Read La Historia Interminable Online
Authors: Michael Ende
Entonces vio Bastián a sus habitantes. Eran hombres, mujeres y niños. Por su aspecto, parecían seres humanos corrientes, pero sus trajes sugerían que todos ellos se habían vuelto locos y no podían distinguir ya entre las prendas de vestir y los objetos para otros usos. En la cabeza llevaban pantallas de lámparas, cubos para jugar en la arena, soperas, cestos de papeles, bolsas o cajas de cartón. Y se tapaban el cuerpo con manteles, alfombras, grandes trozos de papel de plata y hasta barriles.
Muchos empujaban o tiraban de carritos o carricoches, en los que había amontonados todos los cachivaches imaginables: lámparas rotas, colchones, vajilla, trapos y chucherías. Otros llevaban trastos parecidos en grandes fardos sobre sus espaldas.
Cuanto más bajaba Bastián por la ciudad, más densa se hacía la muchedumbre. Sin embargo, ninguna de aquellas personas parecía saber muy bien a dónde ir. Varias veces observó Bastián que alguno, después de haber empujado fatigosamente su carro en una dirección, lo arrastraba hacia la contraria poco después, para tomar algo más tarde una nueva. Pero todos se mostraban febrilmente activos.
Bastián se decidió a abordar a uno de ellos.
—¿Cómo se llama esta ciudad?
El interpelado soltó su carro, se enderezó, se frotó la frente un rato como si estuviera pensando intensamente, y luego se fue, abandonando simplemente el carro. Parecía haberlo olvidado. No obstante, pocos minutos más tarde una mujer se apoderó del vehículo y lo arrastró penosamente hacia algún lado. Bastián le preguntó si los trastos eran de ella. La mujer se quedó un rato sumida en profundas meditaciones y luego se marchó.
Bastián lo intentó aún unas cuantas veces, pero no recibió respuesta a ninguna de sus preguntas.
—Es inútil preguntarles —oyó decir de pronto a una voz burlona—. No pueden decirte nada. Se les podría llamar los que nada dicen.
Bastián se volvió y vio, en un saliente de la pared (que era la parte inferior de un mirador colocado al revés) a un monito gris. El animal llevaba un birrete negro de doctor del que colgaba una borla y parecía diligentemente ocupado en contar algo con los dedos de los pies. Luego miró irónicamente a Bastián y dijo:
—Perdona, sólo estaba contando algo rápidamente.
—¿Quién eres? —le preguntó Bastián.
—¡Árgax es mi nombre, encantado! —respondió el monito levantándose ligeramente el birrete—. ¿Y con quién tengo el gusto?
—Me llamo Bastián Baltasar Bux.
—¡Muy bien! —dijo el monito satisfecho.
—¿Y cómo se llama esta ciudad? —preguntó Bastián.
—En realidad no tiene nombre —explicó Árgax—, pero se le podría llamar… digamos… la Ciudad de los Antiguos Emperadores.
—¿La Ciudad de los Antiguos Emperadores? —repitió Bastián inquieto—. ¿Por qué? No hay nadie que parezca un antiguo emperador.
—¿Ah no? —el monito se rió sofocadamente—. Sin embargo, todos los que ves fueron en su tiempo emperadores de Fantasia… o, por lo menos, quisieron serlo.
Bastián se sobresaltó.
—¿Cómo lo sabes, Árgax?
El monito se levantó otra vez el birrete y miró a Bastián irónicamente.
—Yo soy… digamos… el vigilante de la ciudad.
Bastián miró a su alrededor. Muy cerca, un hombre anciano había cavado una fosa. Metió en ella una vela encendida y tapó otra vez el agujero.
El monito se rió.
—¿Te agradaría hacer una pequeña visita a la ciudad, señor? Digamos… ¿un primer contacto con tu futuro lugar de residencia?
—No —dijo Bastián—. ¿Qué diablos estás diciendo?
El monito saltó a los hombros de Bastián.
—¡Vamos! —cuchicheó—. No cuesta nada. Has pagado ya lo que te da derecho a la entrada.
