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Authors: Michael Ende
—No —dijo uno cuando Bastián lo interrogó al respecto—: no nos falta nadie. ¿Por qué tendríamos que lamentarnos?
El individuo no contaba para ellos. Y, como no se distinguían entre sí, ninguno era irremplazable.
Sin embargo, Bastián quería ser un individuo, alguien, no sólo uno como los demás. Quería que lo quisieran precisamente por ser como era. En aquella comunidad de los yskálnari había armonía pero no amor.
Bastián no quería ser ya el más grande, el más fuerte o el más inteligente. Todo eso lo había superado. Deseaba ser querido como era, bueno o malo, hermoso o feo, listo o tonto, con todos sus defectos… o precisamente por ellos.
Pero ¿cómo era él?
Ya no lo sabía. Había recibido tantas cosas en Fantasia que ahora, entre todos aquellos dones y poderes, no se sabía encontrar a sí mismo.
A partir de entonces no participó ya en el baile del buque de la niebla. Se sentaba en la proa y miraba a Skaidan durante todo el día y a veces también durante toda la noche.
Y por, fin llegaron a la otra orilla. El buque de la niebla atracó, Bastián dio las gracias a los yskálnari y bajó a tierra.
Era una tierra llena de rosas y rosaledas de todos los colores. Y por en medio de aquel interminable bosque de rosas corría un sendero retorcido.
Bastián lo siguió.
Doña Aiuola
ayide. Su fin puede contarse rápidamente, pero es difícil de comprender y, como tantas cosas en Fantasia, está lleno de contradicciones. Hasta hoy se rompen la cabeza los sabios e historiadores tratando de saber cómo fue posible; algunos dudan incluso de los hechos o intentan darles otra interpretación. Aquí ha de narrarse lo que realmente ocurrió y cada uno debe intentar explicarse las cosas como pueda.
Cuando Bastián estaba ya en la ciudad de Ýskal con los navegantes de la niebla, Xayide llegó con sus gigantes negros al lugar de la campiña donde el caballo de metal se había hecho pedazos bajo Bastián. En aquel momento, sospechaba ya que nunca lo encontraría. Y cuando, poco después, vio el terraplén al que conducían las huellas de Bastián, su sospecha se convirtió en certidumbre. Si había entrado en la Ciudad de los Antiguos Emperadores, estaba ya perdido para los planes de ella: daba igual.que se quedara allí para siempre o que consiguiera huir de la ciudad. En el primer caso se habría vuelto impotente como todos los de allí y no podría desear nada más… En el segundo, todos sus deseos de poder y grandeza se habrían extinguido. En ambos casos, el juego para ella, Xayide, había terminado.
Ordenó a sus gigantes acorazados que permanecieran quietos, pero incomprensiblemente no obedecieron su voluntad, sino que siguieron adelante. Entonces Xayide se encolerizó, saltó de su litera y se enfrentó a ellos con los brazos extendidos. Los gigantes acorazados, sin embargo, lo mismo infantes que jinetes, continuaron avanzando pesadamente como si ella no estuviera, y la pisotearon con sus pies y cascos. Y sólo cuando Xayide había expirado se detuvo de súbito la larga comitiva, como se detiene un mecanismo de relojería.
Cuando, más tarde, llegaron allí Hýsbald, Hydom y Hykrion con los restos del ejército, vieron lo que había pasado y no pudieron comprenderlo, porque había sido sólo la voluntad de Xayide la que movía a los gigantes huecos y, por consiguiente, la que los había hecho pisotearla. Sin embargo, pensar mucho no era el punto fuerte de los tres caballeros, de manera que finalmente se encogieron de hombros y dejaron estar la cosa. Deliberaron sobre lo que había que hacer y llegaron a la conclusión de que la campaña, evidentemente, había llegado a su término. De forma que licenciaron al resto del ejército y aconsejaron a todo el mundo que se fuera a casa. Ellos, que habían prestado a Bastián un juramento de fidelidad que no querían romper, decidieron buscarlo por toda Fantasia. Sin embargo, no pudieron ponerse de acuerdo sobre la dirección que había que tomar y decidieron que cada uno siguiera por su cuenta. Se despidieron y cada uno se fue cojeando en una dirección distinta. Los tres corrieron todavía muchas aventuras y hay en Fantasia incontables relatos que tratan de su búsqueda sin sentido. No obstante, son otras historias y deben ser contadas en otra ocasión.
