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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (48 page)

Bastián se levantó. Se quedó de pie, envuelto en su manto negro y con el agua corriéndole por el rostro.

Un rayo cayó en un árbol, delante mismo de él, partiendo el tronco nudoso; las ramas se incendiaron inmediatamente y el viento barrió sobre la campiña nocturna una lluvia de chispas, que los aguaceros apagaron enseguida.

Bastián había caído de rodillas por el tremendo estallido. Empezó a escarbar la tierra con las manos. Cuando el agujero fue suficientemente profundo, se desciñó la espada

Sikanda y la colocó en él.

—¡Sikanda! —dijo en voz baja en medio de los bramidos de la tormenta—. Adiós para siempre. Nunca más ocurrirán desgracias porque alguien te desenvaine contra un amigo.Y nadie te encontrará aquí… hasta que se olvide lo que ocurrió por tu culpa y la mía.

Entonces cubrió otra vez el agujero y puso por fin musgo y ramas sobre el lugar, a fin de que nadie pudiera descubrirla.

Y allí está Sikanda hasta hoy. Porque sólo en un futuro lejano llegará alguien que podrá tocarla sin peligro… pero ésa es otra historia y será contada en otra ocasión.

Bastián continuó andando a través de la oscuridad. La tormenta cedió hacia el amanecer, el viento amainó, la lluvia empezó a gotear de los árboles y se hizo la calma.

Aquella noche comenzó para Bastián un vagabundeo largo y solitario. No quería volver a ver a sus compañeros de viaje y de batalla, no quería volver a ver a Xayide. Quería buscar el camino de regreso al mundo de los seres humanos… pero no sabía cómo ni por dónde. ¿Había en algún lado una puerta, un paso, una línea divisoria que lo llevara hasta allí?

Tenía que desearlo, eso lo sabía. Pero para ello no tenía fuerzas. Se sentía como un buceador que buscara un barco hundido en el fondo del mar, pero se viera obligado a subir siempre antes de poder encontrar algo.

Sabía también que le quedaban pocos deseos: por eso ponía sumo cuidado en no hacer uso de ÁURYN. Los pocos recuerdos que le quedaban aún sólo debía sacrificarlos si con ello se acercaba a su mundo, y sólo cuando fuera absolutamente necesario.

Pero los deseos no se pueden provocar ni reprimir a placer. Surgen en nosotros de profundidades más profundas que todas las intenciones, sean buenas o malas. Y surgen inadvertidos.

Sin que Bastián se diera cuenta de ello, se estaba formando en él un nuevo deseo que, poco a poco, iba tomando forma concreta.

La soledad en que caminaba desde hacía muchos días y noches hizo que deseara pertenecer a alguna comunidad, ser adoptado por algún grupo, no como señor o vencedor ni como alguien especial, sino sólo como uno más, quizá el más pequeño o el menos importante, pero como alguien que perteneciera a ese grupo naturalmente y participara en la comunidad.

Y sucedió que un día llegó a la orilla del mar. En cualquier caso, así lo creyó al principio. Era una escarpada costa rocosa aquella en que se encontraba y ante sus ojos se extendía un mar de olas blancas y petrificadas. Sólo más tarde se dio cuenta de que aquellas olas no estaban realmente inmóviles, sino que se movían lentamente, y de que había corrientes y remolinos que giraban tan imperceptiblemente como las agujas de un reloj.

¡Era el Mar de Niebla!

Bastián caminó a lo largo de la escarpada costa. El aire era caliente y un poco húmedo, y no había ni un soplo de viento. Todavía eran las primeras horas de la mañana y el sol resplandecía sobre la superficie de niebla, blanca como la nieve, que se extendía hasta el horizonte.

Bastián anduvo unas horas y llegó hacia el mediodía a una pequeña ciudad que se hallaba en el Mar de Niebla, sobre altos pilotes, un poco alejada de la costa. Un largo puente colgante que oscilaba libremente la unía con un saliente de la costa rocosa. El puente se columpió con suavidad cuando Bastián lo atravesó.

Las casas eran relativamente pequeñas: las puertas, las ventanas, las escaleras, todo parecía hecho para niños. Y, de hecho, las gentes que andaban por la calle tenían todas la estatura de niños, aunque se tratase de hombres con barba y de mujeres de altos peinados. Llamaba la atención el que apenas se los podía distinguir entre sí: tanto se parecían mutuamente. Sus rostros eran de un color pardo oscuro como la tierra húmeda y parecían muy amables y tranquilos. Cuando veían a Bastián, lo saludaban con la cabeza, pero ninguno le hablaba. En general, parecían ser muy silenciosos; sólo rara vez se podía oír una palabra o una exclamación por las calles y callejas, a pesar de la gran actividad que reinaba. Tampoco se veía nunca a nadie solo; siempre iban en grupos pequeños o grandes, del brazo o de la mano.

Cuando Bastián miró más detenidamente las casas, comprobó que todas estaban hechas de una especie de trenzado de mimbre, unas de un trenzado basto, otras de uno fino… Hasta el suelo de las calles era de la misma calidad. Y finalmente observó también que incluso los vestidos de la gente, pantalones, faldas, chaquetas y sombreros, estaban hechos del mismo trenzado, aunque en este caso de uno muy fino y artístico. Al parecer, todo se hacía exclusivamente del mismo material.