Bastián comenzó a andar aunque, en realidad, hubiera preferido irse de la ciudad. Se sentía incómodo y esa sensación aumentaba a cada paso. Observó a la gente y se dio cuenta de que tampoco hablaban entre sí. No se preocupaban en absoluto unos de otros; en realidad, ni siquiera parecían darse cuenta de su mutua presencia.
—¿Qué les pasa? —preguntó Bastián—. ¿Por qué se comportan de una forma tan rara?
—No tiene nada de rara —se rió ahogadamente Árgax en su oído—. Se podría decir que son tus iguales o, mejor, que lo fueron en su tiempo..
—¿Qué quieres decir? —Bastián se quedó inmóvil—. ¿Quieres decir que son seres humanos?
Árgax dio saltos de alegría sobre las espaldas de Bastián:
—¡Eso es! ¡Eso es!
Bastián vio en medio de su camino a una mujer sentada que intentaba pinchar guisantes con una aguja de zurcir.
—¿Cómo han llegado hasta aquí? ¿Qué hacen? —preguntó Bastián.
—Bueno, en todos los tiempos ha habido seres humanos que no han vuelto a su mundo —explicó Árgax—. Al principio no querían y ahora… digamos… no pueden ya.
Bastián miró a una niña que, con gran esfuerzo, empujaba un coche de muñecas de ruedas cuadradas.
—¿Por qué no pueden ya? —preguntó.
—Tienen que desearlo. Pero ya no desean nada. Han gastado su último deseo en alguna otra cosa.
—¿Su último deseo? —preguntó Bastián con los labios pálidos—. Entonces, ¿no se puede desear tanto como se quiera?
Árgax volvió a reírse sofocadamente. Trató de quitarle a Bastián el turbante para despiojarlo.
—¡Deja eso! —gritó Bastián. Quiso sacudirse al mono, pero él se agarró fuertemente, chillando de placer.
—¡No es eso! ¡No es eso! —gritó excitadamente el monito—. Sólo puedes desear cosas mientras te acuerdes de tu mundo. Los que están aquí han agotado todos sus recuerdos. Quien no tiene ya pasado tampoco tiene porvenir. Por eso no envejecen. ¡Míralos! ¿Podrías creer que muchos de ellos llevan aquí mil años e incluso más? Pero se quedan como son. Para ellos no puede cambiar nada, porque ellos mismos no pueden ya cambiar.
Bastián observó a un hombre que enjabonaba un espejo y empezaba luego a afeitarlo. Lo que al principio le había parecido aún cómico a Bastián le producía ahora en la espalda carne de gallina.
Siguió adelante deprisa y sólo entonces se dio cuenta de que cada vez descendía más por la ciudad. Quiso volverse, pero algo lo atraía como un imán. Comenzó a correr, intentando deshacerse del molesto monito, pero éste se aferraba a él como una lapa e incluso lo acicateaba.
—¡Más aprisa! ¡Venga! ¡Venga! ¡Venga!
Bastián vio que aquello no servía de nada y se detuvo.
—Y todos éstos —preguntó sin aliento—, ¿fueron o quisieron ser en otro tiempo emperadores de Fantasia?
—Claro —dijo Árgax—. Todo el que no encuentra el camino de vuelta quiere ser tarde o temprano emperador. No todos lo consiguieron, pero todos lo intentaron. Por eso hay aquí dos clases de locos. El resultado, sin embargo, es… digamos… el mismo.
—¿Qué dos clases? ¡Explícamelo! ¡Tengo que saberlo,Argax!
—¡Calma! ¡Calma! —volvió a reírse el mono, abrazándose con más fuerza a Bastián—. Unos perdieron sus recuerdos poco a poco. Y cuando perdieron el último, ÁURYN no pudo cumplir ya más deseos. Entonces ellos solos… digamos… vinieron hasta aquí. Los otros, al ser emperadores, perdieron de golpe todos sus recuerdos. ÁURYN tampoco pudo cumplir ya sus deseos porque nada deseaban ya. Como ves, viene a ser lo mismo. También ellos están aquí y no pueden marcharse.
—¿Eso quiere decir que todos tuvieron alguna vez a ÁURYN?
