Read La Historia Interminable Online
Authors: Michael Ende
Aquella misma mañana se levantó el campamento, y la comitiva de muchos miles de almas, encabezada por Bastián y Xayide en la litera de coral, se puso en camino hacia la Torre de Marfil. Una columna casi interminable siguió los enredados caminos del Laberinto. Y cuando su cabeza llegó hacia la noche a la Torre de Marfil, los últimos rezagados habían cruzado apenas el limite exterior del jardín.
La recepción preparada para Bastián fue tan solemne como hubiera podido desear. Todos los que formaban parte de la corte de la Emperatriz Infantil se pusieron en danza. En todos los tejados y almenas había silfos-centinela de trompetas resplandecientes, que soplaban todo lo que daban de sí sus pulmones. Los saltimbanquis mostraban sus habilidades, los astrólogos predecían la fortuna y la grandeza de Bastián, y los panaderos hacían tartas tan altas como montañas; los ministros y dignatarios, sin embargo, acompañaron a la litera de coral y la guiaron a través del hervidero de la multitud por la calle principal, que describía una espiral cada vez más estrecha en torno a la Torre de Marfil, hasta el punto en que la gran puerta conducía al interior del verdadero palacio. Bastián, seguido de Xayide y de todos los dignatarios, subió los escalones blancos como la nieve de la ancha escalera, atravesó salas y corredores, la segunda puerta, cada vez más arriba, el jardín de animales, flores y árboles de marfil, los puentes bamboleantes y la última puerta. Quería llegar hasta el pabellón que formaba la cúspide de la enorme torre y tenía la forma de una flor de magnolio. Sin embargo, la flor estaba cerrada y el último trecho del camino que llevaba hasta ella era tan liso y empinado que nadie pudo subirlo.
Bastián recordó que tampoco Atreyu, gravemente herido, había podido llegar hasta allí, al menos por sus propias fuerzas, pues nadie que hubiera subido sabía cómo lo había logrado. Era algo que se le regalaba a uno.
Pero Bastián no era Atreyu. Si alguien merecía que se le regalara ese último trecho del camino era él. Y no estaba dispuesto a detenerse ahora.
—¡Llamad operarios! —ordenó—. Que me construyan escalones en esa superficie lisa o me hagan una escalera o inventen otra cosa. Deseo sentar ahí arriba mis reales.
—Señor —se atrevió a objetar unos de los consejeros más viejos—. Ahí vive nuestra Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados, cuando está con nosotros.
—¡Haced lo que os mando! —dijo imperiosamente Bastián.
Los dignatarios palidecieron y dieron un paso atrás. Pero obedecieron. Se llamó a operarios que se pusieron a la obra con martillos pesados y escoplos. Pero, por mucho que se esforzaron, no consiguieron desprender el más pequeño trozo de la cúspide. Los escoplos les saltaban de las manos sin dejar en la lisa superficie ni un arañazo.
—Inventad otra cosa —dijo Bastián apartándose de mala gana—, porque quiero subir hasta ahí. Pero tened en cuenta que mi paciencia puede acabarse pronto.
Luego volvió y, de momento, tomó posesión con su corte —de la que formaban parte sobre todo Xayide y los tres caballeros Hýsbald, Hykrion y Hydorn, así como Illuán, el yinni azul— de los restantes aposentos del palacio.
Aquella misma noche convocó a todos los dignatarios, ministros y consejeros que hasta entonces habían servido a la Hija de la Luna a una asamblea que se celebró en la gran sala redonda donde, en otro tiempo, se había reunido el congreso médico.. Les anunció que la Señora de los Ojos Dorados le había dejado a él, Bastián Baltasar Bux, todo su poder sobre el reino sin fronteras de Fantasia y que, a partir de aquel momento, él ocuparía su puesto. Y los exhortó a que prometieran someterse por completo a su voluntad.
—Incluso y precisamente —siguió diciendo— cuando mis decisiones puedan resultaros temporalmente incomprensibles. Porque no soy vuestro igual.
Luego decidió que, exactamente setenta y siete días más tarde, se coronaría a sí mismo Emperador Infantil de Fantasia. Debía de celebrarse una fiesta de tal esplendor como nunca se hubiera visto en el reino. Había que enviar inmediatamente emisarios a todos los países, porque quería que todos los pueblos de Fantasia tuvieran su representante en la fiesta de la coronación.
Dicho esto, Bastián se retiró, dejando solos a los desconcertados consejeros y dignatarios.
No sabían qué hacer. Todo lo que habían oído les sonaba tan monstruoso que, al principio, se quedaron largo tiempo en silencio con la cabeza gacha. Luego comenzaron a hablar entre sí en voz baja. Y después de deliberar durante horas llegaron al acuerdo de que debían seguir las instrucciones de Bastián, porque llevaba el signo de la Emperatriz Infantil y eso los obligaba a obedecer… tanto si creían que la Hija de la Luna había entregado realmente todo su poder a Bastián como si todo el asunto era sólo una de las incomprensibles decisiones de ella. Así pues, se envió a los mensajeros y se hizo también todo lo demás que Bastián había ordenado.