Los gigantes metálicos, negros y vacíos, se quedaron desde entonces inmóviles en aquel punto de la campiña, cerca de la Ciudad de los Antiguos Emperadores. La lluvia y la nieve cayeron sobre ellos, se oxidaron y, torcidos o derechos, se fueron hundiendo poco a poco en el suelo. Peto todavía hoy puede verse a algunos de ellos. El lugar se considera maldito y todos los caminantes dan un rodeo al verlo. Pero volvamos a Bastián.
Mientras, en su camino a través de las rosaledas seguía las suaves curvas del sendero, Bastián vio algo que lo dejó asombrado, porque durante todo su viaje por Fantasia nunca había visto nada parecido: un indicador con una mano de madera recortada que señalaba una dirección.
«A la Casa del Cambio», decía.
Bastián siguió la dirección señalada sin apresurarse. Respiraba el aroma de las innumerables rosas y se sentía cada vez más a gusto, como si lo aguardase una alegre sorpresa.
Finalmente llegó a una avenida recta de árboles redondos, de los que colgaban manzanas de mejillas encarnadas. Y al final mismo de la avenida había una casa. Al acercarse, Bastián comprobó que era la casa más graciosa que había visto nunca. Un alto tejado puntiagudo se asentaba como una caperuza sobre un edificio que más parecía una calabaza gigantesca, porque era redondo y sus paredes tenían en muchos sitios chichones y bollos, gruesos vientres por decirlo así, lo que le daba a la casa un aspecto cómodo y confortable. También había algunas ventanas y una puerta, un tanto torcidas e inclinadas, como si aquellas aberturas hubieran sido hechas en la calabaza de una forma un poco torpe.
Mientras Bastián se dirigía a la casa, observó que ésta se encontraba en un proceso de transformación lento y constante. Aproximadamente con el mismo sosiego con que un caracol saca sus cuernos, se estaba formando en el lado derecho una pequeña protuberancia que, paulatinamente, se iba convirtiendo en una torrecilla saliente. Al mismo tiempo se cerraba en el costado izquierdo una ventana, que iba desapareciendo poco a poco. En el tejado crecía una chimenea, y sobre la puerta de entrada se formaba un balconcito con una balaustrada de celosía.
Bastián se había detenido y observaba aquellos cambios continuos con asombro y regocijo. Ahora le resultaba evidente por qué aquella casa se llamaba la «Casa del Cambio».
Mientras estaba allí, oyó en el interior una cálida y hermosa voz de mujer que cantaba:
«Te aguardamos, buen amigo,
cientos de años ya.
¿Eres tú, quizá,
quien aquí ha buscado abrigo?
De comer y de beber
toma lo que quieras,
porque pronto has de tener
todo cuanto esperas:
paz después del mal…
Seas malo o seas bueno,
nunca nos serás ajeno
y eres nuestro igual.»
«Ay», pensó Bastián, «¡qué voz tan bonita! ¡Me gustaría que esa canción fuera para mí!»
La voz comenzó a cantar de nuevo:
«¡Gran señor, vuélvete niño!
Te esperamos con cariño.
No te quedes en la puerta:
¡para ti siempre está abierta!
Todo está ya preparado
desde un remoto pasado.»
La voz ejercía un atractivo irresistible sobre Bastián. Estaba seguro de que quien cantaba era una persona muy agradable. Llamó a la puerta y la voz dijo:
—¡Entra! ¡Entra, chico guapo!
Bastián abrió la puerta y vio una habitación agradable, no muy grande, por cuyas ventanas entraba el sol. En el centro había una mesa redonda, cubierta con toda clase de
platos y cestos de frutas de muchos colores que Bastián no conocía. A la mesa se sentaba una mujer que parecía un poco también una manzana, con sus mejillas coloradas y redondas, sana y apetitosa.
En el primer momento, Bastián casi se dejó llevar por el deseo de correr hacia ella con los brazos abiertos, gritando «¡Mamá! ¡Mamá!». Pero se dominó. Aquella mujer, desde luego, tenía la misma amable sonrisa y aquella manera de mirarlo a uno que inspiraba confianza, pero el parecido era, todo lo más, el de una hermana. Su madre había sido pequeña, y aquella mujer era alta y, de algún modo, majestuosa. Llevaba un ancho sombrero, totalmente cubierto de flores y frutos, y también su vestido era de una tela floreada de vistosos colores. Sólo después de haberlo mirado un rato se dio cuenta Bastián de que, en realidad, estaba hecho también de hojas, flores y frutos.