Aquí y allá, Bastián podía echar una ojeada a diversos talleres de artesanos que se ocupaban todos en la fabricación de cosas trenzadas; hacían zapatos, cántaros, lámparas, tazas, paraguas… todo de aquel trenzado. Y nunca trabajaba nadie solo, porque todas aquellas cosas sólo podían fabricarse mediante la colaboración de varios. Era un placer ver con qué habilidad trabajaban juntos y unos completaban siempre la labor de los otros. Al trabajar, cantaban casi siempre sencillas melodías sin palabras.

La ciudad no era muy grande y por eso Bastián llegó pronto a su margen. Y la vista que se le ofreció indicaba inconfundiblemente que se trataba de una ciudad marinera, porque había cientos de barcos de toda forma y tamaño. Sin embargo, era una ciudad marinera bastante insólita, porque todos aquellos barcos estaban colgados de enormes cañas de pescar y flotaban, unos junto a otros, columpiándose ligeramente, sobre el abismo en que se movían las blancas masas de niebla. Por lo demás, también aquellos barcos parecían hechos de trenzado de mimbre y no tenían velas ni mástiles, remos o timones.

Bastián se había inclinado sobre una barandilla y miraba al Mar de Niebla. Podía ver lo altos que eran los pilotes sobre los que se asentaba la ciudad por las sombras que, a la luz del sol, arrojaban sobre la blanca superficie que había abajo.

—De noche —oyó decir a una voz a su lado—, la niebla sube hasta la ciudad. Entonces podemos hacernos a la mar. Durante el día el sol consume la niebla y el nivel del mar desciende. Esto es lo que querías saber, ¿no es cierto, extranjero?

Junto a Bastián había tres hombres apoyados en la barandilla, que lo miraban afable y amistosamente. Entabló conversación con ellos y supo que la ciudad llevaba el nombre de Ýskal y que la llamaban también la Ciudad de Mimbre. Sus habitantes eran los yskálnari. La palabra significaba algo así como «los comunitarios». Los tres hombres eran de profesión navegantes de la niebla. Bastián no quiso dar su propio nombre para no ser reconocido y dijo que se llamaba Uno. Los tres marinos le explicaron que no tenían un nombre para cada individuo y que tampoco lo consideraban necesario. Eran, todos juntos, los yskálnari, y eso les bastaba.

Como era precisamente mediodía, invitaron a Bastián a ir con ellos y él aceptó agradecido. En una posada cercana se sentaron a la mesa y durante la comida Bastián se enteró de todo lo que se refería a la ciudad de Ýskal y sus habitantes.

El Mar de Niebla, que ellos llamaban Skaidan, era un gigantesco océano de vapor blanco que separaba dos partes de Fantasia. La profundidad de Skaidan no la había averiguado nadie aún, ni tampoco de dónde procedía aquella monstruosa masa de niebla. Era verdad que se podía respirar perfectamente bajo su superficie y que, desde la costa, donde la niebla era todavía relativamente poco profunda, se podía andar un trecho por el fondo del mar, pero sólo amarrado a una soga de la que pudiera ser uno remolcado. Efectivamente, la niebla tenía la cualidad de hacer perder, al cabo de corto tiempo, todo sentido de orientación. Muchos audaces o imprudentes habían muerto en el transcurso del tiempo intentando atravesar Skaidan solos y a pie. Sólo unos cuantos habían podido ser salvados. La única forma de poder llegar al otro lado del Mar de Niebla era la de los yskálnari.

El trenzado de mimbre de que se componían todas las casas de la ciudad de Ýskal, todos los objetos de uso, los vestidos y también los barcos, se hacía de una especie de juncos que crecían cerca de la orilla, bajo la superficie del Mar de Niebla, y que —como puede comprenderse fácilmente por lo que se acaba de decir sólo podían cortarse con peligro mortal. Aquellos juncos, aunque extraordinariamente flexibles y hasta fláccidos en el aire, se ponían en la niebla derechos, porque eran más ligeros que ella y flotaban encima. De esa forma flotaban también, naturalmente, los barcos construidos con ellos. Los trajes que llevaban los yskálnari eran al mismo tiempo una especie de chaleco salvavidas, para el caso de que alguno cayera en la niebla.

Pero aquél no era el verdadero secreto de los yskálnari ni explicaba la razón de la peculiar solidaridad que regía todas sus actividades. Como pudo observar pronto Bastián, parecían no conocer la palabra «yo»; en cualquier caso, no la utilizaban nunca, sino que hablaban siempre únicamente de «nosotros». La razón no la supo hasta más adelante.

Cuando dedujo de lo que decían los tres navegantes de la niebla que aquella misma noche se harían a la mar, les preguntó si no podían llevarlo como grumete. Le explicaron que un viaje por Skaidan se diferenciaba considerablemente de cualquier otro viaje por mar, porque nunca podía saberse cuánto duraría ni a dónde se llegaría en definitiva. Bastián dijo que le daba igual, y los marinos consintieron en aceptarlo en su barco.

