Read La Historia Interminable Online
Authors: Michael Ende
Bastián quiso tomar el mando de su ejército, pero Xayide lo disuadió.
—Piensa, señor y maestro —dijo—, que para tu nuevo rango de Emperador de Fantasia no resulta apropiado luchar. Confía en tus leales.
La batalla duró todo el día. Cada pie de terreno del Laberinto fue encarnizadamente defendido por el ejército de Bastián y se convirtió en un campo de batalla ensangrentado y pisoteado. Cuando empezaba ya a oscurecer, los primeros insurrectos habían llegado al pie de la Torre de Marfil.
Y entonces envió Xayide a sus gigantes negros acorazados, a caballo o sin él, que comenzaron a hacer terribles estragos entre los leales a Atreyu.
Es imposible hacer un relato exacto de esa batalla de la Torre de Marfil, y por ello hay que renunciar aquí. Hasta hoy existen en Fantasia innumerables canciones y relatos que hablan de ese día y esa noche, porque cada uno de los que participaron en ella la vivió de un modo distinto. Son historias que quizá deban ser contadas en otra ocasión.
Hay quien dice que también al lado de Atreyu había uno y hasta muchos magos blancos capaces de hacer frente a las artes mágicas de Xayide. Con seguridad no se sabe. Quizá sea ésa la explicación de que Atreyu y su gente pudieran, a pesar de los gigantes negros acorazados, asaltar la Torre de Marfil. Sin embargo, probablemente hay otra razón: Atreyu no luchaba por él sino por su amigo, a quien quería vencer para salvarlo.
La noche había caído hacía tiempo, una noche sin estrellas llena de humo y de llamas. Las antorchas caídas al suelo, los pebeteros volcados o las lámparas destrozadas habían incendiado la Torre en muchos lugares. Bastián, a la luz trémula de los incendios, corría entre los luchadores, que proyectaban sombras espectrales. Lo rodeaban el ruido de las armas y los gritos de los combatientes.
—¡Atreyu! —gritó con voz ronca—. ¡Atreyu, ven! ¡Lucha conmigo! ¿Dónde estás?
Pero la espada Sikanda permanecía en su funda y no se movía.
Bastián recorrió todas las estancias del recinto del palacio y corrió luego sobre los altos muros, que eran allí tan anchos como calles, y cuando precisamente iba a pasar sobre la gran puerta exterior bajo la cual —aunque en mil pedazos— estaba el trono de los espejos, vio a Atreyu que venía hacia él desde el otro lado. Atreyu tenía una espada en la mano. Se enfrentaron, mirándose a los ojos. Sikanda no se movió.
Atreyu le puso a Bastián la punta de la espada en el pecho.
—Dame el Signo —dijo—, por tu propio bien.
—¡Traidor! —gritó Bastián—. ¡Yo te he creado! ¡Yo he dado su existencia a todo lo que hay! ¡Y también a ti! ¿Te vuelves contra mí? ¡Arrodíllate y pídeme perdón!
—Estás loco —respondió Atreyu—. Tú no has creado nada. ¡Todo se lo debes a la Emperatriz Infantil! ¡Dame a ÁURYN!
—¡Quítamelo si puedes! —dijo Bastián.
Atreyu titubeó.
—Bastián —dijo—, ¿por qué me obligas a vencerte para salvarte?
Bastián cogió el puño de su espada y, con su enorme fuerza, consiguió sacar a Sikanda de su vaina sin que ella saltara por sí misma a su mano. Sin embargo, en el momento mismo en que eso ocurrió, se oyó un ruido tan espantoso que los luchadores que había abajo en la calle, ante la puerta, se quedaron por un momento petrificados y los miraron. Bastián reconoció el ruido. Era el horroroso crujido que había oído cuando Graógraman se convertía en piedra. Y la luz de Sikanda se extinguió. Por la mente de Bastián cruzó lo que el león le había anunciado para el caso de que desenvainara aquella arma por la fuerza. Pero ahora no podía ni quería volverse atrás.
