una niña llamada Kris Ta, pero la mayoría sólo me las he contado a mí mismo. Por lo tanto, nadie las conoce aún. Sin embargo, harían falta semanas y meses para contarlas todas y no puedo quedarme tanto tiempo con vosotros. Por eso os voy a contar una historia en la que están contenidas todas las demás. Se llama «La historia de la Biblioteca de Amarganz» y es muy corta.

Reflexionó un poco y comenzó al azar:

—«En tiempos muy remotos vivía en Amarganz una Anciana de Plata llamada Quana, que reinaba en la ciudad. En aquellos tiempos antiquísimos no existía Murhu, el Lago de las Lágrimas, ni estaba hecha Amarganz de la plata especial que resiste a sus aguas. Todavía era una ciudad completamente corriente, con casas de piedra y madera. Y estaba en un valle, entre colinas de bosques.

Quana tenía un hijo llamado Qüin, que era un gran cazador. Un día, Qüin vio en los bosques un unicornio que tenía una piedra luminosa en la punta de su cuerno. Mató al animal y se llevó la piedra a casa. Sin embargo, con ello atrajo una gran desgracia sobre la ciudad de Amarganz. Sus habitantes tuvieron cada vez menos hijos. Si no encontraban la salvación, estaban condenados a extinguirse. Pero no era posible volver a la vida al unicornio y nadie sabía qué hacer.

Quana, la Anciana de Plata, envió mensajeros al Oráculo del Sur, que entonces existía todavía, a fin de que Uyulala le dijera lo que se debía hacer. No obstante, el Oráculo del

Sur estaba muy lejos. El mensajero había sido un joven al salir y cuando volvió era muy anciano. Quana, la Anciana de Plata, había muerto hacía mucho tiempo y, entretanto, la había sucedido su hijo Qüin. También él, naturalmente, era viejísimo, lo mismo que todos los demás amargancios. Sólo había una pareja de niños, un chico y una chica. Él se llamaba Aqüil y ella Muqua.

El mensajero hizo saber lo que le había manifestado la voz de Uyulala: Amarganz sólo podría subsistir si se convertía en la ciudad más hermosa de toda Fantasia. Únicamente de esa forma quedaría reparado el crimen de Qüin. No obstante, los amargancios sólo podrían lograrlo con ayuda de los ayayai, que son los seres más feos de Fantasia. Se les llama también «los que siempre lloran» porque, por el pesar que les causa su propia fealdad, derraman lágrimas continuamente. Sin embargo, precisamente con esos torrentes de lágrimas lavan esa plata especial de las profundidades de la tierra y hacen con ella la más maravillosa de las filigranas.

Entonces todos los amargancios fueron a buscar a los ayayai, pero no pudieron encontrar a ninguno porque viven en las profundidades de la tierra. Finalmente sólo quedaron Aqüil y Muqua. Todos los demás habían muerto y, entretanto, lo dos habían crecido. Y los dos juntos lograron encontrar a los ayayai y convencerlos para que hicieran de Amarganz la ciudad más hermosa de toda Fantasia.

Así construyeron los ayayai la primera embarcación de plata y, sobre ella, un pequeño palacio de filigrana, y pusieron la embarcación en la plaza del mercado de la despoblada ciudad. Luego orientaron bajo tierra sus torrentes de lágrimas de forma que, como fuentes, afloraran en el valle que había entre las colinas pobladas de bosques. El valle se llenó de aguas amargas y se convirtió en Murhu, el Lago de las Lágrimas, en el que flotaba el primer palacio de plata. Y allí vivieron Aqüil y Muqua.

Los ayayai habían puesto una condición a la joven pareja: que ésta y todos sus descendientes se dedicasen a cantar canciones y contar cuentos. Y mientras lo hicieran, los ayayai los ayudarían, porque de esa forma participarían también y su fealdad contribuiría a hacer algo bello.

Por eso Aqüil y Muqua fundaron una biblioteca —la famosa Biblioteca de Amarganz— en la que reunieron todas mis historias. Comenzaron por ésta que acabáis de oír, pero poco a poco fueron añadiendo todas las que he contado alguna vez, y finalmente fueron tantas que ni aquellos dos ni sus numerosos descendientes que hoy pueblan la ciudad podrían agotarlas nunca.

El que Amarganz, la más hermosa ciudad de Fantasia, siga existiendo hoy se debe a que los ayayai y los amargancios han cumplido su mutua promesa… aunque ninguno de los dos sabe ya nada de los otros. Sólo el nombre de Murhu, el Lago de las Lágrimas, recuerda todavía lo que ocurrió en tiempos remotos.»

Cuando Bastián hubo terminado, Qüérquobad, el Anciano de Plata, se levantó de su sillón. En su rostro se dibujaba una sonrisa transfigurada.

—Bastián Baltasar Bux —dijo—, nos has dado algo más que una historia y algo más que todas las historias. Ahora sabemos cuál es el origen de Murhu y de nuestros barcos y palacios de plata que flotan en el lago. Ahora sabemos por qué, desde los tiempos antiguos, somos un pueblo de cantores de canciones y narradores de historias. Y, sobre todo, sabemos lo que contiene el edificio grande y redondo que hay en nuestra ciudad y en el que ninguno de nosotros ha entrado porque, desde tiempos inmemoriales, permanece cerrado. Contiene nuestro mayor tesoro y hasta ahora no lo sabíamos. ¡La Biblioteca de Amarganz!

El propio Bastián estaba impresionado por el hecho de que lo que acababa de contar se hubiera hecho realidad (¿o lo hubiera sido siempre? Graógraman, probablemente, habría

dicho: ¡las dos cosas!). De todas formas, quiso convencerse por sus propios ojos.

—¿Dónde está ese edificio? —preguntó.

—Te lo enseñaré —dijo Qüérquobad y, volviéndose a la multitud, gritó: —¡Venid todos! ¡Quizá presenciemos hoy otras maravillas aún!

Una larga comitiva, a cuya cabeza iba el Anciano de Plata con Atreyu y Bastián, se puso en movimiento por las pasarelas que unían los barcos de plata y, finalmente, se detuvo ante un gran edificio que se alzaba sobre un barco redondo y tenía la forma de una enorme caja de plata. Sus paredes exteriores eran lisas y sin adornos, y tampoco tenía ventanas. Sólo había una gran puerta, pero estaba cerrada.

En el centro de la hoja de la puerta, lisa y de plata, había una piedra en un engarce circular, que parecía un pedazo de cristal. Encima estaba la siguiente inscripción:

«Arrancado al cuerno del unicornio, me he apagado.

Mantengo el portón cerrado hasta que mi luz despierte

quien por mi nombre me llame.

Cien años lo alumbraré

guiándolo en las tinieblas profundas

del Minroud de Yor.

Mas si dijera mi nombre otra vez

desde el final al principio,

despediría en un solo instante

la luz de cien años.»

—Ninguno de nosotros —dijo Qüérquobad— ha podido interpretar esa inscripción. Ninguno de nosotros sabe lo que significan las palabras el Minroud de Yor. Ninguno ha descubierto hasta ahora el nombre de la piedra, aunque todos lo hemos intentado una y otra vez. Pero todos nosotros podemos utilizar únicamente nombres que ya existen en Fantasia. Y como son los nombres de otras cosas, nadie ha podido hacer lucir la piedra, abriendo así la puerta. ¿Podrías encontrar tú ese nombre, Bastián Baltasar Bux?

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