En cualquier caso, él mismo no se ocupó más de ello. Todos los detalles de la preparación de la fiesta de la coronación se los confió a Xayide. Y ella supo ocupar a la corte de la Torre de Marfil de forma que casi ninguno volvió a pensar en el problema.
Bastián mismo permaneció en los días y semanas que siguieron casi siempre inmóvil, en el aposento que había elegido. Miraba fijamente ante sí sin hacer nada. Le hubiera gustado desear algo o inventar una historia que lo entretuviera, pero no se le ocurría nada. Se sentía vacío y hueco.
Por fin se le ocurrió la idea de que podía desear que viniera la Hija de la Luna. Y si realmente era todopoderoso, si todos sus deseos se hacían realidad, también ella tendría que obedecerlo. Se pasaba la mitad de la noche murmurando para sí: «¡Ven, Hija de la Luna! Debes venir. Te ordeno que vengas. Y pensó en la mirada de ella, que se le había quedado en el corazón como un luminoso tesoro. Pero ella no vino. Y cuanto más intentaba obligarla a venir, tanto más se apagaba el recuerdo de aquella luz en su corazón, hasta que dentro de él reinó una oscuridad total.
Se decía a sí mismo que volvería a recuperarlo todo cuando estuviera en el Pabellón de la Magnolia. Una y otra vez iba a ver a los operarios y los aguijoneaba, unas veces con amenazas, otras con promesas, pero todo lo que intentaban resultaba inútil. Las escaleras se rompían, los clavos de acero se doblaban, los escoplos saltaban.
Los caballeros Hykrion, Hýsbald y Hydorn, con los que hasta entonces le había gustado charlar o jugar a cualquier cosa, le servían ahora de poco. Habían descubierto, en la planta más baja de la Torre de Marfil, una bodega. Allí se pasaban los días y las noches, bebiendo, jugando a los dados, vociferando estúpidas canciones o peleándose, y no era raro que llegaran a sacar incluso las espadas. A veces recorrían también, tambaleándose, la calle principal, molestando a las hadas, las elfas, las mujeres salvajes y otros seres femeninos de la Torre.
—Qué quieres, señor —decían cuando Bastián les pedía explicaciones—, tienes que darnos algo que hacer. Pero a Bastián no se le ocurría nada, y les daba largas hasta después de su coronación, aunque tampoco él sabía qué iba a cambiar con ella.
Poco a poco, el tiempo se hacía cada vez más nublado. Aquellas puestas de sol que parecían de oro líquido eran cada vez más raras. El cielo estaba casi siempre gris y cubierto, y el aire se hacía pesado. No soplaba ningún viento.
Así llegó lentamente el día fijado para la coronación. Los emisarios volvieron. Muchos de ellos trajeron delegados de los más diversos países de Fantasia. Otros, sin embargo, regresaron con las manos vacías e informaron de que los habitantes a los que habían sido enviados se habían negado rotundamente a participar en la ceremonia. En muchos lugares se habían rebelado secreta o, incluso, abiertamente. Bastián miraba ante sí inmóvil.
—Con todo eso acabarás —dijo Xayide— cuando seas emperador de Fantasia.
—Quiero que ellos quieran lo que yo quiero —dijo Bastián.
Pero Xayide se había alejado ya precipitadamente para tomar nuevas disposiciones.
Y llegó el día de la coronación, coronación que no tendría lugar. Ese día pasaría a la Historia de Fantasia como el de la sangrienta batalla de la Torre de Marfil.
Ya de mañana el cielo estaba cubierto por unas nubes espesas de color gris plomizo que no dejaban que se hiciera realmente el día. Una media luz inquietante lo bañaba todo, el aire estaba totalmente inmóvil y era tan pesado y opresivo que apenas se podía respirar.
Xayide, juntamente con los catorce maestros de ceremonias de la Torre de Marfil, había preparado un programa de festejos sumamente variado, que debía superar en lujo y fastuosidad a todo lo que se había visto en Fantasia.
Ya desde las primeras horas de la mañana, la música resonaba en todas las calles y plazas, pero era una música como hasta aquel día no se había oído en la Torre de Marfil: salvaje, chirriante y, sin embargo, monótona. Todo el que la oía comenzaba a mover los pies y, quisiera o no, tenía que bailar y saltar. Nadie conocía a los músicos, que llevaban máscaras negras, y nadie sabía de dónde los había traído Xayide.
Todos los edificios y fachadas estaban engalanados con banderas y gallardetes de colores chillones que, sin embargo, como no había viento, colgaban lánguidamente. A lo largo de la calle principal y alrededor de los altos muros del recinto del palacio había innumerables retratos, pequeños y enormes, que mostraban todos un solo rostro, siempre el mismo: el rostro de Bastián.
Como el Pabellón de la Magnolia seguía siendo inaccesible, Xayide había preparado otro lugar para la subida al trono. Allí donde la espiral de la calle mayor terminaba ante la gran puerta del palacio debía levantarse el trono sobre los amplios escalones de marfil. Miles de pebeteros de oro humeaban y el humo, que olía de una forma adormecedora y, al mismo tiempo, excitante, flotaba lentamente por los escalones, por la plaza, descendía por la calle principal y se introducía en todas las callejas laterales, rincones y aposentos.
