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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (50 page)

En ese punto se detuvo, porque su visitante había dejado de masticar. Bastián sostenía una fruta mordida en la mano y miraba a la floreada mujer con la boca abierta.

—Si no te gusta —dijo ella preocupada—, déjala tranquilamente y coge otra.

—¿Qué? —tartamudeó Bastián—. No, no, es muy buena.

—Entonces no hay problema —dijo la mujer contenta—. Pero me había olvidado de decirte cómo se llamaba el niño al que esperaban desde hacía tanto tiempo en la Casa del Cambio. Muchos, en Fantasia, lo llamaban simplemente el «Salvador»; otros, «El Caballero del Candelabro de Siete Brazos», o el «Gran Sabio», o también «Soberano y Señor», pero su verdadero nombre era Bastián Baltasar Bux.

La mujer miró a su invitado sonriente. Él tragó unas cuantas veces y dijo luego en voz baja:

—Yo me llamo así.

—¡Ya ves! —dijo la mujer. sin parecer sorprendida en lo más mínimo.

Los capullos de su sombrero y su vestido se abrieron de pronto, floreciendo todos al mismo tiempo.

—Sin embargo —objetó Bastián inseguro—, no llevo cien años en Fantasia.

—Bueno, en realidad te esperamos ya desde hace mucho más tiempo —respondió la señora—; ya mi abuela y la abuela de mi abuela te esperaron. Ya ves, ahora te estoy contando a
ti
una historia que es nueva y, sin embargo, trata de un pasado antiquísimo.

Bastián recordó las palabras de Graógraman: entonces había estado aún al comienzo de su viaje. Ahora le parecía realmente como si llevase cien años allí.

—Por cierto, todavía no te he dicho cómo me llamo. Soy Doña Aiuola.

Bastián repitió el nombre, pero le costó un poco llegar a pronunciarlo bien. Luego cogió otra fruta. La mordió y, como siempre, le pareció que la que estaba comiendo era la más sabrosa de todas. Un poco preocupado, se dio cuenta de que se estaba comiendo ya la penúltima.

—¿Quieres más? —le preguntó Doña Aiuola, que había notado su mirada. Bastián asintió. Entonces ella cogió frutas de su sombrero y su vestido hasta que el plato estuvo lleno otra vez.

—¿Las frutas crecen en tu sombrero? —preguntó Bastián estupefacto.

—¿Qué sombrero? —Doña Aiuola lo miraba sin comprender. Luego soltó una risa franca y sonora—. Ah, ¿crees que es un sombrero lo que llevo en la cabeza? Nada de eso, chico guapo: todo crece en mí. Lo mismo que a ti te crece el pelo. Puedes ver cuánto me alegro de que por fin estés aquí, porque florezco. Si estuviera triste, todo se marchitaría. Pero, por favor, ¡no te olvides de comer!

—No sé —dijo Bastián confundido—. No se puede comer algo que crece en otra persona.

—¿Por qué no? —preguntó Doña Aiuola—. Los niños pequeños toman la leche de sus madres. Es muy bonito.

—Eso sí —objetó Bastián, ruborizándose un poco—, pero sólo cuando son muy pequeños.

—Por eso —dijo Doña Aiuola radiante—, tienes que volverte otra vez muy pequeño, chico guapo.

Bastián cogió una nueva fruta y la mordió, y Doña Aiuola se alegró de ello y floreció de una forma aún más espléndida.

Tras un pequeño silencio, ella dijo:

—Me parece que le gustaría que pasáramos a la habitación de al lado. Probablemente ha preparado algo para ti.

—¿Quién? —preguntó Bastián mirando a su alrededor.

—La Casa del Cambio —explicó Doña Aiuola con naturalidad.

En realidad había ocurrido algo extraño. La habitación se había transformado sin que Bastián se diera cuenta. El techo del cuarto se había desplegado hacia arriba, mientras las paredes de tres de los lados se aproximaban bastante a la mesa. En el otro lado había sitio aún, y en él había una puerta que estaba abierta.