—¡Por supuesto! —respondió Árgax—. Pero lo hanolvidado hace tiempo. Tampoco les serviría de nada, pobres locos.
—¿Se lo… —Bastián titubeó—. Se lo quitaron?
—No —dijo Árgax—. Cuando alguien se convierte en emperador, ÁURYN desaparece porque él lo desea. Es claro como la luz del día, digamos, porque al fin y al cabo no se puede utilizar el poder de la Emperatriz Infantil para quitarle precisamente ese poder.
Bastián se sentía tan mal que le hubiera gustado sentarse en algún sitio, pero el monito gris no lo dejó.
—¡No, no, la visita de la ciudad no ha terminado! —gritó—. ¡Falta aún lo más importante! ¡Sigue! ¡Sigue!
Bastián vio a un muchacho que, con un pesado martillo, clavaba clavos en unos calcetines que tenía delante de él en el suelo. Un hombre gordo intentaba pegar sellos de correos en pompas de jabón, que naturalmente le estallaban siempre. Sin embargo, él no dejaba de fabricar nuevas pompas.
—¡Mira! —oyó decir Bastián a la voz burlona de Árgax, y sintió que éste, con sus manecitas de mono, le hacía girar la cabeza en una dirección determinada—. ¡Mira allí! ¿No es divertido?
Había un grupo de personas, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, todos vestidos con los trajes más extraños y sin hablar. En el suelo había un montón de grandes dados, y en los seis lados de cada dado había letras. Una y otra vez, aquellas personas revolvían los dados y luego los contemplaban fijamente largo tiempo.
—¿Qué hacen? —susurró Bastián—. ¿Qué clase de juego es ése? ¿Cómo se llama?
—Es el juego de la arbitrariedad —respondió Árgax. Les hizo señas a los jugadores y gritó—: ¡Bravo, muchachos! ¡Adelante! ¡No os detengáis!
Luego se volvió a Bastián y le cuchicheó al oído:
—Ya no saben narrar. Han perdido el lenguaje. Por eso he inventado ese juego para ellos. Como ves, los entretiene. Y es muy fácil. Si lo piensas, tendrás que admitir que todas las historias del mundo, en el fondo, se componen sólo de veintiséis letras. Las letras son siempre las mismas y sólo cambia su combinación. Con las letras se hacen palabras, con las palabras frases, con las frases capítulos y con los capítulos historias. Mira, ¿qué pone ahí?
Bastián leyó:
H G I K L O P F M W E Z V X Q
Z X C V B N M A S D F G H J K L Ñ
Q W E R T Y U 1 0 P
A S D F G H J K L Ñ
M N B V C X Z L K J H G F D S A
P O I U Y T R E W Q A S
Q W E R T Y U I O P A S D F
Z X C V B N M L K J
Q W E R T Y U I O P
A S D F G H J K L Ñ Z X C
P O I U Y T R E W Q
N L K J H G F D S A M N B V
G K H D S R Y I P
A R C G U N I K Y Ñ
Q W E R T Y U I O P A S D
M N B V C X Z A S D
L K J U O N G R E F G H L
—Sí —se rió sofocadamente Árgax—, casi siempre pasa eso. Pero si se juega mucho tiempo, durante años, surgen a veces, por casualidad, palabras. No palabras especialmente ingeniosas, pero por lo menos palabras. «Calambrespinaca», por ejemplo, o «choricepillo, o «pintacuellos. Sin embargo, si se sigue jugando cien años, mil años, cien mil años, con toda probabilidad saldrá una vez, por casualidad, un poema. Y si se juega eternamente tendrán que surgir todos los poemas, todas las historias posibles, y luego todas las historias de historias, incluida ésta en la que precisamente estamos hablando. ¿Es lógico, no?
—Es horrible —dijo Bastián.
—Bueno —dijo Argax—, depende de cómo se mire. Ésos de ahí… digamos… se dedican a ello apasionadamente. Y además, ¿qué otra cosa podríamos hacer en Fantasia con ellos?
Bastián miró largo tiempo en silencio a los jugadores y luego preguntó en voz baja:
—Árgax… Tú sabes quién soy yo, ¿verdad?