Por todas partes estaban aquellos gigantes negros con sus corazas de insecto. Nadie sabía, salvo Xayide, como había logrado centuplicar los cinco que le habían quedado. Y no sólo eso: unos cincuenta de ellos montaban ahora en formidables caballos, hechos también totalmente de metal negro y que se movían de una forma absolutamente idéntica.
En cortejo triunfal, aquellos jinetes acompañaron al trono por la calle mayor. Nadie sabía de dónde había salido el trono. Era tan grande como el portal de una iglesia y se componía exclusivamente de espejos de toda forma y color. Sólo su asiento era de seda de color cobre. De forma curiosa, aquel enorme objeto reluciente se deslizaba por sí solo, subiendo por la espiral de la calle sin ser empujado ni arrastrado, como si tuviera vida propia.
Cuando el trono se detuvo ante la gran puerta de marfil, Bastián salió del recinto del palacio y se sentó en él. Parecía diminuto como una muñeca, sentado en medio de todo aquel boato frío y reluciente. La multitud de espectadores, contenida por una doble fila de gigantes negros blindados, prorrumpió en gritos de júbilo, pero, de modo inexplicable, los gritos sonaron escasos y estridentes.
Luego comenzó la parte más pesada y fatigosa de la ceremonia. Todos los emisarios y delegados del reino fantásico tuvieron que formar una fila, y aquella fila no sólo bajaba desde el trono de los espejos por toda la calle en espiral de la Torre de Marfil, sino que llegaba lejos, muy lejos, por el Laberinto, y cada vez se le unían más fantasios. Cada individuo, cuando le llegaba el turno, tenía que postrarse ante el trono, tocar tres veces el suelo con la frente, besar el pie derecho de Bastián y decir: «En nombre de mi pueblo y de mis congéneres te ruego a ti, a quien todos debemos nuestra existencia, que te corones Emperador Infantil de Fantasia».
Habían pasado ya de esa forma dos o tres horas, cuando una agitación repentina recorrió la fila de los que aguardaban. Un joven fauno subía corriendo por la calle; se veía que lo hacía con sus últimas fuerzas, porque se tambaleaba y se caía de vez en cuando, se levantaba otra vez y seguía corriendo, hasta que se arrojó a los pies de Bastián, luchando por recuperar el aliento. Bastián se inclinó hacia él.
—¿Qué ocurre para que te atrevas a perturbar la ceremonia?
—¡Es la guerra, señor! —balbuceó el fauno—. Atreyu ha juntado a muchos insurrectos y se dirige hacia aquí con tres ejércitos. Piden que les entregues a ÁURYN y, si no lo haces voluntariamente, pretenden obligarte a ello por la fuerza.
De súbito reinó un silencio de muerte. La excitante música y las estridentes muestras de regocijo habían cesado de golpe. Bastián miraba fijamente ante sí. Se había puesto pálido.
Llegaron corriendo los tres caballeros Hýsbald, Hykrion y Hydorn. Parecían de un buen humor extraordinario.
—¡Por fin tenemos algo que hacer, señor! —gritaron a la vez—. ¡Déjanoslo a nosotros! ¡No permitas que se interrumpa tu fiesta! Buscaremos a unos cuantos valientes y nos enfrentaremos con los rebeldes. Les daremos una lección que no olvidarán en mucho tiempo.
Entre los miles de criaturas de Fantasia presentes había muchas que no podían ser utilizables en absoluto con fines bélicos. Sin embargo, la mayoría podía manejar muy bien algún arma, ya fuera la maza, la espada, el arco, la lanza, la honda o, simplemente, los dientes y garras. Todas ellas se agruparon alrededor de los tres caballeros que guiaban el ejército. Mientras partían, Bastián se quedó con el gran tropel de los menos capaces de defenderse, para continuar la ceremonia. Pero a partir de entonces no prestó atención a lo que ocurría. Continuamente los ojos se le iban hacia el horizonte, que podía ver muy bien desde donde estaba. Las enormes nubes de polvo que allí se levantaban le permitían suponer cuáles eran las fuerzas con que Atreyu se aproximaba.
—No te preocupes —dijo Xayide, que se había situado junto a él—. Todavía no han atacado mis gigantes negros acorazados. Defenderán tu Torre de Marfil y nadie puede vencerlos… salvo tú y tu espada.
Unas horas más tarde llegaron las primeras noticias de la batalla. Al lado de Atreyu luchaban casi todo el pueblo de los pieles verdes, pero también doscientos centauros y cincuenta y ocho comerrocas; cinco dragones de la suerte, mandados por Fújur, batallaban sin cesar desde el aire, lo mismo que un tropel de águilas blancas gigantes, llegadas de las Montañas del Destino, y muchas otras criaturas. Hasta se habían visto unicornios.
Sin duda, eran numéricamente muy inferiores al ejército que mandaban los caballeros Hykrion, Hýsbald y Hydorn, pero luchaban con tal decisión que el ejército que defendía a Bastián se replegaba cada vez más hacia la Torre de Marfil.