Golpeó a Atreyu, que intentó cubrirse con su espada. Sin embargo, Sikanda cortó el arma de Atreyu, alcanzándolo en el pecho. Se abrió una profunda herida de la que brotó la sangre. Atreyu se tambaleó retrocediendo y cayó desde lo alto de la gran puerta. Entonces, una llamarada blanca surgió de la humareda a través de la noche, cogió al vuelo a Atreyu y se lo llevó. Era Fújur, el dragón blanco de la suerte.
Bastián se enjugó el sudor de la frente con el manto. Y al hacerlo se dio cuenta de que su manto se había vuelto negro, negro como la noche. Todavía con Sikanda en la mano, bajó de los muros del palacio a la amplia plaza.
Con la victoria sobre Atreyu, la suerte de la batalla había cambiado instantáneamente. El ejército de los rebeldes, que hacía un momento parecía seguro de vencer, comenzó a huir. Bastián se sentía como en una pesadilla de la que no podía despertar. Su victoria le sabía amarga como la hiel y, sin embargo, sentía al mismo tiempo una salvaje sensación de triunfo.
Envuelto en su manto negro y con la sangrienta espada en la mano, bajó lentamente por la calle principal de la Torre de Marfil, que llameaba ahora al calor del incendio como una gigantesca antorcha. Bastián, no obstante, siguió andando entre el rugir y gemir de las llamas, que apenas notaba, hasta que llegó al pie de la Torre. Allí encontró a los restos de su ejército, que lo esperaban en medio del devastado Laberinto, ahora un campo de batalla interminable lleno de fantasios muertos. También Hykrion, Hýsbald y Hydorn estaban allí, estos dos últimos gravemente heridos. Illuán, el yinni azul, había caído. Xayide estaba junto a su cadáver. Tenía en la mano el cinturón Guémmal.
—Esto, señor y maestro —dijo—, lo salvó para ti.
Bastián cogió el cinturón y lo apretó en su mano. Luego se lo metió en el bolsillo.
Miró lentamente en círculo a sus compañeros de batalla y de viaje. Sólo quedaban unos centenares. Parecían agotados y demacrados. La luz temblorosa del incendio los hacía parecer un tropel de espectros.
Todos los rostros se habían vuelto hacia la Torre de Marfil que, como una pira, se iba derrumbando sobre sí misma. El Pabellón de la Magnolia de su cúspide comenzó a arder, se abrieron del todo sus pétalos y pudo verse que estaba vacío. Luego se lo tragaron también las llamas.
Bastián señaló con su espada al montón de brasas y escombros y dijo con voz ronca:
—Todo eso es obra de Atreyu. ¡Y por eso lo perseguiré hasta el fin del mundo!
Saltó sobre uno de los gigantescos caballos de metal negro y gritó:
—¡Seguidme!
El caballo se encabritó, pero Bastián lo dominó con su voluntad y se lanzó a la noche a galope tendido.
La Ciudad de los Antiguos Emperadores
agnerianamente cabalgaba Bastián por aquella noche negra como la pez, a muchos kilómetros de distancia ya, cuando sus compañeros de batalla, que se habían quedado atrás, comenzaron a partir. Muchos de ellos estaban heridos, todos estaban mortalmente exhaustos y ninguno tenía, ni de lejos, la fuerza y la resistencia inmensas de Bastián. Hasta los gigantes negros acorazados, sobre sus caballos metálicos, se movían sólo con dificultad, y los de a pie no lograban encontrar su habitual paso militar. También la voluntad de Xayide —que era la que los gobernaba— parecía al límite de sus fuerzas. Su litera de coral había sido presa de las llamas en el incendio de la Torre de Marfil. Por ello, con toda clase de tablas de carruajes, armas rotas y restos carbonizados de la Torre, se había construido una nueva litera que, desde luego, más parecía una especie de choza. El resto del ejército venía detrás lentamente, cojeando o arrastrando los pies. También Hykrion, Hýsbald y Hydorn, que habían perdido sus caballos, tenían que sostenerse mutuamente. Nadie decía nada, pero todos sabían que les sería imposible alcanzar nunca a Bastián.
Él seguía retumbando a través de la oscuridad. Su manto negro flotaba salvajemente sobre sus espaldas, y los miembros metálicos de su caballo gigante crujían y rechinaban a cada movimiento, mientras los poderosos cascos martilleaban la tierra.