—¿Y cómo no? ¿Quién no conoce tu nombre en Fantasia?
—Dime una cosa, Árgax. Si me hubiera convertido ayer en emperador, ¿estaría ya aquí?
—Hoy o mañana —respondió el mono—, o dentro de una semana. De todas formas, hubieras acabado pronto aquí.
—Entonces Atreyu me ha salvado.
—Eso no lo sé —reconoció el mono.
—Y si hubiera conseguido quitarme la Alhaja, ¿qué hubiera ocurrido?
El mono se río otra vez sofocadamente.
—Digamos… que habrías acabado aquí también.
—¿Por qué?
—Porque necesitas a ÁURYN para encontrar tu camino de regreso. Y, sinceramente, no creo que lo consigas.
El mono batió palmas, se quitó el birrete y miró irónicamente a Bastián.
—Dime, Árgax, ¿qué puedo hacer?
—Encontrar un deseo que te devuelva a tu mundo.
Bastián calló otra vez largo tiempo y luego preguntó:
—Árgax, ¿Puedes decirme cuántos deseos me quedan aún?
—No muchos ya. En mi opinión, tres o cuatro todo lo más. Y con eso difícilmente podrás arreglártelas. Empiezas un poco tarde y el camino de vuelta no es fácil. Tendrás que atravesar el Mar de Niebla. Sólo eso te costará uno. Lo que viene después no lo sé. Nadie sabe en Fantasia dónde está para vosotros el camino de vuestro mundo. Quizá encuentres el Minroud de Yor, la última salvación para muchos como tú. Aunque me temo que para ti queda… digamos… demasiado lejos. De la Ciudad de los Antiguos Emperadores, por esta vez, podrás salir.
—¡Gracias, Árgax! —dijo Bastián.
El monito gris hizo una mueca burlona.
—¡Hasta la vista, Bastián Baltasar Bux!
Y de un salto desapareció en una de las absurdas casas. Se había llevado el turbante.
Bastián permaneció un rato aún sin moverse. Lo que había sabido lo confundía y desconcertaba tanto que no podía tomar ninguna decisión. Todos sus objetivos y planes anteriores se habían derrumbado de golpe. Le parecía como si, en su interior, todo hubiera sido puesto cabeza abajo… Lo mismo que en aquella pirámide que tenía ante los ojos, la parte de arriba había quedado abajo y la parte de atrás delante. Lo que había esperado resultaba ser su perdición y lo que había odiado su salvación.
Ante todo, una cosa le resultaba evidente: ¡tenía que salir de aquella ciudad de locos! ¡Y no quería volver jamás a ella!
Se puso a andar entre la confusión de edificios sin sentido, y pronto se dio cuenta de que el camino de entrada había sido mucho más fácil que el de salida. Una y otra vez pudo comprobar que había perdido el rumbo y se dirigía otra vez rápidamente al centro de la ciudad. Necesitó toda la tarde para llegar al terraplén. Luego salió a la campiña y no dejó de andar hasta que la noche —tan oscura como la anterior— lo forzó a hacer un alto. Cayó al suelo agotado, bajo un enebro, y se sumió en un sueño profundo. Y en aquel sueño se borró en él el recuerdo de que, en otro tiempo, había sido capaz de inventar historias.
Durante toda la noche vio una sola imagen en sueños, que no quería desaparecer y que tampoco cambiaba: Atreyu, con la sangrante herida en el pecho, estaba ante él y lo miraba, inmóvil y sin decir palabra.
Despertado por un trueno, Bastián se puso en pie precipitadamente. La más profunda oscuridad lo rodeaba, aunque todas las masas de nubes que, desde hacía días, se habían ido acumulando, parecían haber iniciado un gran alboroto. Ininterrumpidamente cruzaban el cielo los relámpagos, los truenos resonaban y retumbaban de tal forma que el suelo se estremecía, y la tempestad aullaba de un lado a otro sobre la campiña, haciendo doblarse hasta el suelo a los enebros. Los aguaceros corrían por el paisaje como cortinas grises.