Al caer la noche, la niebla, como se esperaba, comenzó a subir, y hacia la medianoche había llegado a la altura de la ciudad de mimbre. Todos los barcos que antes habían colgado en el aire flotaban ahora en la blanca superficie. El barco en que se encontró Bastián —una embarcación plana, de unos treinta metros de eslora— fue soltado de sus amarras y se movió lentamente hacia la vastedad del Mar de Niebla nocturno.

Ya a la primera ojeada, Bastián se había preguntado qué medio de propulsión podía hacer moverse aquella especie de barco, que no tenía velas, ni remos, ni hélice. Las velas, como supo, no hubieran servido de nada, porque sobre Skaidan reinaba casi siempre la calma, y con remos o hélices no se podía avanzar por la niebla. La fuerza que impulsaba al barco era totalmente distinta.

En el centro de la cubierta había una plataforma redonda, ligeramente elevada. Bastián la había observado ya al principio y la había tomado por un puente de mando o algo parecido. En realidad, durante todo el viaje había en ella por lo menos dos navegantes de la niebla, aunque a veces también tres, cuatro o incluso más. (Toda la tripulación se componía de catorce hombres… sin contar, naturalmente, a Bastián.) Los que se encontraban en la plataforma redonda juntaban brazos y hombros y miraban en la dirección del rumbo. Si no se los observaba con mucha atención, podía pensarse que estaban inmóviles. Sólo con una observación más atenta se podía notar que, muy despacio y de forma totalmente simultánea, se movían en una especie de baile. Mientras tanto, cantaban una melodía simple, siempre repetida, muy bella y suave.

Bastián había tomado al principio aquel extraño comportamiento por una ceremonia o costumbre especial cuyo sentido se le escapaba. Sólo al tercer día de viaje interrogó a uno de sus tres amigos, que se había sentado a su lado. Éste pareció a su vez extrañado del asombro de Bastián y le explicó que los hombres movían el barco con su imaginación.

De momento, Bastián no pudo comprender la explicación y preguntó si accionaban algunas ruedas ocultas.

—No —respondió el navegante de la niebla—. Cuando quieres mover las piernas, ¿no te basta con imaginártelo? ¿O es que tienes que moverlas mediante engranajes?

La diferencia entre el propio cuerpo y un barco estaba sólo en que hacía falta que por lo menos dos yskálnari unieran totalmente sus imaginaciones. Y si querían viajar más rápidamente tenían que colaborar varios. Normalmente trabajaban en turnos de tres y los demás descansaban porque, aunque parecía tan ligero y agradable, era un trabajo pesado y agotador que exigía una concentración grande y constante. Pero era la única forma de poder navegar por Skaidan.

Y Bastián aprendió las enseñanzas de los navegantes de la niebla y supo el secreto de su solidaridad: el baile y la canción sin palabras.

Poco a poco, durante la larga travesía, se convirtió en uno de ellos. Era una sensación peculiar e indescriptible de olvido de sí mismo y de armonía la que sentía cuando, durante el baile, su propia imaginación se fundía con la de los otros, haciéndose un todo. Se sentía realmente aceptado en su comunidad y parte de ella… y al mismo tiempo desapareció de su memoria el recuerdo de que, en el mundo del que había venido y cuyo camino de regreso buscaba, había hombres, hombres que tenían todos sus propias imaginaciones y opiniones. Lo único que podía recordar aún, oscuramente, eran su casa y sus padres.

Sin embargo, en lo más profundo de su corazón había aún otro deseo distinto del de no estar solo nunca más. Y ese otro deseo comenzó a agitarse suavemente.

Eso ocurrió el día en que, por primera vez, observó que los yskálnari no lograban su solidaridad armonizando formas de imaginar totalmente distintas, sino porque se parecían tanto entre sí que no les costaba ningún esfuerzo sentirse una comunidad. Al contrario, no tenían la posibilidad de discutir o de no estar de acuerdo entre sí, porque ninguno de ellos se sentía un individuo. No tenían que vencer ninguna oposición para encontrar la armonía y precisamente esa facilidad le pareció a Bastián, poco a poco, insatisfactoria. Su dulzura le resultó sosa y la melodía siempre igual de sus canciones, monótona. Sentía que le faltaba algo, que anhelaba algo, pero no podía decir qué.

Eso sólo le resultó claro cuando, algún tiempo después, divisaron en el cielo una gigantesca corneja de la niebla. Todos los yskálnari tuvieron miedo y se escondieron bajo cubierta tan aprisa como pudieron. Uno, sin embargo, no lo logró a tiempo, y la monstruosa ave se precipitó sobre él con un grito, cogió al desgraciado y se lo llevó en el pico.

Cuando el peligro había pasado, los yskálnari salieron de nuevo y continuaron el viaje con su canto y su baile, como si nada hubiera pasado. Su armonía no se había visto afectada, y no se lamentaron ni se quejaron, ni dedicaron una sola palabra a comentar el hecho.

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