Doña Aiuola se levantó —ahora podía verse lo alta que era— y propuso:

—¡Vamos! Es muy testaruda. De nada sirve resistirse cuando ha proyectado una sorpresa. ¡Que se salga con la suya! Además, casi siempre sus intenciones son buenas.

Entró por la puerta en la habitación de al lado. Bastián la siguió pero, previsoramente, cogió el plato de la fruta. El cuarto era grande como un salón y, sin embargo, se trataba de un comedor que a Bastián le resultaba de algún modo conocido. Lo único chocante era que todos los muebles que había en él, incluidas la mesa y las sillas, eran gigantescos, demasiado grandes para que Bastián pudiera llegar hasta ellos.

—¡Fíjate! —dijo Doña Aiuola divertida—. A la Casa del Cambio se le ocurre siempre algo nuevo. Ahora ha hecho un cuarto para ti tal como debe parecerle a un niño pequeño.

—¿Cómo es posible? —preguntó Bastián—. ¿Esta sala no estaba antes aquí?

—Claro que no —respondió Doña Aiuola—. ¿Sabes? La Casa del Cambio es muy animada. A su manera, le gusta participar en la conversación. Creo que con ello quiere decirte algo.

Luego se sentó a la mesa, en una de las sillas, y Bastián intentó inútilmente subirse a la otra. Doña Aiuola tuvo que ayudarlo y subirlo, e incluso entonces Bastián llegaba sólo con la nariz a la mesa. Se alegró mucho de haberse traído el plato de la fruta, que conservó en su regazo. Si hubiera estado en la mesa, no hubiera podido alcanzarlo.

—¿Tienes que mudarte con frecuencia? —preguntó.

—Con frecuencia no —respondió Doña Aiuola—. Como mucho, tres o cuatro veces al día. A veces la Casa del Cambio se divierte y entonces todos los cuartos aparecen de repente al revés: el suelo arriba y el techo abajo, o algo por el estilo. Pero es pura travesura y, si le hablo en serio, pronto vuelve a ser todo razonable. En el fondo, es una casa muy agradable y en ella me siento realmente a gusto. Nos reímos mucho juntas.

—Pero, ¿no es peligroso? —preguntó Bastián—. Quiero decir, por las noches, por ejemplo, si uno está dormido y la habitación se hace cada vez más pequeña…

—¡Cómo puedes pensar eso, chico guapo! —exclamó Doña Aiuola escandalizada—. A ella le gusto, y tú le gustas también. Se alegra de que esté aquí.

—¿Y si alguien no le gusta?

—No tengo ni idea —respondió Doña Aiuola—. Pero ¡qué preguntas haces! Hasta ahora nadie ha estado aquí, salvo yo y tú.

—¡Ah! —dijo Bastián—. Entonces, ¿soy el primer invitado?

—Claro.

Bastián contempló el gigantesco cuarto.

—Resulta difícil creer que este cuarto quepa dentro de la casa. Por fuera, la casa no parece tan grande.

—La Casa del Cambio —explicó Doña Aiuola— es por dentro mayor que por fuera.

Entretanto había caído el crepúsculo y, poco a poco, la habitación se oscurecía. Bastián se echó hacia atrás en su gran silla y apoyó la cabeza. Se sentía extrañamente soñoliento.

—¿Por qué me has esperado tanto tiempo, Doña Aiuola? —preguntó.

—Siempre he querido tener un hijo —respondió ella—, un niño pequeño al que mimar, que necesitase mi ternura, al que yo pudiera cuidar… alguien como tú, chico guapo.

Bastián bostezó. Se sentía arrullado de una forma irresistible por la voz cálida de Doña Aiuola.

—Pero has dicho —respondió— que también tu madre y tu abuela me esperaron.

El rostro de Doña Aiuola quedaba ahora en la oscuridad.

—Sí —le oyó decir Bastián—, también mi madre y mi abuela quisieron tener hijos. Pero ahora yo tengo uno.