Mientras estaba así mirándola, experimentó un sentimiento que desde hacía mucho, muchísimo tiempo, no había experimentado. No podía recordar cuándo ni dónde: sólo sabía que muchas veces había sentido aquello, cuando todavía era pequeño.
—¡Pero siéntate, chico guapo! —dijo la mujer señalando con un gesto de invitación una silla—. Debes de estar hambriento, de manera que ¡antes que nada, come!
—Perdón —respondió Bastián—, pero estabas esperando a un invitado. Y yo he llegado aquí por pura casualidad.
—¿De veras? —preguntó la mujer sonriendo satisfecha—. Bueno, no importa. A pesar de eso puedes comer, ¿no? Entretanto te contaré una pequeña historia. ¡Sírvete y no te hagas de rogar!
Bastián se quitó su manto negro, lo puso en una silla, se sentó y cogió titubeando una fruta. Antes de morderla preguntó:
—¿Y tú? ¿No comes? ¿No te gusta la fruta?
La mujer se rió sonora y francamente, sin que Bastián supiera por qué.
—Está bien —dijo ella después de serenarse—, puesto que insistes te acompañaré y tomaré también algo, pero a mi manera. ¡No te asustes!
Cogió una regadera que había en el suelo a su lado, la alzó sobre su cabeza y se regó.
—¡Ah! —dijo—. ¡Qué refrescante!
Entonces fue Bastián quien se rió. Luego mordió la fruta y pudo comprobar enseguida que nunca había comido nada tan bueno. Después se comió otra, y era aún mejor.
—¿Te gusta? —preguntó la mujer, que lo observaba atentamente.
Bastián tenía la boca llena y no podía responder; masticó y asintió con la cabeza.
—Me alegro —dijo la mujer—. Me he esforzado especialmente. ¡Come mas, tanto como quieras!
Bastián cogió otra fruta, que resultó realmente un placer. Suspiró maravillado.
—Y ahora te voy a contar la historia —siguió diciendo la mujer—, pero que eso no te impida seguir comiendo.
Bastián tuvo que hacer un esfuerzo para escuchar sus palabras, porque cada nueva fruta le producía un nuevo entusiasmo.
—Hace mucho, muchísimo tiempo —comenzó a decir la floreada mujer—, nuestra Emperatriz Infantil estaba mortalmente enferma porque necesitaba un nuevo nombre y sólo podía dárselo una criatura humana. Pero los seres humanos no venían ya a Fantasia, nadie sabía por qué. Y si ella hubiera muerto, habría sido también el fin de Fantasia. Un día o, mejor dicho, una noche, llegó sin embargo un ser humano… Era un niño y le dio a la Emperatriz Infantil el nombre de Hija de la Luna. Ella se puso buena otra vez y, en agradecimiento, le prometió al muchacho que, en su reino, todos sus deseos se harían realidad… hasta que encontrase su Verdadera Voluntad. A partir de entonces, el niño hizo un largo viaje, de un deseo a otro, y todos se cumplieron. Y cada deseo cumplido lo llevaba a un nuevo deseo. No fueron sólo deseos buenos, sino también malos, pero la Emperatriz infantil no hace diferencias: para ella todo vale lo mismo y todo es igualmente importante en su reino. Y cuando, finalmente, la Torre de Marfil resultó destruida, no hizo nada para impedirlo. Sin embargo, al cumplirse cada deseo, el niño perdía una parte de sus recuerdos del mundo de donde había venido. Eso no le importaba mucho porque, de todas formas, no quería volver. De modo que siguió deseando y deseando, pero casi había gastado todos sus recuerdos y sin recuerdos no se puede desear. Apenas era ya un ser humano, sino casi un fantasio. Y seguía sin conocer su Verdadera Voluntad. Corría el peligro de agotar también sus últimos recuerdos sin conseguir su objetivo. Y eso hubiera significado que nunca podría volver a su mundo. Finalmente, sus pasos lo llevaron a la Casa del Cambio, a fin de que permaneciera en ella el tiempo que fuera necesario hasta encontrar su Verdadera Voluntad. Porque la Casa del Cambio no se llama así sólo porque se cambie a sí misma, sino porque cambia también a quien habita en ella. Y eso era muy importante para el niño, que hasta entonces había querido ser siempre otro, pero no cambiar.