—¡Hala! —gritaba Bastián—. ¡Hala, hala, hala!
El caballo no era suficientemente veloz para él. Quería alcanzar a Atreyu y a Fújur, costase lo que costase, ¡aunque tuviera que reventar a aquel monstruo metálico!
¡Quería vengarse! En aquellos momentos podían haberse cumplido ya con creces todos sus deseos, pero Atreyu lo había impedido. Bastián no había podido convertirse en Emperador de Fantasia. ¡Y eso lo pagaría Atreyu amargamente!
Bastián espoleó a su cabalgadura metálica más despiadadamente aún. Las articulaciones del caballo chirriaban y rechinaban cada vez más fuerte, pero obedeció a la voluntad de su jinete, acelerando su vertiginoso galope.
Muchas horas duró aquella loca persecución, sin que la noche se iluminase. Bastián veía continuamente en su imaginación la Torre de Marfil en llamas y revivía el instante en que Atreyu le puso la espada al pecho… Hasta que por primera vez se le ocurrió preguntarse: ¿por qué había titubeado Atreyu? ¿Por qué, después de todo, no había podido decidirse a herirlo para quitarle a ÁÜRYN por la fuerza? Y entonces tuvo que pensar de pronto en la herida que había causado a Atreyu y en el aspecto que éste tenía al final, cuando retrocedió tambaleándose y cayó.
Bastián volvió a meter en su funda oxidada a Sikanda, que hasta entonces había seguido empuñando.
Amanecía y, poco a poco, Bastián podía ver dónde se encontraba. Lo que ahora atravesaba velozmente el caballo metálico era una campiña. Las oscuras siluetas de los grupos de enebros parecían reuniones inmóviles de monjes gigantescos con capuchas o de encantadores con gorros puntiagudos. Por en medio había peñascos dispersos.
Y entonces el caballo de metal, en pleno galope, se deshizo repentinamente en pedazos.
Bastián quedó atontado por la violencia de la caída. Cuando por fin se repuso y se frotó los magullados miembros, se encontró en un pequeño enebro. Se arrastró afuera. Allí, repartidos por una amplia extensión, yacían las cáscaras de los restos del corcel, como si hubiera explotado un monumento ecuestre.
Bastián se puso en pie, se echó el negro manto sobre los hombros y se dirigió sin rumbo hacia el cielo de la mañana, cada vez más claro.
En el arbusto, sin embargo, quedó una cosa brillante que Bastián perdió: el cinturón Guémmal. Bastián no se dio cuenta de la pérdida, ni tampoco después pensó en ella. Illuán había salvado inútilmente de las llamas el cinturón .
Unos días más tarde, el cinturón Guémmal fue encontrado por una urraca que no sospechó qué era aquella cosa brillante. Se lo llevó a su nido, pero con ello empezó otra historia que debe ser contada en otra ocasión.
Hacia el mediodía llegó Bastián a un alto terraplén que se levantaba en medio de la campiña. Trepó por él. Detrás había un ancho valle cerrado que —con una pendiente que descendía cada vez más pronunciadamente— parecía un cráter de fondo plano. Y todo aquel valle estaba ocupado por una ciudad… En cualquier caso, podía darse ese nombre a aquella multitud de edificios, aunque era la ciudad más disparatada que Bastián había visto nunca. Sin plan ni propósito, las casas parecían amontonarse como si fueran dados; como si, sencillamente, hubieran sido sacudidas allí de su saco por algún gigante. No había calles ni plazas, ni ninguna clase de orden reconocible.
Pero también los distintos edificios parecían absurdos: tenían las puertas en el tejado, escaleras en sitios a donde no se podía llegar y otras que hubiera habido que recorrer cabeza abajo y que acababan en el vacío. Había torrecillas transversales y balcones que colgaban verticales de las paredes, ventanas en lugar de puertas y suelos en lugar de muros. Había puentes cuyo arco se interrumpía de pronto, como si su constructor se hubiera olvidado en mitad de la obra de lo que debía ser el conjunto. Había torres curvadas como plátanos y pirámides colocadas sobre su cúspide. En resumen, toda la ciudad producía una impresión de locura.