A Bastián se le cerraban los ojos. Con esfuerzo preguntó:

—¿Cómo es posible? Tu madre te tuvo a ti cuando eras pequeña. Y tu abuela tuvo a tu madre. Por lo tanto, tuvieron hijas.

—No, chico guapo —respondió suavemente la voz—, nosotras somos distintas. No morimos ni nacemos. Somos siempre la misma Doña Aiuola y, sin embargo, no lo somos. Cuando mi madre envejeció, se secó, se le cayeron todas las hojas como a un árbol en invierno y se encogió sobre sí misma. Así estuvo mucho tiempo. Pero entonces, un día, empezó a echar de nuevo hojitas, brotes y flores, y finalmente frutos. Y así surgí yo, porque aquella nueva Doña Aiuola era yo. Y lo mismo pasó con mi abuela, cuando trajo a mi madre al mundo. Las Doñas Aiuolas sólo podemos tener un hijo si nos marchitamos antes. Pero entonces somos nuestras propias hijas y no podemos ser madres. Por eso estoy tan contenta de que estés aquí, chico guapo…

Bastián no respondió. Había caído en una dulce somnolencia en la que escuchaba las palabras de Doña Aiuola como una cantilena. Oyó cómo ella se levantaba, se dirigía hacia él y se inclinaba. Doña Aiuola le acarició dulcemente el cabello y le dio un beso en la frente. Luego, Bastián notó que ella lo levantaba y se lo llevaba en brazos. Bastián apoyó la cabeza en el hombro de Doña Aiuola, como un niño pequeño. Cada vez se hundía más profundamente en la cálida oscuridad de su sueño. Le pareció que lo desnudaban y lo acostaban en una cama blanda y perfumada. Lo último que oyó —ya muy lejos— fue la hermosa voz que cantaba suavemente una cancioncilla:

«Duerme, niño, buenas noches,

duérmete ya sin reproches.

Gran Señor, hazte pequeño,

duerme con todo tu empeño.»

Cuando se despertó a la mañana siguiente, se sentía mejor y más contento que nunca. Miró a su alrededor y vio que estaba en una habitación pequeña y muy agradable… ¡dentro de una cuna! Verdad era que se trataba de una cuna muy grande o, más bien, de una cuna tal como le parecería a un niño pequeño. Por un momento le pareció ridículo porque, desde luego, ya no era un niño pequeño. Seguía conservando todas las fuerzas y facultades que Fantasia le había dado. Y también el signo de la Emperatriz Infantil colgaba como antes de su cuello. Pero un momento después le resultó completamente indiferente que pudiera parecer ridículo o no que estuviera echado allí. Salvo él y Doña Aiuola, nadie lo sabría nunca, y los dos sabían que era algo bueno y que estaba bien.

Se levantó, se lavó y se vistió, y salió afuera. Tuvo que bajar por una escalera de madera y llegó al gran comedor que, sin embargo, se había transformado por la noche en cocina.

Doña Aiuola lo esperaba ya con el desayuno. También ella estaba del mejor humor; todas sus flores se abrían, y ella cantaba y reía, y hasta dio unos pases de baile con Bastián alrededor de la mesa. Después de comer, lo envió afuera para que le diera el aire.

En la ancha rosaleda que rodeaba a la Casa del Cambio parecía reinar un verano eterno. Bastián vagabundeó por allí, observó a las abejas, que se regalaban diligentemente entre las flores, escuchó a los pájaros, que cantaban en todos los arbustos, y jugó con los lagartos, que eran tan confiados que se le subían por la mano, y con las liebres, que se dejaban acariciar por él. A veces se echaba bajo un arbusto, aspiraba el dulce aroma de las rosas, parpadeaba al sol y dejaba que el tiempo corriera como un arroyo, sin pensar en nada concreto.

Así pasaron los días y los días se convirtieron en semanas. Bastián no se dio cuenta. Doña Aiuola estaba llena de alegría y Bastián se confiaba plenamente a sus cuidados y su ternura maternos. Era como si, sin saberlo, hubiera ansiado desde hacía tiempo algo que ahora se le deparaba plenamente. Y casi no podía saciarse.

Durante algún tiempo anduvo revolviendo por toda la Casa del Cambio, desde las vigas del tejado hasta el sótano. Era una ocupación de la que uno no se cansaba tan pronto, porque todas las habitaciones cambiaban continuamente y siempre había algo nuevo que descubrir. Evidentemente, la casa se esforzaba mucho por divertir a su invitado. Producía cuartos de juegos, tranvías, teatros de marionetas y toboganes… Y hasta un gran tiovivo.

A veces, Bastián emprendía también correrías de todo el día por los alrededores. Pero nunca se alejaba mucho de la Casa del Cambio, porque regularmente le ocurría que, de repente, le entraba una verdadera avidez por las frutas de Aiuola. De pronto, apenas podía aguardar el momento de volver y hartarse de comer.

Por las noches sostenían con frecuencia largas conversaciones. Él le hablaba de todo lo que le había ocurrido en Fantasia, de Perelín y Graógraman, de Xayide y de Atreyu, al que él había herido gravemente y quizá matado.

—Lo hice todo mal —dijo— y lo entendí todo al revés. La Hija de la Luna me dio muchas cosas pero, con ellas, sólo traje la desgracia sobre mí y sobre Fantasia.

Doña Aiuola lo miró largo tiempo.

—No —respondió—, eso no lo creo. Seguiste el camino de los deseos y ese camino nunca es derecho. Diste un gran rodeo, pero era
tu
camino. ¿Y sabes por qué? Tú eres uno de esos que sólo pueden regresar cuando encuentran la fuente de donde brota el Agua de la Vida. Y ése es el lugar más secreto de toda Fantasia. Para llegar hasta él no hay camino fácil.

Y tras un breve silencio añadió:

—Cualquier camino que conduzca allí es en definitiva el verdadero.

Entonces Bastián se puso a llorar repentinamente. Él mismo no sabía por qué. Era como si se le soltara un nudo que tenía en el corazón y se disolviera en lágrimas. Sollozaba y sollozaba sin poder parar. Doña Aiuola lo tomó en su regazo y lo acarició suavemente, y él enterró el rostro en las flores de su pecho y lloró hasta que estuvo totalmente saturado y cansado.

Aquella noche no hablaron más.

Sólo al día siguiente volvió a hablar Bastián de su búsqueda.

—¿Sabes dónde puedo encontrar el Agua de la Vida?

—En las fronteras de Fantasia —dijo Doña Aiuola.

—¡Pero si Fantasia no tiene fronteras! —respondió él.

—Sí que las tiene, pero no están fuera sino dentro. Allí donde recibe todo su poder la Emperatriz Infantil y a donde ni ella misma puede llegar.

—¿Y yo tengo que encontrar ese lugar? —preguntó Bastián preocupado—. ¿No es un poco tarde?

—Sólo hay un deseo con el que puedes llegar hasta allí: el último.

Bastián se sobresaltó.

—Doña Aiuola… A cambio de cada deseo que se ha cumplido por medio de ÁURYN he olvidado algo. ¿Ocurrirá así también ahora?

Ella asintió lentamente.

—¡Pero si no me doy cuenta!

—¿Te diste cuenta las otras veces? Lo que has olvidado no puedes saberlo ya.

—¿Y qué he olvidado ahora?

—Te lo diré cuando llegue el momento. Si no, no lo olvidarías.

—¿Tiene que ser así? ¿Tengo que perderlo todo?

—Nada se pierde —dijo ella—. Todo se transforma.

—Pues entonces —dijo Bastián inquieto— quizá debiera apresurarme. No debiera quedarme aquí.

Ella le acarició el pelo.

—No te preocupes. Durará lo que dure. Cuando surja tu último deseo, lo sabrás… y yo también.

A partir de aquel día algo comenzó realmente a cambiar, aunque el propio Bastián no se dio cuenta de nada. La fuerza transformadora de la Casa del Cambio hacía sus efectos. Sin embargo, como todos los cambios verdaderos, se produjo suave y lentamente por sí mismo, igual que el crecímiento de una planta.

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